La revolución verde se inició en los sesenta a partir del trabajo de un grupo de ingenieros y técnicos estadounidenses. Basó su filosofía en la idea de que el ambiente debía adaptarse al cultivo y no a la inversa. Impulsó la utilización de fertilizantes industriales, cultivos de alto rendimiento, homogeneización genética y adopción de maquinaria para labores de cultivo y cosecha. Ese fue el puntapié para una serie de transformaciones técnico-productivo agrícolas que determinaron la fisonomía de gran parte de la agricultura contemporánea.
Tanto a nivel global como en nuestro país el impacto de esta forma de producir fue altísimo: desde 1960 hasta la fecha la producción de granos se multiplicó varias veces, lo cual no sucedió con la tierra productiva. El rendimiento creciente del trabajo agrícola tuvo mucho que ver con el uso de fertilizantes industriales, agroquímicos y maquinaria. Los cuestionamientos por las consecuencias ambientales no son nuevos, sino que se originaron al mismo tiempo en que comienzan a adoptarse estas prácticas.
El triunfo de la nueva técnica fue enorme. De hecho, en Argentina hasta hace muy poco parecía difícil poder producir determinados cultivos sobre otra base: la agricultura basada en agroquímicos, siembra directa y biotecnología dominó sin disputa en los últimos veinte años. Sin embargo, la siembra directa genera problemas para controlar las malezas. Es la razón principal por la cual el modelo productivo centrado en agroquímicos está en crisis.
Por otro lado, el capítulo biotecnológico de la revolución verde no tiene tanto para defenderse en un mundo donde la conciencia de los consumidores crece día a día y la problemática ambiental ya no puede ser eludida. Y no puede defenderse porque no ha logrado sostener el impactante ritmo de crecimiento de la productividad del trabajo agrícola que inicio con la revolución de los años sesenta.
El producto bruto agrario per cápita, la medición más adecuada para evaluar la productividad del trabajo agrícola, se ha estancado en los últimos años a nivel mundial. El lema de “nuestro objetivo es alimentar a toda la humanidad para 2050”, parece cada día más lejano, mientras que los cuestionamientos están menos asociados a una minoría ambientalista politizada y a científicos rebeldes.
Cambios
Cada vez más productores agropecuarios nacionales están implementando técnicas de "transición a la agroecología". Los técnicos especializados de INTA no dan abasto con las consultas diarias, cada día surge una nota nueva sobre producciones que se vierten a la agroecología y los defensores de este paradigma productivo cuentan con cierto apoyo gubernamental. Todavía la mayor parte de la producción de granos en nuestro país se hace bajo el paradigma químico, pero hay un cambio en curso y es significativo.
¿Cuál es el motor de este cambio? Desde la perspectiva del productor agropecuario de granos con destino industrial, los cuestionamientos sociales no parecen ser la principal motivación, ya que la enorme masa de la producción argentina va a Asia con destino a alimento animal o como aceite. Es distinto en el caso de los habitantes de ciudades, pueblos rurales y zonas periurbanas, donde la aplicación de agroquímicos fue puesta en discusión.
Pareciera haber más conciencia que interés en ordenar qué, dónde y cómo aplicar agroquímicos de una forma que ordene lo que hoy está desregulado en la práctica. Tampoco hay una presión grande de parte de los compradores de producto, con excepción de lo que sucede con el trigo HB4 por parte de los brasileros, y tampoco está clara la preocupación sanitaria del gobierno.
Es decir, no pareciera ser ni la presión compradora ni la presión social la que hoy está impulsando un cambio. Aunque estos elementos son parte del escenario, hay también un problema grave al interior de la producción.
Producir soja, maíz y trigo actualmente es mucho más caro que hace diez años atrás. La resistencia entre las malezas ha generado una virtual selección artificial involuntaria que está fuera de control. Durante años fue posible evitar el problema de las malezas incorporando eventos biotecnológicos que hicieron a los cultivos resistentes a las aplicaciones. Pero esto fue generando una olla a presión.
Agroquímicos
En Argentina, la primera resistencia a glifosato fue denunciada ya en 1996. Actualmente el registro más amplio, a cargo de AAPRESID, contabiliza 27 malezas, 21 resistentes y 6 tolerantes, en 200 partidos y departamentos, cubriendo casi 29 millones de hectáreas, con tolerancias y resistencias a glifosato, graminicidas ACCasa y hormonales. Las plantas han desarrollado distintos tipos de resistencias y tolerancias a toda una pala de agroquímicos. Las herramientas químicas, por su parte, no son inagotables.
Sintomático de esto es que durante la última década el área en producción se mantuvo relativamente estable y la producción total de granos creció poco, pero el mercado local de agroquímicos se duplicó, llegando aproximadamente a 2,8 mil millones de dólares. Las importaciones de agroquímicos llegaron a 1,4 mil millones de dólares en 2017. El crecimiento es especialmente pronunciado entre los no-glifosatos, que subieron a lo largo de la década, llegando a ser el 66 por ciento del valor importado. Lógicamente, el balance comercial de agroquímicos es crecientemente deficitario.
En la Argentina, alrededor del 60 por ciento de las aplicaciones químicas son de herbicidas. Cada aplicación extra genera un costo de diagnóstico y ejecución que agranda los gastos que un capital agrario debe afrontar para producir bajo el paradigma mayoritario. El capital necesario para producir una hectárea en la zona núcleo con un esquema hipersimplificado de cultivos se ha más que triplicado en veinte años.
Desruralización
En paralelo, se simplificó la estructura productiva: en los últimos 16 años, solo en Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba hay casi 30 mil unidades productivas menos. Esto implica eliminación de trama social y desruralización de los pueblos.
En definitiva, la necesidad de cambio comienza a emerger desde el interior del sector productivo como resultado de los problemas económicos. Combinado con la creciente presión social, las alternativas productivas despiertan un interés creciente entre las mismas empresas agrícolas que años atrás estaban embanderadas bajo el paradigma químico.
El paradigma está en crisis. La discusión radica en si puede darse una salida a la situación actual bajo la filosofía de la revolución verde o si es necesaria incorporar una cosmovisión alternativa centrada en la recirculación y una mayor independencia de los insumos industriales.
El costo social, económico y ambiental de seguir el camino actual es altísimo y no es para nada claro que existan incorporaciones tecnológicas que puedan revertir la tendencia de los últimos veinte años. Monitoreo, rotaciones, cultivos de servicio, aplicaciones selectivas, nuevos eventos biotecnológicos o como en el pasado, arado y esquemas mixtos de producción, recirculación, rotaciones complejas de mediano y largo plazo, son parte de la discusión.
Agroecología
La producción biológica, un mercado de alimentos premium que crece en todo el planeta pero del que Argentina participa muy poco, y la agroecología son parte de esta desordenada disputa. Viendo las experiencias realmente existentes de empresas agrarias que intentan abandonar la producción hiperquimicalizada, ciertamente algunas herramientas son comunes a todas las cosmovisiones y formas de producir.
La situación de agotamiento del paradigma químico vuelve aún más relevante la disputa por el excedente agrario. El mercado argentino de granos se encuentra poco regulado y la desregulación le ha hecho gran daño a un número considerable de empresas agrarias. El hecho de que el Estado intervenga meramente a través del cobro de impuestos, de los cuales el principal es un derecho de exportación, da cuenta de ese escaso nivel de regulación y de la debilidad de la intervención estatal. Al desarmarse en los años noventa la estructura gubernamental que le daba algo más de injerencia al Estado en el comercio local e internacional de granos, se perdió capacidad de orientar el mercado.
En muchos países del mundo, la política agraria es resultado de una cristalización institucional de intereses sectoriales sujeta a discusiones periódicas, como sucede con la Farm Bill estadounidense o la PAC europea. En la Argentina de hoy no existe nada parecido a ello. Sin embargo, la necesidad de un cambio productivo hace que el papel del Estado pueda ser más interesante que la sórdida discusión fiscal y la crisis del paradigma químico abre muchas posibilidades.
El Estado podría colaborar con la transición, abrir mercados para nuevos productos alimentarios orgánicos, mejorar el comercio local de estos productos e instalarse como un competidor internacional frente a ola verde del mundo. Puede mejorar la situación de los trabajadores agrarios y elaborar un registro económico-estadístico de la actividad acorde a la relevancia económica y social que tiene en nuestro país.
* Doctor en Desarrollo Económico (UNQ). Becario postdoctoral en CONICET. @rolangb