Tanto en sus orígenes combativos en el mundo anglosajón como en sus sucesivas desviaciones sudacas y latinoamericanas, los estudios queer han definido como campo de acción todo aquello que resiste a la norma, se escapa de la norma, juguetea con la norma y subvierte la norma. Se sabe: la revuelta queer, en alianza y colaboración, no exenta de conflictos, con otras insurrecciones, alentó a fines del siglo XX el cuestionamiento del canon literario y artístico, la revisión de los parámetros hegemónicos de belleza, el examen de los criterios que definen lo saludable y la celebración de la diversidad y la disidencia corporal. Una transvaloración de proporciones épicas que obedeciendo urgencias políticas y afinidades estéticas privilegió ciertos objetos de estudio, temas y preguntas.
Así las cosas, cuando la lectora avispada se topa con un libro que propone una inspección queer de una familia argentina no puede evitar imaginarse una investigación enfocada en una familia atípica, reinventada, deconstruida, etc., abocada a construir estructuras no elementales del parentesco, del tipo que cultivan las houses de drags de los Estados Unidos o las comunidades travas y trans en América Latina. Intimidades argentinas, el volumen en cuestión, va en la dirección contraria: la familia que estudia es una de las familias arquetípicas de la oligarquía blanca argentina, la familia Bunge, con credenciales queer nada evidentes. Conversamos con su autor, el investigador y activista Joseph Pierce, que en breve estará dando un seminario de doctorado en UNTREF, sobre este proyecto singular que se propone revelar la inestabilidad que vibra en el corazón mismo de la norma.
“Siempre sospeché de la familia y de lo que promete. La estabilidad, el amor, la herencia. Son esas promesas las que me impulsaron a indagar en cómo la familia se erige sobre una base que no es tan sólida como muchos estudios presumen. La familia es una estructura tautológica: es lo que es. Y es lo que siempre fue. El binarismo de género, la heteronormatividad y la supremacía blanca se apoyan en las características supuestamente inherentes de la familia, mientras que la familia depende de la misma naturalidad, supuestamente incuestionable, del binarismo de género, la heteronormatividad y la supremacía blanca. Si no nos preguntamos por la historia y la función de la normatividad familiar, no sabemos en qué consiste esa normatividad. En breve: me propuse estudiar cómo los miembros de la élite que se identifican con la norma proponen mantenerla intacta, invisible, incuestionable. ¿Cuáles son sus estrategias? Lo que comencé a ver después de trabajar un tiempo con este archivo es que los sujetos normativos ideales siempre manifiestan alguna duda sobre la arquitectura normativa, un deseo de fuga de sí mismos y de la familia. Me di cuenta de que había que pensar la normatividad no como un don sino como una pregunta, un interrogante. Diría que el propósito del libro es describir cómo la normatividad llegó a ser tal. Eso, a su vez, nos permite restarle poder”.
En este sentido, decís al comienzo del libro que "la familia es queer". ¿Qué significa para vos esa afirmación en apariencia paradójica?
-En el libro demuestro que la familia es un escenario de deseos conflictuados. Se construye en base a la represión de las desviaciones de la norma pero estas desviaciones son móviles, emergentes. Por eso también la familia es violenta, muy violenta para muchos de nosotrxs. El interés por resguardar la familia, tanto en el fin de siglo XIX como hoy día, depende de un proceso de identificación de las disidencias, para luego nombrarlas como peligrosas (un proceso taxonómico) e intentar marginalizarlas o borrarlas de la sociedad. Pero entonces, si la familia depende de la energía de lo disidente y la utiliza para crear la imagen de su propia normatividad, de manera constitutiva la familia es queer porque siempre habrá una vacilación, un ruido, que emerge desde dentro de su centro mismo. Eso es lo queer. En otras palabras, la familia depende de la fuerza de lo queer para luego reprimirlo y así constituirse como normativa. Eso está claro desde el psicoanálisis: los tabúes marcan instancias de deseo que hay que superar o reprimir para constituirse como un sujeto “normal”. Estoy de acuerdo con Susy Shock cuando reclama “que otros sean lo normal”. Precisamente. Pero para eso hay que saber a qué nos referimos cuando hablamos de lo normal.
En tu libro explicás cómo llegaste a entrar en contacto con la familia Bunge y su archivo. Para quienes no lo leyeron, no resulta evidente por qué esta familia es la elegida para tu estudio. ¿Podrías contarnos por qué elegiste concentrarte en esta familia en particular? ¿Y, de paso, qué efectos tiene en tu argumento el hecho de que se trate de una familia de la oligarquía?
-La primera idea que tenía para este proyecto era hacer un estudio sobre familias artísticas: Jorge Luis y Norah Borges, Victoria y Silvina Ocampo, Eduarda y Lucio Mansilla. Me interesaba cómo la relación entre hermanos se manifestaba en el arte y en la escritura. En eso, buscando hermanos que compartían una práctica artística, me encontré con la familia Bunge. Leyéndolos descubrí que su archivo era tan voluminoso, tan contradictorio y tan diverso, que decidí enfocarme solamente en ellos. No solo por el hecho de ser una familia de escritores, sino también porque ejemplifican el periodo conflictuado finisecular desde la precariedad del modelo familiar de la misma oligarquía. Son miembros de la oligarquía, pero viven su esplendor y su decadencia. ¿Qué hacen para resguardar su lugar en la sociedad? ¿Cuáles son sus estrategias para mantenerse en el poder? Esa última pregunta, en realidad, motiva todo el libro. Porque las crisis que estamos viviendo ahora (de política, de “estructura familiar”) no son nuevas. Recurren a lo largo de la historia—la familia siempre está en crisis. Y esta familia en particular, los Bunge, dejaron un archivo que permite yuxtaponer su escritura pública (lo que pronosticaron para el pueblo argentino) con su escritura privada (en los diarios, memorias y el álbum familiar) que en muchos casos contradice su postura pública. Trataron de abogar a favor de la sobrevivencia de la élite (por ejemplo, el libro de Alejandro Bunge, Una nueva Argentina), pero a la vez, en su escritura íntima buscaban alternativas a ese mismo modelo. Delfina no se quería casar. Quería ser escritora. Carlos Octavio nunca se casó. Ahora algunos dicen que Carlos Octavio era homosexual, pero no me parece productivo incurrir en un anacronismo histórico. Sí que era queer, causaba escándalo, era excesivo, no se contentaba con la normatividad. Como él, en muchos momentos los hermanos Bunge no cumplen, o no quieren cumplir, con el mandato del mantenimiento de la oligarquía a pesar de siempre pertenecer a ella.
Tu trabajo se inscribe en los estudios queer pero también en la tradición de los estudios latinoamericanos en los Estados Unidos y de la historia, la antropología y la crítica literaria tal como se trabaja en América Latina. ¿De qué manera te parece que enriquece la perspectiva queer todo lo trabajado en esas perspectivas sobre y desde América Latina?
-Creo que los estudios cuir/queer latinoamericanos pueden demostrar cómo la tendencia de los estudios queer del norte a universalizar sus conclusiones es un paso en falso. En el Epílogo, trato de rastrear algunos de los debates sobre el poder, los cuerpos, los afectos y el deseo, pero también pensar la institucionalización de lo queer como campo consolidado. En cambio, los estudios cuir/queer latinoamericanos tendrían que basarse en las propias epistemologías a la vez que cuestionar la circulación de “teoría” que típicamente viene de norte a sur. El Sur no puede ser simplemente un objeto de estudio, sino agente de su propia teoría, su propia forma de teorizar. Habría que leer, por ejemplo, a Marlene Wayar o a Claudia Rodríguez (poeta travesti chilena), para pensar la epistemología travesti, pero leerlas en los Estados Unidos. Habría que leer a Diego Falconí, crítico ecuatoriano, sobre el modo andino de pensar los cuerpos disidentes, o a Néstor Perlongher (que por fin salió en traducción al inglés), o a Pedro Lemebel pero, de nuevo, en los Estados Unidos. Estos procesos requieren recursos, traducciones, una forma no-jerárquica de circulación de conocimiento y de cuerpos activistas y académicos. Y eso, para mí, es la promesa de los estudios cuir/queer latinoamericanos. Pone de relieve el hecho de que “los estudios queer” que vienen de Estados Unidos no es la teoría sino una teoría, una aproximación, más bien regional a los cuerpos y los afectos que surge con su propio contexto e historia crítica. La promesa que veo es la de una praxis que involucra procesos de territorialización indígena y afrodiaspórica, procesos de formación subjetiva que vibran, que resuenan, con los impulsos decoloniales. Hay que decolonizar los estudios queer y eso es lo que pueden generar los modos de pensar latinoamericanos.
POR UNA POLITICA DECOLONIAL
Al comienzo del libro referís a tu inscripción personal como investigador que desde Estados Unidos estudia América Latina pero también a tu pertenencia a la comunidad Cherokee. ¿Cómo se cruzan y colaboran estas dos dimensiones de tu práctica académica y activista?
-Es fundamental para mí situarme dentro de mi propia historia, es decir, aterrizarme. Soy ciudadano de la nación Cherokee y eso es político, llamarlo como tal, pensarlo como tal, actuar en base a mis relaciones con la comunidad y con el ejercicio de la soberanía indígena. Ahora bien, también vivo en lo que hoy se conoce como Estados Unidos y estudio lo que hoy se conoce como América Latina. De alguna manera, creo, mi pertenencia a la nación Cherokee, como sujeto indígena, me permite pensar las relaciones de poder como parte de un proceso colonial en curso—la colonialidad según Mignolo—y eso es porque que desde mi propio cuerpo y desde mi familia, he experimentado las dislocaciones que también han afectado a muchas comunidades en América Latina, pero, claro, con sus matices, sus diferencias. He escrito en distintos lugares sobre el proceso de reconocerme como sujeto indígena. No carece de complejidades. Sin embargo, el trabajo crítico para mí tiene que ver con reconocer y ejercer la autonomía, la soberanía, con mi cuerpo y con mi escritura para que tenga relevancia entre las comunidades con las que me asocio y me siento acoplado o en co-resistencia. Mi siguiente proyecto tiene que ver precisamente con eso, con tejer redes de co-resistencia entre sujetos indígenas y disidentes, pero desde la perspectiva de la América hemisférica. En cierto sentido sirvo de puente en esos diálogos. Trato de activar modos de pensar la territorialidad, la corporalidad, la espiritualidad, el deseo, que vienen desde las distintas comunidades, con sus respectivas cosmovisiones y epistemologías, que nos pueden brindar herramientas (a veces) para poder vivir de manera menos violenta, menos colonial, menos patriarcal, menos racista, etc. Tanto en Ecuador como en Chile, Colombia y Bolivia, las comunidades indígenas son actores políticos fuertes, pero con muchos matices y disensos, y la izquierda latinoamericana, incluyendo la izquierda feminista, no tiene que tener las respuestas sobre “qué hacer” porque los procesos colectivos y de base no pasan por un feminismo más bien blanco o mestizo, sino por otros sistemas de conocimiento y de relación con el estado y con la política. En estos casos, a veces es mejor decir “no sé” y tener la valentía de residir con la incomodidad de esa falta de conocimiento. Y decir “no sé” no implica no hacer nada, sino tener la capacidad escuchar y tomar lo que están diciendo y lo que han estado diciendo por siglos las mujeres y las feministas indígenas y seguir su ejemplo.
¿Qué podrías adelantarnos acerca del seminario que estarás brindando en el marco de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en los próximos días?
-Muchas de estos temas son parte de las cosas que intentaré poner en discusión en el seminario que voy a dictar en el área de género de UNTREF, haciendo foco en las políticas, las metodologías y las prácticas artísticas que han surgido en el contexto de Abiayala o “las Américas” en torno a lo queer, la racialización y lo decolonial. El título del seminario es “El cuerpo inexorable”, justamente porque es la corporalidad inexorable y disidente (en tanto territorio, praxis o memoria) lo que estos debates han puesto en el centro.