Cada año, el 1º septiembre, Lee Child –nacido en 1954, en Inglaterra, con el nombre de Jim Grant– empieza a escribir una nueva novela. Comenzó su carrera en 1997, cuando perdió su empleo en un canal de televisión, y probablemente esté ahora mismo tomando impulso para arrancar con el libro número 23. Todas sus novelas son thrillers, en todas sus novelas el protagonista es Jack Reacher, un parco ex policía militar que mide 1,95, no usa celular, no tiene documentos, viaja en colectivo y hace justicia en los límites de la ley.
A priori, semejante entrega a la producción seriada podría ofrecer sanos motivos para la desconfianza. Child coquetea con la imagen del “escritor que sólo quiere ganar dinero con un trabajo honesto”, y su presencia constante en las listas de best sellers parece darle la razón. Sin embargo, además del género y la fórmula hay desvíos e intensidades que impiden leerlo pensando “esto ya lo vi” y permiten entender la curiosidad de su publicación en Argentina por una editorial independiente en la que Lee Child comparte catálogo con Aira, con Piñera o con Katchadjian sin que parezca del todo un despropósito. Aunque un par de sus novelas hayan sido llevadas al cine –con la sorpresa de un más vale escaso Tom Cruise en el papel del enorme Reacher– Child no escribe tratamientos ni material fácilmente guionizable, sino literatura.
Las novelas de Lee Child son casi siempre, como manda el mercado, ladrillos de casi 400 páginas. Sin embargo, la imaginación comercial de la industria editorial anglosajona nos ofrece una introducción más rápidamente accesible. Noche caliente presenta “dos historias de Jack Reacher”, dos nouvelles publicadas originalmente como libros electrónicos por Amazon en 2013 y 2015, en un experimento para comercializar formatos breves, poco atractivos como libro impreso independiente. Estos y otros relatos fueron incorporados también como complemento de la edición paperback de algunas novelas, y en un reciente volumen recopilatorio.
La primera de las historias, la que da nombre al volumen, es un relato de juventud. Reacher, con diecisiete años, visita Nueva York con un sentido exquisito de la oportunidad. Es la noche del “gran apagón” de 1977, y se las arregla para cruzarse, en poco más de cien páginas, con una agente del FBI, un mafioso italiano, un asesino serial y una universitaria sexy. La velocidad en los hechos está acompañada por un estilo igualmente veloz, lleno de diálogos secos pero muy divertidos: a la segunda página, se las arregla para que uno quiera seguir leyendo cómo Reacher vapulea gente con la seguridad que le ofrece la “memoria muscular” de un entrenamiento militar heredado y asumido. Sin dejar de ser consistentemente divertida, la trama bordea y por momentos cae en la inverosimilitud, sobre todo porque Reacher parece tan seguro y formado a los 17 como a los 40.
La segunda nouvelle, “Guerras pequeñas”, presenta una trama más orgánica y más típicamente policial, aunque nos enteramos a la segunda página de la identidad del asesino y la intriga se concentra en explicarnos cómo puede tener sentido semejante sorpresa. Es también una historia “de juventud”: Reacher no es todavía el vagabundo elusivo de su madurez, sino que se nos presenta como un Policía Militar en funciones.
Buena parte del placer en la lectura de estas historias radica en el convencimiento con que están narradas. La sucesión de hechos puede ser más o menos creíble, pero nunca dejamos de creer en los personajes: no sólo en el protagonista, sino también en las memorables mujeres que lo acompañan, sin excusa sentimental y en pura igualdad de capacidades para el ejercicio de la violencia y el sarcasmo: la agente Jill Hemingway (“¿alguna relación con el escritor?”) y la minúscula y temible sargento Neagley (“tenía más o menos el tamaño de un boxeador peso mosca, y fácilmente podría haber volteado a uno, a no ser que el referí de casualidad estuviera mirando”). Esas mujeres explican el éxito entre las lectoras de un escritor que a primera vista parece encarnar todos los estereotipos de la masculinidad.
Child pertenece a una estirpe de escritores cuyo rey es Stephen King (declarado admirador de las novelas de Reacher, a las que ha homenajeado con guiños en sus propios libros). Escritores que parecen estar atados a un género, pero que atienden a su escritura con minucioso cuidado. Cuando escribía su antepenúltima novela, Child se sometió a un extraño experimento: un crítico literario lo acompañó durante todo el proceso, en lo que el escritor definió como “crítica en tiempo real”. El crítico descubrió una preocupación “flaubertiana” por el ritmo de las frases y la ubicación de las comas. Lo que no es en absoluto flaubertiano, sin embargo, es el método. “Sólo hay un borrador”. Child escribe casi sin plan, apenas a partir de una frase y, a veces, un título, avanzando a golpes de efecto y golpes literales, con el método de huída hacia adelante de César Aira, autor de un paradójico elogio en la contratapa: “Lee Child: el recurso perfecto para devolverle el gusto por la lectura a quienes nunca lo perdieron”.
Esa velocidad, también paradójica (Child recomienda “escribir lento las cosas rápidas, y rápido las lentas”) no le impide demorarse gozosamente en la descripción de costumbres militares –que declara inventar más que describir–, paisajes, técnicas y personajes menores. Elvio Gandolfo celebra en el prólogo “la cuota de placer de la información bien administrada y, sobre todo, de la descripción de las carreteras, pueblitos, estaciones de ómnibus (…) cercanas a un desfile de cuadros de Hopper en clave minimalista”. Dicho sea de paso, se trata de un prólogo en que Gandolfo demuestra una vez más su ilimitada habilidad para transmitir un entusiasmo: es imposible no salir a buscar más libros de Jack Reacher después de leerlo.
En “Guerras pequeñas”, Reacher define cómo deben ser los suboficiales de su unidad. “Quería burócratas expertos, pero que no estuvieran enamorados de la burocracia. Había una diferencia”. Esa diferencia es la que hace que valga la pena leer a Lee Child.