Bajamos del Tren a las Nubes en San Antonio Cobres para avanzar en bus hacia las profundidades de la Puna, en busca de las ruinas milenarias de la ciudad diaguita Santa Rosa de Tastil. Una vez al pie del cerro subimos caminando la empinada ladera en compañía de Alberto Olmos, poblador colla y guía de sitio, criado en las casas al fondo del valle: me señala la suya a lo lejos con el dedo.
–En nuestra cosmovisión andina están separados con funciones distintas los ámbitos superior del cielo, intermedio en la tierra y el subterráneo, que en quechua eran Hanan Pacha, Kay Pacha y... –explica Olmos pero se traba. Para completar el inevitable trabalenguas en una lengua que no es la suya, el poblador originario le pide ayuda a Christian Vitry, arqueólogo y director provincial de programa Qhapaq Ñan: “¿Me recordás bien cómo se llaman esos tres estratos?”.
La escena puede sonar curiosa pero es muy razonable, explica Vitry mientras avanzamos entre miles de rocas formando pircas rectangulares en este asentamiento humano instalado sobre un cerro. Con Olmos escuchamos al arqueólogo, quien en lugar de completar la tríada con tono pedagógico pone la circunstancia en contexto: “En las comunidades aborígenes siguen estando presentes estos tres estratos aunque ellos no lo sepan, no lo recuerden o lo hayan incluso perdido. Un ejemplo es cuando le dan de comer a la Pachamama a través de un hoyo en la tierra, o al hacer la danza del suri que en el pasado invocaba las lluvias. Pensemos que hubo un hiato de varios siglos en el que ser ‘índio’ era un desprestigio y se lo ocultaba, algo que ahora se está revirtiendo. Y aquí en Tastil nos ha pasado lo mismo que en toda la región: cuando llegamos a un lugar lo primero que nos reclaman los pobladores originarios es que quieren saber ‘¿quiénes somos?’; necesitan recuperar su identidad pisoteada a partir de la Colonia; desean saber de dónde vienen, qué significan los 8000 petroglifos alrededor de Tastil y esos fragmentos de cerámica con los que convivieron toda su vida y sienten propios por pertenecer a sus antepasados. Y la única forma de indagar en aquellos tiempos remotos es a través de la arqueología”.
LAS PIEDRAS HABLAN Caminamos los tres entre cactus de hasta nueve metros de altura y mis acompañantes se turnan para las explicaciones. Veo unos cactus redondeados y rastreros que se mimetizan con las rocas y Olmos me advierte: “Una vez vino una chica de Buenos Aires y se sentó en uno; yo mismo le tuve que sacar las espinas largas como mi dedo índice”. Una vizcacha –de la familia de las ardillas– se detiene sobre una roca a cinco metros, nos clava la mirada y desaparece de un salto.
El científico cuenta que a los siete años de edad comenzó a venir aquí traído por su padre montañista: ya entonces le brotó la curiosidad de saber cómo era posible que los 3000 habitantes de este lugar se hubiesen esfumado sin una razón aparente.
El sitio urbanizado mide 17 hectáreas y es el más grande del país de origen preincaico. Por esta razón –y al no haber sido restaurado- es hoy Patrimonio de la Humanidad según Unesco como parte del Qhapac Ñan, la red de caminos incas con cuatro brazos troncales que nacían en la plaza de Cusco por cuyas venas fluía el poder de un imperio con 20 millones de súbditos.
Recorremos caminos principales y secundarios hasta un mirador que permite ver la plaza central, una estructura que define a una sociedad con alto nivel de organización. Seguimos hasta una de las 1140 casas, todas semisubterráneas de acuerdo al patrón de la época, que se completaba con un techo de paja o cardón, similar al que se sigue usando en los pueblos andinos.
Bajamos a la plaza central a partir de la cual fue creciendo el asentamiento de manera concéntrica. Vitry propone imaginarnos “una ruidosa feria de caravaneros con sus recuas de llamas recién llegados del desierto de Atacama, los espinales del Chaco, las montañas de Humahuaca y las costas del Pacífico –cada uno con su ropa regional– donde humean ollas que hierven maíz, huele a carne asada y hay coloridos aguayos extendidos en el suelo exhibiendo toda clase de papas, granos de quinua, ají, charqui, peces disecados, bloques de sal de la Puna, raíces de yacón, cueros, plumas, tinturas, lanas, hojas de coca y maní”.
En Tastil se excavaron 106 cistas, es decir tumbas instaladas junto a las casas con ajuares modestos que probarían la falta de una estratificación social clara (tampoco hay casas muy sofisticadas). Pero en la plaza encontraron la excepción: una tumba atribuida a algún cacique o acaso un clérigo con un ajuar de 300 elementos entre arcos con flechas, cuchillos, instrumentos musicales, cuentas de collar de malaquita y azurita, elementos para hacer fuego, un peine y una veintena de recipientes cerámicos (parte del ajuar está en el Museo de Sitio Tastil).
La ciudad era un nodo comercial que alcanzó su esplendor entre los años 1000 y 1440 d.C., antes de ser conquistada por los incas. Desde el Cusco hasta los valles previos a Tastil está el Altiplano: a partir de aquí comienzan las tierras fértiles.
EL CAMINO DEL INCA –¿Ves esa línea doble diagonal allá en la ladera del otro lado de la quebrada? –señala Olmos y no distingo nada.
–Mirá bien, junto a esas rocas: es un resto del camino inca que se hacía despejando piedras para acumularlas a un costado.
Le consulto al arqueólogo si sabe por qué los caminos incas van por la parte alta de la montaña, como la Gran Muralla china, si no tenían una función defensiva: “Porque la concepción del espacio es distinta a la del Occidente europeo, que hace los caminos por la parte baja de los valles. Los conquistadores portugueses y españoles veían las montañas como un obstáculo a sortear (la Península Ibérica es bastante plana, ideal para la rueda). Y esto en los Andes les jugó en contra porque ellos transitaban la parte baja y los aborígenes los atacaban desde arriba: por eso les resultó difícil conquistarlos en esta región donde hubo resistencias legendarias como la de los Quilmes en Tucumán, que duraron más de un siglo. En la cosmovisión aborigen la parte baja era más bien un lugar de intercambio y aprovisionamiento donde crecían los algarrobos y los chañares que daban madera y frutos. En cambio cultivaban en los altos viéndose obligados a nivelar el terreno con andenes de cultivo, lo cual era trabajoso. También era más sacrificado hacer los caminos en altura pero una vez terminados duraban siglos, incluso hasta hoy: si los hicieran abajo el desgaste de la lluvia los llenaría de piedras cada temporada y habría que rehacerlos. Las personas vivían en la altura –cerca de las deidades y las nacientes de agua– lo cual les daba visibilidad y control. Todo esto tiene que ver con lo sagrado, lo estratégico y lo ecológico-ambiental”.
Los incas transformaron a la ciudad en uno de esos tambos de aprovisionamiento que instalaban en el Qhapac Ñan cada 25 kilómetros, equivalentes a una jornada de llama. La hipótesis inicial es que el lugar estaba despoblado al llegar los incas. En cambio Vitry –aquel niño al que le resultaba extraño que tanta gente se hubiese esfumado porque sí– hizo su tesis de graduación proponiendo que fueron los incas quienes despoblaron el lugar, obligando a sus ocupantes a irse a los alrededores en función del nuevo orden político, a construir infraestructura vial. Como fundamento plantea que los patrones cerámicos que creaban los artesanos de Tastil se encontraron luego en otros poblados donde los habrían reinstalado. Alrededor de esta ciudad no hubo cultivos y por ello sostiene Vitry que los incas no tenían interés en mantener una población tan grande.
Esto nos introduce en un debate a partir de la propiedad comunal de la tierra en Tastil, que desarrollamos en plena plaza cual sofistas en el Ágora de Atenas. En los ’60 el economista Louis Baudin publicó El Imperio Socialista de los Incas, donde veía una especie de estado comunista protector de sus ciudadanos que limitaba la propiedad privada, aplicando categorías de la Europa industrializada del siglo XIX que no servían para analizar el mundo andino. Creaba así el mito del Inca bueno opuesto al del Inca malo y conquistador que caminaba sobre ríos de sangre. Según Vitry “existieron las dos caras y toda la gama intermedia en los incas, dependiendo de los acuerdos a los que llegaban con los conquistados: les respetaban la lengua, sus dioses y autoridades bajo condición de que reconocieran que por encima de todo estaban el Inca y el dios Sol. A cambio les brindaban protección y si una sequía arruinaba las cosechas, el Estado alimentaba a ese pueblo el tiempo necesario.”
–Vitry, intentemos algo: ponerle palabras a la intensidad que puede tener la profesión de arqueólogo.
–Te lo puedo comparar con la que podría tener el ser historiador, tanto en similitudes como diferencias. La historia se basa en documentos y archivos a partir de la escritura; en cambio los arqueólogos solemos centrarnos en la prehistoria de personas ágrafas: la única manera para decodificar el pasado es por la evidencia material, un rompecabezas incompleto. Por eso debemos ingeniárnosla para interpretar lo que vemos. Pero lo más conmovedor –que a veces me ha sacado lágrimas– es establecer ese contacto íntimo y diferido con otros hombres remotos pero muy concretos, de quienes uno encuentra una punta de flecha, una manta, un gorro, su casa e incluso su cuerpo en una tumba. Y al no haber registro escrito uno tiene la tremenda responsabilidad de decir qué es lo que los restos de aquel otro están comunicando, cuando nunca sabemos hasta qué punto una hipótesis puede ser cierta. En última instancia, uno intenta hacer hablar a esos huesos y piedras para que nos cuenten una historia”.