Arrakis. Duna. El único planeta en el universo conocido donde puede hallarse la melange de especia, sustancia cuyo consumo permite no sólo alterar y ampliar la conciencia sino aumentar ostensiblemente las expectativas de vida e incluso, indirectamente, viajar con seguridad en el espacio interestelar. Duna, el planeta primitivo, duro y agresivo donde habitan los gusanos gigantes. Tierra dominada con mano dura durante siglos y siglos por extranjeros y cuyos habitantes originarios, la tribu fremen, espera la salvación por vía de un mesías, que finalmente llegará desde el lugar menos esperado, la familia de nobles conocida como la Casa Atreides. La publicación de la novela Duna en 1965, origen de una colección de libros escritos por el estadounidense Frank Herbert que incluye El mesías de Duna, Hijos de Duna y Dios Emperador de Duna, fue el puntapié inicial de un expansivo universo de ciencia ficción sólo equiparable en envergadura y ambiciones al de Fundación y sus descendientes. La influencia combinada de ambas obras puede sentirse en infinidad de relatos literarios y cinematográficos, entre otros el de la popular saga Star Wars. Curiosamente, la nueva adaptación al cine del texto seminal de Herbert coincide con el estreno en la plataforma Apple TV+ de la serie inspirada en la novela de Isaac Asimov. Tanto Duna como Fundación fueron consideradas durante décadas obras “infilmables”, aunque en el caso de la primera los tres intentos fallidos (en todas las acepciones posibles) que tuvieron lugar con anterioridad prologan el lanzamiento en salas de cine, el próximo jueves 21, del nuevo largometraje del canadiense Denis Villeneuve, que viene de recibir críticas muy diversas –desde la adoración absoluta hasta algo parecido al desprecio– luego de su estreno mundial en el Festival de Venecia. ¿Es la nueva Duna, protagonizada entre otros por Timothée Chalamet, Zendaya, Oscar Isaac y Rebeca Ferguson, dueña de algún secreto que las versiones audiovisuales previas no poseen? ¿Qué elementos de la vilipendiada adaptación de David Lynch de 1984 ya no están presentes en 2021? ¿Acaso algún condimento de la nunca filmada versión de Alejandro Jodorowsky sobrevive en las escenas manipuladas digitalmente de la creación de Villeneuve? ¿Y qué puede decirse de la miniserie producida en el año 2000 por el Sci Fi Channel que, con sus 265 minutos de duración, se proponía trasladar casi al pie de la letra las palabras del escritor? Duna podrá ser única, pero Dunas hay muchas.

Lo primero que puede y debe decirse de Duna 2021, cuyo guion fue elaborado por Jon Spaihts y el veterano de varias guerras Eric Roth (Forrest Gump, Munich), es que sus dos horas y casi cuarenta minutos de metraje operan alrededor de la mitad de las 400 páginas del libro en su versión original de tapa dura (cuyos ejemplares pueden adquirirse online a unos 15.000 dólares), dejando la transformación de Paul Atreides (Chalamet) en Muad'Di para una posible segunda parte. La filmación de esa “secuela” deberá esperar y es casi seguro que dependerá en gran medida del éxito comercial del film que llega en estos días a los cines. La apuesta del director de Sicario, La llegada y Blade Runner 2049 no es precisamente poco osada: conjugar el gran espectáculo visual con la necesidad de seducir a los fans del libro y, al mismo tiempo, contener la impaciencia del espectador adicto a la super acción. El texto de Herbert está lleno, repleto de diálogos cortesanos y reflexiones filosóficas y metafísicas, poco amables para la industria del entretenimiento a gran escala, pero también de ideas que resultan magníficas para su traspaso a la pantalla IMAX: las naves y navecillas, los trajes de unos y de otros, los enfrentamientos de los diversos ejércitos y guerrillas. Y los enormes gusanos, desde luego, que surgen con escaso aviso desde las profundidades de la arena y pueden llegar a medir más de cuatrocientos metros, según la descripción en el papel, bicharracos ideales para forzar el efecto inmersivo-atemorizante de la pantalla de cine. En una conferencia de prensa virtual realizada hace pocos días –un signo inequívoco de la era pandémica que, parece, llegó para quedarse–, Villeneuve, quien se obsesionó con la novela luego de leerla a los quince años, afirmó con vehemencia que la historia de Duna es tan exuberante y compleja que era necesario, obligatorio, dividirla en dos películas. “En el fondo, la historia puede describirse como una aventura épica, pero si el libro es tan rico es porque incluye muchos y muy diversos temas. Intentamos mantener esa riqueza, esa idea de que, como humanos, necesitamos ganarnos nuestro destino para poder cambiar el mundo. En algún punto, la película es un llamado a la acción para cambiar las cosas, especialmente dirigido a los jóvenes”. Más allá de las diversas capas de efectos de posproducción y del uso de las ubicuas pantallas azules o verdes, la película fue rodada en parte en el muy real desierto de Jordania. El realizador lo explica de la siguiente manera: “Tiburón no fue rodada en una pileta de natación, ¿no es cierto? Necesitábamos estar en ambientes reales, que la infinitud de esos paisajes impactara e inspirara a los actores. Y a mí mismo. Duna gira alrededor del concepto de un ecosistema, y una de las cosas que más amé al leerla por primera vez fue la exploración de la vida en esa suerte de biósfera descripta por Herbert. Es tan hermoso y poético. Creo que para llevar la historia a la pantalla era necesario estar lo más cerca posible de la naturaleza, para que el espectador sintiera el poder de los paisajes y la belleza de las criaturas. La película, a fin de cuentas, es sobre nosotros, y era mi deseo que la audiencia sintiera en su interior el mismo viaje que sentí al leer las páginas del libro”.

JUEGO DE TRONOS

En Jodorowsky's Dune (2013), el documental de Frank Pavich que describe el vertiginoso ascenso y terrible caída del primer proyecto para llevar a la pantalla la obra de Herbert, el realizador y “psicomago” de origen chileno cuenta a cámara como su encuentro con el productor francés Michel Seydoux a mediados de los años 70 dio origen a una de las películas más famosas de la historia jamás filmadas. “Ni siquiera había leído la novela”, afirma allí Jodorowsky. A pesar de ello, sin duda conocía por terceros el estatus del libro y los pliegues trascendentales de la historia de Paul Muad'Di. ¿Qué aspecto hubiera tenido esa primera Duna, gestada durante casi dos años y abortada ante la imposibilidad de honrar el presupuesto necesario para llegar al parto? Imposible saberlo con exactitud, pero a juzgar por los intereses temáticos y formales del director de El topo y La montaña sagrada –y del análisis del guion y storyboards que sí llegaron a tener existencia física– es indudable que hubiese optado por las tonalidades lisérgicas y un énfasis en las mutaciones espirituales del salvador de los fremen. Cuando los derechos de adaptación del texto fueron adquiridos por el poderoso productor italiano Dino de Laurentiis y familia, y el nombre del joven realizador David Lynch fue anunciado en el rol central, el proyecto volvió a cobrar vida desde las cenizas, renacido. Finalmente, nadie quedó conforme con Duna (1984): ni Lynch, que vio como el montaje final hacía trizas el ritmo narrativo, y que hasta el día de hoy no suele mencionar la película en entrevistas o comentarios al paso; ni los productores, que no lograron recuperar el costo de producción y anularon la posibilidad de continuar la historia en las secuelas planeadas; ni el público, tanto el general como el especializado, que le dio la espalda sin demasiados miramientos. Vista hoy en día, la versión Lynch resulta interesante por su apuesta radical a un tono de cuento de hadas oscuro cruzado con la autoconciencia de una ópera espacial alla Flash Gordon, sin duda muy diferentes en fondo y forma a lo que había ambicionado Jodorowsky. Y también a lo que ha creado Denis Villeneuve 27 años más tarde, más cerca del corazón de Lawrence de Arabia que de los viajes psicotrópicos o el kitsch galáctico.

El barón Vladimir Harkonnen, fiel adlátere del Emperador Padisha Shaddam IV y principal enemigo de la Casa Atreides, ya no es el obeso volador cercano al grotesco que el actor neoyorquino Kenneth McMillan encarnó en el film de Lynch. Bajo varias capas de maquillaje, el nuevo Vladimir creado por Stellan Skarsgard es presentado como si se tratara de un primo lejano del coronel Kurtz de Apocalipsis Now, fugaz masaje de la pelada incluido. Es una señal del tono más realista y algo grave que Villeneuve eligió para contar la historia. Más tarde habrá alguna referencia velada a la traición de Judas e incluso una reconstrucción indirecta de la famosa foto del Che Guevara luego de su asesinato, pero en gran medida la historia del duque Leto Atreides (Isaac), su esposa Jessica (Ferguson) y su hijo Paul, enviados por disposición imperial a ordenar el caos de Arrakis, sigue de cerca los mandamientos de Herbert escritos hace más de medio siglo. Allí está nuevamente la caja de dolor de la Madre Mohiam (esta vez manipulada por Charlotte Rampling), prueba que el joven Paul debe superar sin mover un pelo; las jeringas voladoras con veneno de acción instantánea que amenazan a los nuevos habitantes del planeta arenoso (desde luego, reversionadas con un update tecnológico); el primer encuentro con un gusano en pleno desierto y el rescate de los trabajadores de la melange, entre otros momentos iconográficos que no podían dejar de estar presentes, so pena de excomunión de los feligreses del escrito primordial. A propósito, una de las creaciones visuales más bellas de la nueva Duna –cortesía del equipo de efectos digitales– son los choppers que surcan los cielos de Arrakis, propulsados por hélices que no giran, agitándose como si fueran las delicadas alas de una libélula. Pequeño ejemplo creativo de una película que se propone como gran espectáculo audiovisual, un poco como el film de David Lean basado en la vida de T. E. Lawrence lo había hecho seis décadas atrás. Ese vínculo no es menor y tiene otra fuerte ligazón: las referencias al mundo árabe y al islamismo presentes en la novela, que incluso utiliza el término “jihad” para referirse a la rebelión de los fremen contra el orden establecido. Por supuesto, Herbert bebió de mil y un fuentes –las griegas, la romanas, las eslavas, incluso algunas precolombinas–, pero la influencia del estado de las cosas en Medio Oriente a mediados del siglo XX, en particular a partir de los conflictos generados por la extracción petrolífera y el imperialismo geográfico, dejaron una fuerte impronta en las páginas de Duna. En la nueva versión fílmica esos elementos han transmutado en una defensa del medio ambiente ante la prepotencia de la explotación de los recursos naturales. Los nombres permanecen, desde luego, como así también la vestimenta de los hombres y mujeres del desierto, de inspiración tradicionalmente árabe (al menos lo que Occidente considera tradicionalmente árabe), en particular la enraizada en la cultura beduina. Y, desde luego, los ojos azulados, vibrantes y luminosos, efecto de esa especial especia que sólo puede hallarse en la arena y el aire de Arrakis.

CAMBIO DE CLIMA

“Hay muchos cambios que estarán llegando al mundo durante las próximas décadas, con el climático como aspecto esencial. Necesitamos modificar nuestra forma de vida. Debemos cambiar la manera en la que nos relacionamos con la naturaleza y el mundo. Eso implica mucho coraje y ética, y creo que Duna es un llamado en ese sentido. Tiene raíces en todos esos tópicos, y es por eso por lo que Duna es ahora más relevante que nunca”. Las palabras de Denis Villeneuve no hacen más que confirmar aquello que está presente en su película: las ambiciones como relato épico que intenta ir más allá del escapismo, prejuicio que, incluso hoy en día, sigue rodeando a la ciencia ficción como género. “Para mí, los elementos de ciencia ficción y fantasía son un trasfondo serio de la historia. Pero me interesaba enfocarme en el viaje de los personajes, las cualidades épicas de la aventura, el viaje humano. Porque al final del día se trata de una gran historia humana. Los elementos tecnológicos están allí en el fondo”. Y aunque sea un poco más que humano (o esté destinado a ser más que un simple humano), Paul Atreides sabe de antemano que el viaje desde su planeta natal Caladan –rodeado de agua que rebota contra las piedras y cae desde el cielo– al seco e inhóspito Arrakis le depara novedades importantes en su vida. Paul se la pasa soñando y los sueños tienen la forma de la premonición, con esa joven de bella fisonomía extranjera que se le aparece una y otra vez cuando cae la noche. La presencia real, concreta, palpable de Chani (Zendaya), la joven fremen destinada a acompañar a Muad'Di, sólo ocurre hacia el final de Duna, pero sus apariciones en la ensoñación del protagonista son constantes y adelantan algunas de las decisiones que el futuro héroe deberá tomar meses e incluso años más tarde. Las primeras dos horas de metraje le escapan a la acción y promueven la comprensión de alianzas y traiciones, mientras el joven Atreides comienza a asimilar cabalmente el alcance de las acciones de propios y ajenos. Es sólo después del peligroso escape ante la amenaza enemiga que Villeneuve refuerza los elementos al uso del cine mainstream de gran presupuesto, con sus set-pieces llenos de persecuciones, luchas a sablazo limpio, tormentas de arena y caídas en picada como atractivos visuales y auditivos. Y es también entonces, y sólo entonces, cuando la práctica de “la voz”, particularísimo ejercicio vocal que permite manipular el libre albedrío ajeno, le abre a Paul otro portal desconocido. Una puerta nada pequeña abierta de par en par que, junto a las de la percepción recientemente alterada por la melange, comienzan a forjar su destino, de joven cortesano a rebelde y de allí al sitial de mesías de un posible nuevo mundo.

 

Frank Herbert comenzó a escribir Duna cuando su carrera como escritor parecía estancada, con más de cuarenta años cumplidos y el sostén económico de la familia a cargo de su esposa, inspirado en gran medida en el interés por la vida en los desiertos de los beduinos y otros grupos humanos, a lo largo y a lo ancho de las geografías y a través de las eras. No sabía en ese momento que su creación ganaría los dos premios más importantes de la literatura sci-fi, el premio Nebula y el premio Hugo. Mucho menos que el resultado de su imaginación sentaría nuevas bases para la ciencia ficción del futuro. De varios futuros. Uno de ellos, nuevamente, nuestro presente. En su reseña para Los Angeles Times, luego de admirar sin remilgos las muchas bondades de la nueva Duna como film de gran espectáculo que intenta ir más allá de la superficie, el crítico Justin Chang escribe que los talentos de Villeneuve, “parecen existir básicamente por y para sí mismos, sello distintivo de un cineasta que es más un especialista en logística que un pensador, un técnico más que un artista. Como experiencia visual y visceral, Duna es innegablemente conmovedora. Como espectáculo para las mentes y los corazones, nunca logra dejar atrás la Tierra”. 

Las palabras parecen conjurar una crítica lapidaria, pero en realidad no son otra cosa que un comentario final en un texto en gran medida laudatorio. La reacción tal vez tenga más que ver con las expectativas que con una mirada virgen ante los resultados. Y es lógico que así sea: al ver la Duna según Villeneuve se extrañan los excesos de Lynch, su carácter excéntrico, la falta de sentido del ridículo. Al mismo tiempo, las nuevas imágenes y sonidos basados en la obra de Herbert poseen una fiereza y belleza clásica que la producción de De Laurentiis jamás imaginó posible. Tal vez el comentario de Chang no sea otra cosa que un lamento por esa Duna que sólo es capaz de existir en la imaginación. Una Duna quimérica que muchos vienen imaginando desde hace décadas, pero que tal vez sólo sea posible rozar con la punta de los dedos. O soñarla.