Oculta entre los pliegues de Los ojos de una ciudad china, del escritor, periodista de rock, dramaturgo y conductor de televisión uruguayo Gabriel Peveroni, hay una novela que excede a la misma novela: la historia de su aparición. Ideada en un principio como entradas para una aplicación de tablet que una multinacional, deseosa por acaparar las nuevas plataformas tecnológicas, quiso lanzar al mercado adjudicándose el mote de novedad, el autor de La cura la planificó como un folletín digital. La apuesta de la editorial en cuestión no prosperó; la escritura de Peveroni, en cambio, se desató. Comenzó en el 2010, y durante cuatro años avanzó a ritmo sostenido hasta crecer y crecer como un proyecto que excedió, incluso, a la novela que la editorial Hum publicó bajo el título Los ojos de una ciudad china, y que forma parte, según Peveroni, de una novela aún más extensa y todavía en construcción. La palabra planificar quizás no sea la más adecuada: Peveroni imaginó una novela infinita y total (si los dos adjetivos pudieran ponerse en un mismo formato) y de ahí en más no pudo contenerla: “El proceso de escritura fue hacia adelante”, dice. “Como si entrara a una selva a machetazo limpio sin saber lo que me iba a encontrar, con la sensación de que se bifurcaba constantemente y que no podía mirar mucho para atrás”
Y primero fue una voz: la vieja Xiaomei abre las mil y una historias del cercano Oriente, y cuenta su vida en Shangai. La ciudad ya no es la misma; ese vaho portuario, sucio y proto agrícola se ha convertido en una puerta giratoria para las inversiones y las multinacionales, un mundo corporativo atento a los vaivenes del mercado y de Wall Street, del mercado externo y sus posibles inserciones, que experimenta con el diseño, la biotecnología y el urbanismo futurista. La ciudad es, a los ojos ciegos de Xiaomei, un termostato; una enorme zapatilla eléctrica en donde se enchufan los cables invisibles de miles de personas que vienen de todo el mundo. Los ojos de una ciudad china se construye como un rascacielos horizontal en donde las puertas se abren para dar paso a historias de lo más diversas: la historia misma de Xiaomei que recuerda la muerte de su madre a manos de los japoneses en la guerra del 37; la de su hija Alaia, que trabaja como servicio doméstico en la casa de unos chilenos que viven en Shanghai; la de Ledesma, un escritor chileno que busca a su padre desaparecido; la de Brian Pujol que está filmando un documental; la del camarógrafo de Brian Pujol, obsesionado con Ziggy Stardust, el mítico personaje de Bowie. “Hay una idea que creo que es de Borges, en la que hablaba de que la escritura de una novela debe ser como si se estuviera resumiendo. Y algo de eso hay, porque si bien está lleno de desvíos, lo que se cuenta es sintético.”
Si bien fue imaginada como un folletín, la estrategia de Peveroni está en las antípodas de la novela decimonónica que construyó con la novela episódica (las viejas series, o bien, las telenovelas literarias del siglo XIX) el estandarte ficcional de una época: historias que se expanden hacia una conclusión. Como Twin Peaks de David Lynch, Peveroni lo invierte: la conclusión está al inicio en su premisa y Shanghai es una ciudad total, la nueva Roma, París o Nueva York. Y como ciudad total no es otra cosa que la sumatoria de todas las ciudades invisibles diseminadas por el mundo. De ahí en más, se trata de expandir, con procedimientos literarios, sus puntos de fuga. El propio Peveroni ensaya una posible mirada sobre la novela mediante uno de sus personajes, una enigmática Charlotte Azara que lleva adelante un ensayo titulado Apuntes topográficos sobre Groenlandia: “Presumimos que hay millones de algoritmos y, por supuesto, el conocimiento topográfico del argumento, que no es más que una figura literaria que prueba la verosimilitud de la historia”.
Como los números que gobiernan el imaginario digital y cada mañana nos muestran en la pantalla variantes de nuestros gustos, deseos y fantasías, el algoritmo sería ese número fantasma que permite a una historia no avanzar sino diseminarse, contaminar todo el texto como un eco distorsionado; un virus numérico, infinito e infernal. Dos escritores expansivos orbitan en el universo de Peveroni: el último Roberto Bolaño, el de 2666, con su idea de novela global y abarcativa, y César Aira, quien aparece y reaparece en Los ojos de una ciudad china, incluso, como personaje. Los dos casos (dos proyectos estéticos divergentes) parecen anteponerse; en el primero rige cierto ideal ético por la literatura en tensión con la realidad, y en el otro, el mundo estaría desplazado por el idealismo estético; la separación entre experiencia y creación.
Peveroni se ubica en el medio de esos dos modelos con un gran abanico de autores que van de un punto al otro y pegan la vuelta: sin viajar a China puede escribir sobre Shangai y sobre un mundo alejado, al mismo tiempo cercano y permeable. Pero se apoyó en piso sólido: debió entrevistar a más de cien personas en su Montevideo natal para un documental televisivo, y fue así como se metió en las experiencias de residentes y visitantes de la ciudad china; decidió narrar las vidas transversales, potenciales, de personajes hispanohablantes viviendo del otro lado del mundo. La pregunta resulta inevitable, ¿cuánto dice de Montevideo Los hijos de una ciudad china? “Quería meterme en el mundo, salir de Montevideo, pero creo que terminé escribiendo de Montevideo... pero bien lejos de China como lugar de sabiduría infinita, sino más cerca de la idea de centro del mundo, como no lugar donde se puede encontrar todo. Ahí está la idea de lo rioplatense y la tranquilidad (y la alegría) de que encontré un formato en que entraba todo lo que quisiera meter adentro.”