Era el verano de 1998 en Buenos Aires. El final del menemismo latía en una ciudad que exhibía sin ambages su crisis y mi economía endeble no me había permitido ni siquiera ir a Necochea a pasar unos días en la casa familiar. Sólo unos meses antes –en julio del 97– me había mudado de La Plata al barrio de Almagro. Y en ese enero pesado y húmedo, arrastraba una melancolía que encontró en el cine su vía de escape, con una llantina periódica en la sala a oscuras que me reconfortaba y me instaba a seguir asistiendo al que fue, sin dudas, mi refugio.
Era el verano de 1998, y la sala Lugones del Teatro San Martín había programado el que fue, sin dudas, el mejor ciclo al que asistí con una frecuencia casi diaria: Vacaciones en Francia. Nunca un mejor título para quienes no habíamos podido movernos de la ciudad y en el fresco amable de esa sala vi por primera vez algunas películas inolvidables y volví a ver en pantalla grande algunas que habían llegado en VHS o en algún otro ciclo platense. Mis “vacaciones en Francia” me llevaron por todos y cada uno de los directores-emblema del cine francés: Bresson, Resnais, Rohmer, Truffaut, Tati, Godard. Y algunas piezas inéditas en ese entonces para el público que se empezaba a reconocer en la vereda del Teatro, o en el ascensor que subía velozmente hasta el décimo piso, o en las escaleras que se poblaban en el descenso al terminar la función: entre esas, las películas escritas y dirigidas por Marguerite Duras.
Podría evocar muchos momentos, encuentros con amigas y conocidos, porque algo inaugural en la vida porteña tuvo para mí esa asistencia constante. Pero es la noche en que se proyectó Aurelia Steiner la que quedará guardada en mi corazón.
Lector de Duras desde los 20 años, aún me apenaba su muerte acaecida en 1996. Por las librerías de viejos de la calle Corrientes se podían conseguir a precio módico algunas de sus novelas, o las notas y entrevistas del Cahiers du cinema y alguna curiosidad como eran sus guiones. También, podía encontrarse la traducción de Juana Bignozzi de Destruir, dice. La película El amante la había popularizado. Y Escribir era mi amuleto hacía tiempo. Pero sus películas eran una rareza que el sopor veraniego traía a estas costas.
Ya había pasado en aquellas vacaciones Hiroshima mon amour de Alain Resnais y era para mí el único eco de Duras que tanto me seducía en la prosa el que había reconocido en esa voz en off que todos repetíamos como mantra (Hi-ro-shi-má con marcado acento francés) años antes.
Aurelia Steiner fue para mí una revelación. Con la morosidad o el ritmo entrecortado que tanto me gusta en sus novelas. Con algo que siempre parece necesario o imperioso decir en off. El cine de Duras me había encantado aún en lo que irremediablemente no se puede explicar ni siquiera reproducir en argumento. Quizás en el embelesado fanático que era su película venía a traerme algo nuevo, o mejor, me obsequiaba un plus de sentidos que en sus novelas se fugaba y era ahí (sobre todo en sus libros de mediados de los 60 hasta el final) donde resultaba la maravilla de su obra toda.
Pero no me resulta fácil contarle el argumento de una película de este tenor a nadie. Puede que no resulte interesante contar la anécdota –siempre nimia, siempre innecesaria– de la que parte. Y además, en esta película tan breve, con algo de documental en ese interminable viaje por el Sena, sólo parece importar lo que la voz en off (que en su transcurso yo estaba convencido que era Marguerite que hablaba) dice y nos dice. Una carta, un destinatario anónimo: “Te escribo todo el tiempo, siempre así, ya ves. Nada más que eso. Nada.” ¿Será a Yann Andrea a quien va dirigida esta carta, y otras miles que serán escritas por Duras?
Una sensación tan particular vuelve para mí en el recuerdo: una voz que se guarda por un tiempo en la memoria o que va a dar a una nota, un apunte en la libreta o el inicio de un poema. El efecto que provocó en mí decantaría en algunos poemas que le dediqué a Margarita unos años después.
La noche en que se proyectó Aurelia Steiner también tiene una importancia cabal en mi vida. Bajando aquellos diez pisos iba unos escalones abajo alguien a quien había escuchado unos meses antes en un ciclo de poesía en el Centro Cultural Rojas. Por pudor y con el cuidado de no abordarla en las escaleras, esperé a llegar a la vereda y un amigo nos presentó: era la poeta Andi Nachon, quien también asistía con frecuencia al ciclo y con quien compartíamos esas vacaciones en Francia. Será Marguerite Duras uno de nuestros primeros temas de conversación. Y unos días después, luego de una proyección que no puedo recordar, nos encontramos en el café de la librería Losada, y ella traía para mostrarme Esto es todo/ Cést tout, el que sería el último, ultimísimo libro de Marguerite Duras, escrito con su aliento final. Un tiempo después, unos meses después, Andi me daría a leer un poema hermoso: "M. D." (que luego publicaría en su libro Taiga, en 2000).
Bien podría decir que Aurelia Steiner selló mi amistad con Andi Nachon, y asumimos desde ese verano porteño afrancesado, que Margarita era nuestra tía con la que de vez en cuando nos juntamos a tomar el té.
Juan Fernando García (Necochea, 1969. Vive en Buenos Aires) Editó los libros de poesía La arenita (2000); Todo (2004); Ramos generales (2006); Morón (2014); Sobre el Carapachay (2017), Temporales (2018), Abril (plaqueta, 2020), Frente al bosque de pinos (2021). También, compiló Zoológico, diez poemas de poetas argentinos, con ilustraciones de Francisca Yáñez. Integra, entre otras, las antologías: La Niña Bonita. 15 poetas de Argentina (2000), Voces de Argentina/ Voix d’ Argentine (2009), Hay que ocupar la vida en otra cosa (2020). Editor del proyecto Muchos Libros Felices junto a Fabián Muggeri. Docente del Taller de Poesía I, Cátedra Genovese – Lic. en Artes de la Escritura, UNA (Universidad Nacional de las Artes). Desde 1995 dicta talleres de lectura y escritura en ámbitos oficiales y privados. Colaboraciones sobre literatura y arte aparecen periódicamente en medios nacionales.