30 de diciembre de 1901

(Lunes en Fiji, domingo en Samoa)

Partimos ayer durante una hermosa velada, bajo un cielo siempre cargado por densas nubes de los trópicos. Los rayos que atraviesan los vapores negros dan lividez al verdor de las montañas. Siguiendo la línea indicada por dos torrecillas blancas en Viti Levu, franqueamos el paso entre las líneas paralelas de espuma. Noche de marejada. Ayer por la mañana avistábamos Mango, macizo de montañas verdes de árboles y amarillas de aliagas, con pendientes cubiertas de cocoteros. En derredor, el arrecife de coral transforma el mar de zafiro en una laguna de agua verde y opaca. Diríase que el agua está hecha de turquesa. Y alrededor de una débil línea de espuma, el mar tempestuoso, azul profundo del Mediterráneo, parece una llamada a la vida dentro del gran lago glauco de donde surge Mango, verde sombrío y amarillento lívido. Hasta el mediodía hemos avistado islotes del grupo de las Fiji que cubren el océano. Esta mañana hemos pasado junto a un volcán del grupo de Tonga. Arribaremos a Upolu mañana al alba.

Embarcamos en Suva como pasajeros de cubierta a un grupo de hombres y mujeres de Samoa. Duermen al aire libre sobre unas esteras y ellos mismos se preparan la comida. Tienen unos hermosos cofres y cajas de madera llenas de grandes pelucas rojas, violetas y verdes. El color, la estatura, el perfil, les diferencia por completo de los nativos de Fiji. Es una raza espléndida. Aprendo diligentemente el samoano y en dos días ya puedo empezar a hablarlo. Tengo dos nombres: Sivopa y Tusitala, porque escribo historias. Las muchachas pasan el tiempo cantando, bailando con gestos de manos muy expresivos, y riendo. Ya me han hecho prometerles tusi (escribir) una tala (historia) con los nombres de todas estas beina (muchachas), señoritas Ticies, Loïa y otros. A cambio, la noche pasa entre canciones improvisadas, melopeas en el “Tusitala”. Las voces se conciertan con graves armónicos; la canción es triste y lenta en la semipenumbra, esclarecida a veces por el fuego de un cigarrillo de Samoa liado con una hoja de bananero; y la luna velada es como un inmenso machete de plata que flota en el Pacífico.

Del 3 de diciembre al 3 de enero 

(viernes)

Heme aquí, llegando al final de este viaje, y la vida es tan dura desde hace tres días que no he podido escribirte. El martes por la mañana, al alba, el Manapouri estaba en la rada de Apia. Una larga línea de montañas cubiertas por malezas verde oscuras, una bahía redonda bordeada de cocoteros sobre una playa negra, los bancos de arena amarilla en los arrecifes de coral, un sol de plomo, largos batientes –y en el centro de la bahía, el enorme armazón de hierro herrumbrado de un navío de guerra alemán (el Adler), lúgubre recuerdo del último naufragio que no se puede romper a martillazos, ni volar con dinamita sin destruir Apia. Porque Apia es un tan sólo una línea de casitas bajas de madera sosptenidas por pilones–.

¡Qué soledad, y qué inesperado me resulta este espectáculo! No hay nada de nada, nada más que stores que ni siquiera son tiendas de especias de pueblo, y tres hoteles (!) cuyos bares frecuentan aventureros alemanes, americanos y escoceses de medio pelo y mujeres de Samoa, hermanos maristas, barbudos, sucios y estúpidos –y los samoanos-. El shout for a drink es obligatorio. Cualquier cosa te cuesta al menos un chelín. Es imposible conseguir una cama, una silla, una lámpara de petróleo: se precisan horas de diplomacia para ello. Dieciséis chelinas por día en el Hotel de Moors. Encuentro con un americano, el comodoro Weaver, que después de comerse su fortuna a bordo de su yate, a razón de doscientos mil francos por año, se quedó aquí, reducido a la indigencia, sin otro bien más que su barco. Lo vende, compra quince mil acres de tierra, recolecta cacao, instala una máquina de hielo, servicio de agua, corriente eléctrica (nada de esto se había hecho), tiene una flota entre Apia y San Francisco, y en cuanto se recupera compra su yate de nuevo para traerse consigo a la condesa Tolstoi, su amante. Silencioso, vulgar, con el cerebro siempre lleno de “patentes” para “castores”, instalación de bancas, venta de víveres de California. Hemos comido juntos, algo cocinado sobre lámparas de petróleo, aseguraría. ¡Señor! Ni fruta, ni carne (si no es en conserva), nada... Hasta aquí sólo he podido comer, en las cabañas de los jefes, ñames, frutos del árbol del pan hervidos en leche de coco, y las deliciosas hojas de taro cocidas sobre las piedras rojas. Con los dedos, sin sal, y sobre hojas de bananero –acuclillado en una estera, bajo los techos redondos de Samoa, hechos de hojas de palmera secas y sostenidos por pilares de madera consistente–. Si no tuviese lo que tengo, viviría con ellos. Sus casas están abiertas y la vida es común. Mi nombre samoano es Maséis; me fue dado por los dos jefes de Apia: Semanu y Amituanae. Cuando bebo kava o ava, lo cual es toda una ceremonia, mi nombre es proclamado antes de los aplausos sacramentales. Tengo una casuca horrible desde ayer –siempre llena de samoanos–. Soy un talk-man, un tulafale, un tusitala, y me piden que les cuente historias hasta la medianoche o la una de la madrugada. Se me hace difícil pensar que puedas imaginarme sentado en una estera entre todos estos hombres desnudos y tatuados, al lado del alii, el jefe que me espanta las moscas con un espantamoscas, mientras su hija me abanica, y alrededor de mí los otros tulafale, oficiando uno de ellos de traductor, y risas de placer, perguntas acerca de los detalles, malie de admiración. Durante la Nochevieja tuve a Fod junto a mí. Lleva bigote blanco y es célebre porque hace dos años le cortó la cabeza al hijo de Mataafa y la entregó al jefe Seumanu, un gran honor, sin duda. Fod luchaba por el joven Malietoa, actualmente relegado a Levuka, en las Fiji. Me contó cómo cortó cierta cabeza (ulumutu). Toda esta gente está endurecida, son guerreros que sólo piensan en el momento de luchar. Soy el amigo (el meamamao) del primer tulafale de Apie, Aboa, que tiene veintidós años, magnífico y tatuado desde las rodillas hasta la cintura. Creo que pronto cambiaremos de nombre: si él me da el suyo, costumbre de Samoa, lo pierde –y se necesita celebrar una Asamblea General (Filifili) para elegirle otro–. Anteriormente lo cambió ya: se llamaba Polito. Amituanae tenía el nombre de Sitrona tatuado en su brazo, cerca del enorme agujero de la bala alemana que le hizo saltar el hombre en pedazos. El príncipe Tuimalealisfano, que me ha invitado a su casa para el sábado a la noche, se llamaba Zaivale, pero dio su nombre a Loïa (Hayd Osboured). El día siguiente a mi llegada fui a la punta de Unulinu’u, residencia real, a visitar al viejo rey Mataafa. (...)

26 de enero

(...) Embarqué el 24 a las cuatro de la tarde y partí el 25 a las diez de la mañana. Desde el mar, Upolu es bonita, una especie de esmeralda sombría en zafiro líquido. Toda la mañana un mar de zafiro, con las lagunas quietas bordeadas de arrecifes amarillos de coral y las montañas de esmeralda bajo las nubes pesadas, Manono, Apolina, y a lo lejos Savair. Hacemos la travesía de regreso hacia Fiji y creo que mañana al mediodía estaremos en Levuka, donde se encuentra el legítimo rey de Samoa, Mahétoa. Todas las historias sobre la belleza de Samoa son mentiras. Pero quiero mucho a los indígenas. Lui Mahe alu fanu me entreguó a su hijo, Fa’a nu’u, para servirme. La nobleza de este muchacho durante mi enfermedad fue extraordinaria. Creía, como yo, que me moriría. Con frases emocionadas me recomendaba a Levu, y me daba soghi, sorbetones en las manos, ya que los polinesios desconocen nuestro beso. Su padre, Tuimalealiifano, hijo de rey, me ofreció una gran cena donde sólo había personajes reales: Tupu’a, Tamases, Saipai’a, Fa’alata; dos tulafale (talkman), que en las reuniones hablan por el pueblo, los jefes o los reyes Au’clua y Tolo. Una muchacha, Fu’ua, estaba cerca de mí, para trocearme la comida y darme de beber y de fumar. La cena era espléndida, servida sobre inmensas hojas de bananero a modo de mesa. Todos los pilares de la casa estaban enguirnaldados por largas trenzas de flores de hibiscus y de fu’a (el suvya de Ceilán), con un gran cáliz amarillo claro manchado de marrón al fondo. Tamses me hizo un largo discurso, al que respondí lo mejor que supe. Luego comimos. Cerdo asado entero, pollos asados, hojas de taro con leche de coco, pastel de taro, escolopendras vivas, huevos duros, bread-fruit, pescado hervido, agua de coco para beber, luego un balde para lavarse las manos, cigarrillos de Samoa envueltos en una hoja de bananero secada; por fin danza (siva) por Fu’a y otra muchacha. Todo precedido por el kava tradicional, y grandes gritos ¡O le alir! Lanzados sobre una melopea por un viejo tulafala. Finalmente, ofrendas de abanicos y la sortija de Tui, caña de azúcar, kava, etc., que Mulinu’u y Franu’u transportan hasta mi estancia.

* Viaje a Samoa. Cartas a Marguerite Moreno, 1902.