A comienzos de 1983, creo, una noticia estremeció al mundo: una nueva enfermedad había comenzado a instalarse y se difundía con la presteza de una peste, como otras que habían afligido a la humanidad y de las que numerosos libros se escribieron y películas que se filmaron y cuadros que se pintaron a propósito y que ilustran sus espantosos alcances. Se llamó SIDA y lo que se empezó a ver como sus efectos era escabroso, un cáncer de nombre terrorífico, sarcoma de Kaposi, tuberculosis y otros flagelos que omito mencionar, no veo para qué lo haría, está fresco el recuerdo de lo que iba produciendo y sigue produciendo, parece que África es su lugar preferido, no tanto porque los africanos lo hayan elegido sino porque los medicamentos que abundan afortunadamente en Europa y otros continentes no llegan hasta esas remotas regiones.

Conocí a algunos afectados; todavía están en mi memoria sus tristes gestos de despedida, la vida se les iba yendo y las esperanzas en la medicina salvadora adelgazaban cada día, aunque poco a poco no sólo empezaron a encontrarse drogas al principio paliativas sino también hasta curativas, no sé si total o parcialmente curativas de modo que, como todo se termina por olvidar, al cabo de algunos años pareciera que dejó de ser tema, ya casi no se habla de eso que tanto conmovió en su momento: hoy, para qué decirlo, se habla de Covid que, da la impresión, es más mortífera, desde su punto de vista más eficiente, si es que se trata de castigar al género humano, objetivo que ambas pestes alcanzaron y la última sigue alcanzando.

Cuando la peste del SIDA iba manifestándose se dijo que había sido introducida por un sobrecargo de un avión que venía de Europa y tenía como destino los Estados Unidos. Se trataba de un homosexual de modo que fue fácil atribuir el origen de la enfermedad a la homosexualidad, equivalente en esos primeros meses a una devastadora y mortífera potencia. Todo se dirigía a los homosexuales que, se puede inferir, debían empezar no sólo a tomar más precauciones que las que habían tomado previamente, desaprensivos o incautos o poseídos por una pasión que no reconocía riesgos, sino a sentirse culpables, hasta el punto de abandonar la decisión de vida que habían tomado. Pero, no deja de ser sorprendente, eso no ocurrió; diría que, al contrario, la homosexualidad masculina adquirió mucho más volumen que antes, se situó en la escena social, salió de la oscuridad y empezó a exigir y logró muchas cosas, el matrimonio igualitario por empezar.

Eso fue un triunfo si se trata de derechos y, por añadidura, se logró quitar ese detestable cartelito de la homosexualidad como enfermedad del cuerpo y del alma, de la moral y la civilización, tal vez no del todo pero en una gran medida y, además, algo tanto o más importante, ampliar el horizonte de la sexualidad que estaba recluido en el psicoanálisis pero no en la superficie de las relaciones sociales. Y a eso me quiero referir.

Algo, entonces, se destapó o se despertó, la temática sexualizante --ya había ocurrido en otros momentos, siglo XVIII, fines del XIX-- cobró tal fuerza que generó dispositivos de todo tipo, desde la vestimenta hasta la publicidad pasando por la literatura, el cine y el periodismo, hasta llegar a la Universidad, campo de contiendas teóricas e institucionales en el cual se ha dado una proliferación de investigaciones, seminarios, secciones, departamentos, maestrías, cursos, tesis de doctorado sobre toda clase de modalidades de la sexualidad; por supuesto en el lenguaje, ejemplo de lo cual es la aparición de la respetable palabra “gay” y, desde luego, en expresiones quizás no novedosas pero ahora públicas, el travestismo, la transexualidad y hasta la generalización del concepto de género. Pero, para lo que me interesa ahora, el majestuoso reinado del erotismo que, por cierto, tenía ya notables antecedentes a partir de las categorías básicas freudianas.

Sólo que el interés que ha despertado es también desconcertante porque si la dimensión erótica, que Freud puso en el tapete, junto con su antagónica, la tanática, no sólo era central sino la garantía de la existencia misma, en un momento como el actual, desde fines del 2019 hasta ahora y vaya uno a saber cuánto tiempo más, con tanto muerto efectivo y tanto en ciernes, parecería en retirada, el Tánatos, triunfante, sonríe en su trono mientras que el Eros se encoge pero no se rinde, justamente el combate contra la peste descansa sobre un impulso erótico que sigue buscando las maneras de hacer retroceder la muerte, me refiero a la ciencia, al cuidado, a la conciencia y, sobre todo, al amor.

Pero todo eso es de orden general, es la lucha misma por la vida; en lo particular se trata del concepto y de sus alcances y características, además de la historia de las interpretaciones y aproximaciones que se han venido haciendo y se siguen haciendo pese a todo, en el heroico combate que la inteligencia realiza entre quienes no renuncian a pensar y rechazan el temor.

¿Vale la pena, cuando estamos tan preocupados por la fuerza del covid, reflexionar sobre el concepto, afilarlo, invocarlo con precisión y neutralizar los equívocos que son como una red que lo aprisiona? Quizás no y sea inútil pero como tampoco es útil repetirse incesantemente que la situación es realmente horrible, al menos podemos hacer que la cabeza no entre en el marasmo de una repetición viciosa, más angustiosa que esclarecedora. Por eso, me congratulo de mi suerte: formé parte de un proyecto de investigación sobre el erotismo en la literatura latinoamericana que, bajo la dirección de mi querido amigo Gustavo Lespada, se llevó a cabo y terminó recientemente; no sólo eso: en la reunión anual del Instituto de Literatura Hispánica hubo varios trabajos que giraban sobre ese deseo de precisión, inteligencia y belleza.

Me costaría enumerar las ideas que se presentaron, tal fue su sutileza, que surgieron como ilustraciones de lo que es el erotismo más allá de la vulgar identificación con lo exclusivamente sexual y las distinciones con la pornografía. Reside en el toque físico, por cierto, en el deseo, categoría central para el psicoanálisis sin duda, pero también en el básico gesto de la escritura ..la escritura per se, no necesariamente de un decir lo erótico.-, en las rupturas y en las transgresiones, se encuentra en el derroche y en el desperdicio, en la holgazanería, en el movimiento de transformación de la materia y del sueño, en la fuerza de la representación, en fin en todo lo que encarna lo que puso Freud cuando lo ubicó en el inconsciente como el ariete que detiene, por no se sabe cuánto tiempo, los arrebatos del Tánatos.

Suficiente como para enriquecerse y comprender que si bien nos acecha y asedia una peste furiosa, a la que como escapatoria del miedo y la angustia se ve preponderantemente desde una mirada política --basta con considerar lo que intenta lograr la llamada “oposición” con sus delirios acusatorios-- no nos queda otra que tratar de comprender mediante el rescate del erotismo lo que está en riesgo creyendo que en esa comprensión, o su intento, reside la única posibilidad de al menos acercarse a lo que la peste produce, más allá de la muerte que produce y que está ahí nomás acechante en los recovecos de lo cotidiano.

Comprender lo erótico, salvarlo, distinguirlo en el lenguaje pero también en lo político mismo, comprender el erotismo al revés de los que aprovechan, los ricos cada vez más ricos, los politicastros que suponen que fabricando el fracaso de unos encontrarán su menguado y triste éxito, pero también comprender lo que se hace y cómo se hace, en la eterna lucha contra el mal.

 

Comprendí, además, que más allá de su existencia previa, la del niño que busca el pecho de su madre, el erotismo se construye, nace de la presencia del otro, lo necesita del mismo modo y recíprocamente lo necesita el otro, en una interacción silenciosaambos construyen esa vibración, ambos “quieren”, y en ese querer está todo, no estar solos en el desamparo.