En Richmond, California, existe desde hace poco más de dos décadas el parque histórico “Rosita la remachadora”, creado en homenaje a los esfuerzos de civiles durante la Segunda Guerra Mundial. El nombre, como es sabido, refiere a las miles y miles de mujeres que fueron convocadas para trabajar en fábricas en pos de suplir la ausencia de los varones en combate. Un capítulo importante de la historia, reconoce Betty Reid Soskin, legendaria guardaparque del lugar, aunque -a su decir- “no se ajuste a la realidad que vivió la comunidad afro”. “Muchas de nosotras ya laburábamos fuera de nuestras casas para compensar los magros sueldos de nuestros padres, hermanos, esposos racializados”, destaca en una de las tantas charlas que ofrece cada semana desde hace más de una década, donde comparte en primera persona momentos clave de los últimos 100 años del país del norte, respecto a la segregación, a la lucha por los derechos civiles, también -por qué no- a la música góspel…
“Betty es una mezcla de Angela Davis, Bette Davis y Yoda”, coindicen allegados sobre la inspiradora, elocuente señora de 100 años: la persona de mayor edad en actividad dentro del Servicio de Parques de Estados Unidos; donde menos de un 7 por ciento, dicho sea de paso, es afroestadounidense.
Nació en Detroit en 1921, “cuando -en sus palabras- los linchamientos eran una epidemia nacional; cuando el blackface, esa práctica racista de pintarse el rostro de negro para representar personajes estereotipados, era un entretenimiento muy popular; cuando las mujeres blancas acababan de ganar el derecho al voto, pero la mayoría de la comunidad afro del sur profundo ni siquiera podía acercarse a las urnas”. Betty pasó su infancia en New Orleans, hasta que la Gran inundación del Mississippi obligó a su familia a mudarse. Se instalaron en Oakland, California, donde su padre se ganaba el pan cargando el equipaje de pasajeros en trenes…
Nomás empezar la Segunda Guerra Mundial, ella consiguió que la ficharan en una oficina de las Fuerzas Aéreas, pero al notar que la daban por mujer blanca, dejó clara su ascendencia… y la rajaron del puesto. “Les dije que se metieran el trabajo donde el sol no les daba”, escribiría en Sign My Name to Freedom, su libro de memorias de 2018, actualmente en proceso de convertirse en biopic. Por esos días, su primer esposo, Mel, que había sido atleta universitario, se enlistó en la Marina pero lo relegaron a los fogones: “Él quería luchar por su país, pero descubrió que solo podía cocinar para la nación”.
Durante sus tours, Betty suele compartir otro recuerdo terriblemente vívido: el desastre del puerto de Chicago una noche de 1944, a pocos kilómetros del actual parque. Cargando municiones en barcos, una detonación devino en la muerte de cientos de obreros, “la mayoría afroestadounidenses, que solían ser destinados a los oficios más peligrosos”. Para más inri, “fueron enterrados en un cementerio segregado. Cómo pudieron diferenciar los restos escapa a mi entendimiento”.
Después de la guerra, Betty abrió una tienda de música “con discos de músicos negros, para público negro”, pero al florecer el negocio y mudar los petates a un barrio más próspero -“y más blanco”- los aprietes no tardaron en llegar. En ese clima opresivo, y mientras su matrimonio se iba a pique, aprendió en forma autodidacta a tocar la guitarra. Compuso canciones como Little Black Boy, de letra aguda, donde se hacía eco del racismo imperante, interpretada “con voz dulce, susurrante”, según cuentan quienes han tenido la rara chance de oírla. También Ebony, the Night, “una meditación jazzística en clave Black-Is-Beautiful”, señala el New York Times sobre un track que le valdría comparaciones con Billie Holiday.
Si bien le llegaron varias ofertas para dedicarse profesionalmente a la música, las rechazó. Guardó las grabaciones en una caja y se volcó al activismo, que mechaba con sus labores de ama de casa. Militó por los derechos civiles, contra la Guerra de Vietnam, juntó fondos para los Panteras Negras, trabajó activamente en campañas de distintos políticos demócratas… Se divorció y volvió a contraer nupcias en los 70s con una eminencia en psicología, Bill Soskin, reputado profesor de Berkeley, sin abandonar nunca sus muchas causas (incluidas viviendas accesibles y oportunidades laborales equitativas en su ciudad).
Y así fue cómo, en el año 2000, en calidad de colaboradora de la legisladora Dion Aroner, una jovial Betty Reid Soskin -de casi 80 pirulos- acabó en la reunión de planificación del inminente parque “Rosita la remachadora”. Era una única mujer afro en el encuentro. Notando que se proponía dar una versión “lavada” de los hechos, alzó la voz. Dijo que había que recordar a los braceros negros y a los jornaleros mexicanos que pusieron el hombro aún cuando eran brutalmente discriminados; también a las 120 mil personas de ascendencia japonesa que fueron encerradas en “campos de internamiento” tras el bombardeo de Pearl Harbor.
No solo ganó la pulseada: ganó el título de guardaparque, un puesto que la llena de satisfacción porque le permite ser brutalmente honesta y, asimismo, ferozmente optimista. “Aún cuando la Historia oficial ha sido escrita por gente que cometió grandes errores, muchas son las personas que siguen intentando que el bien prevalezca por encima de todo. Si no fuera así, yo sería esclava como lo fue mi bisabuela”, destaca la incólume dama. Por su trabajo de guardaparque, hace unos años Barack Obama la invitó a la Casa Blanca y le obsequió una moneda conmemorativa, que ella guarda con mimo. Hoy día, además de ser entrevistada a troche y moche, una escuela pronto llevará su nombre.
“¿Qué se siente cumplir 100 años?”, quiso saber
un periodista. “Lo mismo que cumplir 99”, la rápida respuesta de Soskin, que
disfruta plenamente del presente, sin pensar en el mañana y, menos que menos,
en jubilarse.