Hace unos meses, cuando era invierno, le fui a comprar un buzo a mi perra, Arwen. Me costó encontrar su talle, por eso tuve que recorrer varias veterinarias, pero siempre que llegaba al mostrador la pregunta era la misma: “¿Es nene o nena?”, para saber si ofrecerme una prenda con motivos rosas o azules, claro. Yo me quedaba pensando…¿acaso eso importa? ¡Es un perro! A veces hasta me da vagancia corregir a alguien cuando se refiere a ella como “un perro”, creyendo que es macho. No creo que a ella le moleste que la confundan con “un nene”, Arwen no tiene una identidad de género, que yo sepa, o aún no me lo ha manifestado, lo único que la diferencia de un perro macho es su estructura biológica. ¿Hasta a los perros hay que asignarles roles binarios para encasillarlos en performatividades genéricas? Por otro lado, ¿a quiénes le ofrecen los buzos amarillos, o verdes? ¿A los perros no binaries?
Esta reflexión que tenía mientras rebotaba de veterinaria en veterinaria con la perra a cuestas me llevó a pensar en quiénes son las personas que más tienen que soportar el peso de las asignaciones binarias sexogenéricas: los bebés, incluso antes de nacer. O sea, sí, estamos hablando de fetos, ni siquiera de seres humanos. (Ya sé que esta noción puede ser un poco confusa para varios de nuestros senadores). Y aquí me detuve a pensar en una tendencia que me fascina: los 'gender reveal parties’. ¿Qué son? Un invento monstruoso salido de las entrañas del averno heterocis patriarcal, que comenzó a hacerse popular en EE.UU. a finales del 2010. Estas fiestas van un paso más allá de los baby-showers, un evento fatídico al que nadie quiere ir pero todos van por compromiso y para ligar comida gratis. Aquí, por otro lado, se trata de fastuosos convites donde se revela el sexo que tendrá el futuro bebé a sus papás, sus familiares y amigos a través de distintos actos “simpáticos”, como una suelta de globos (rosas o celestes), prender bengalas de algunos de esos colores, romper piñatas donde sale volando papel picado, etcétera.
Si buscan en Instagram #GenderReveal, verán que se trata de un hashtag con 2,1 millones de publicaciones. Todas tienen algo en común: la marca del rosa-celeste como una división dicotómica e indeleble del mundo. No hay otras opciones ni mediastintas ni intersticios para pensar otros paisajes posibles. No. Estas reuniones son festejos que le rinden culto a los estereotipos de género binarios. Y todo está hecho de la forma más instagrameable posible, claro. Con inmensas tortas bicolores que se preguntan: ¿Niña o niño?; ¿Tutús o botines?; ¿Glitter o baseball?; ¿Muñecas o rifles? En otras palabras: esa micropartícula de confeti rosa o celeste volando en el aire tiene el poder de una sentencia de por vida, que determinará cómo ese bebé será tratado, cuál será su mundo de preferencias y cómo se espera que sea su performance en este universo. Es decir: dan por sentado que lx pibx no cuestionará esa categoría estanca en la que fue inscripta. Desobedecer esta expectativa implica, claro, transgredir una estructura, con todo lo que eso conlleva.
En definitiva, estas fiestas no solo reflejan una matriz de pensamiento dominante que establece la importancia fundamental de que los bebés participen de las corporaciones “nene” o “nena”, sino que también da cuenta de qué otros lenguajes habla la mirada conservadora reactiva que opera contra los avances del colectivo LGBTIQ+. (Aunque las mamis y papis no sean conscientes, necesariamente, de esto). Porque mientras estos eventos tienen cada vez más adeptos y representan una industria creciente, el establishment político más reaccionario milita activamente contra el bienestar de las infancias trans en los colegios, por ejemplo. Es decir, que estos eventos son mucho más que fiestas pretenciosas: son una demostración de poder económico por parte de las familias y también un posicionamiento político.
Sin embargo, a pesar de que estas reuniones están en alza, lo cierto es que varios estudios determinan que les más jóvenes están cada vez menos conformes con el género que les asignaron al nacer y son cada vez menos heterosexuales. Para el Pew Research Center, por ejemplo, “esa diversidad -que hay en los centenialls— parece manifestarse como una sensación de fluidez que se filtra en todas sus identificaciones. Más encuestados de la Generación Z que de cualquier otra, informaron identificarse como no heterosexuales, ni cis-género, ni rígidamente masculinos o femeninos. La mayoría dijo que entiende por qué las etiquetas son útiles, pero aún así las encuentra demasiado limitadas”. Es decir que es posible que la irreverencia de les más chicxs lleve a la extinción a esta costumbre (si no nos extinguimos todxs antes) y, si me permiten hacer futurología, más bebés pasen a tener nombres sin género: habrá un boom Noahs, Renés o Alex, o directamente habrá nomenclatura para androides.
¿Y dónde está el feminismo para salvarnos de los gender reveal parties? A pesar de que los feminismos instauraron nuevas miradas sobre el mundo, agendas propias y dinamizaron cambios sociales que se vieron traducidos en políticas públicas, es cierto que hay un feminismo mainstream que no le resulta conveniente poner en discusión las estructuras binarias genéricas o no le interesa, y su principal foco es luchar por las causas “de las mujeres”. Solo para dar un ejemplo, si ponemos la lupa sobre el mundo de la moda, donde las campañas “feministas” buscaron poner a circular cuerpos más andróginos -de modelxs flacxs, tampoco hay que pedir tanto-, el interés principal pasa por vender un “empoderamiento femenino” y no tanto por habilitar otras formas válidas de acuerparse, por fuera de imaginarios binarios. La última campaña de L’Oreal, por ejemplo, anunciada con bombos y platillos, se llamó “femenina y feminista”. Es decir: el feminismo opera como un valor agregado, pero la ansiedad social que produce pensar en una mujer feminista y masculina es inimaginable. Entre esta noción que aboga por seguir sostiendo un status quo y el gender reveal party, hay un posteo de distancia. Y también nos lleva a pensar en la potencia disruptiva de los cuerpos transgresores, frente a este paisaje que refuerza lógicas conservadoras.
Mientras caminaba por el barrio buscándole un buzo a la perra, pensaba en cómo la industria de la muerte todavía no encontró en el dogma binario heterocis patriarcal un nicho interesante. ¿Tanto insistieron durante toda la vida con que azul o rosa, que cuando unx muere tiene que conformarse con una lápida gris? ¿Con una urna funeraria dorada y simplona? Si toda la existencia humana estuvo atravesada por este paradigma binario, ¿cómo nos van a dejar desprovistos de rosas o azules en un momento tan trascendental? ¿Tanta doctrina para terminar todxs igualados con una losa idéntica? Me imagino lo liberador que debe ser para muchos al fin terminar su vida con un color neutro, ¡al fin un color al que no hay que rendirle cuentas!