Si la inflación que había fue determinante para la derrota del Gobierno en septiembre, no hace falta mucha imaginación para pronosticar que el índice de ese mes --y uno similar previsto hacia octubre-- ratifica la cuesta arriba de revertir el resultado.
No es tanto el impacto del número como la evidencia de que los salarios e ingresos informales son incapaces de empardarlo.
Se dirá que no era necesario esperar la cifra del Indec, porque el bolsillo, los supermercados, las farmacias, los comercios de ropa, las verduras, las frutas, los productos de limpieza, ya cantaban lo obvio.
Es cierto, pero de todas formas el valor simbólico y concreto del reconocimiento oficial tiene un peso demasiado potente.
Esos números son los que regulan, provocan, tensionan, las previsiones presupuestarias grandes, medianas y pequeñas; las discusiones de paritarias; el ajuste en los alquileres; las decisiones de ahorro y las de inversión.
Son las cifras que se resumen en uno de los disparadores más beneficiosos o más jodidos de la economía: cuáles son las expectativas.
Es que (y no sólo respecto de lo económico, ni de lejos) ya se sabe que la cuestión, inclusive antes de lo que pasa, transcurre por lo que se cree que va a pasar.
Roberto Feletti, a horas de asumir como nuevo secretario de Comercio Interior, había advertido que estaba “alarmado” por el aumento de los precios y, de inmediato, convocó a empresarios para establecer un congelamiento de al menos tres meses.
Ante la respuesta de que le harán una contraoferta respecto de los productos a involucrar en el acuerdo, Feletti contraatacó anunciando que esperará hasta este lunes para evaluar lo que le propongan y que, de no llegar a un arreglo, se aplicarán leyes de precios máximos no consensuadas.
“Nadie les pide que pierdan plata, sino que ganen por cantidad y no por precio”, dijo el funcionario que asoma dispuesto a funcionar luego de prevenir, también, que ésos y otros hombres de negocios deben dejar de victimizarse.
Feletti resolvió aceptar un cargo que es como responsabilizarse en uno de Seguridad: sólo resulta indudable llenarse de puteadas.
Sin embargo, mínimamente representa, por fin, alguien que hace una advertencia a una parte de los formadores de precios; que se muestra dispuesto a actuar contra algunos factores de poder; que convoca a dialogar, pero bajo preaviso de que la amabilidad tiene un límite.
Más tarde o más temprano, le irá bien o muy mal siendo que, en áreas como la suya, no suele haber puntos intermedios.
En rigor, le irá como le vaya no a él, principalmente, sino al marco en que el Gobierno resuelva actuar o continuar mirando.
Lo que se muestra hoy es una notoria ausencia de liderazgo, expresada en marchas y contramarchas que están a la vista porque, entre otros aspectos y no el menor, la forma operativa resuelta por Ejecutivo y FdT ha sido y es horizontalizar las decisiones en lugar de verticalizarlas.
Prácticamente en cada ministerio, en cada secretaría, en cada subsecretaría y así de corrido, los mandos son independientes de una guía unificada, porque responden al reparto de figuras y líneas internas que componen la coalición y que debe dejar conformes a todos.
De esa manera, el ministro del sector que fuere tiene por debajo un segundo que atiende a un comando diferente al que suscribe el tercero, distanciado a su vez de la dirección del cuarto.
En consecuencia, ninguna de las acciones que se toman integra algún esqueleto conceptual o decisorio firme.
También es veraz que el oficialismo sufre el síndrome del árbol caído, con leña a mansalva.
Propios y ajenos producen o contemplan el espectáculo de que cuanto se hace es tardío o electoralista. Y que cuanto se deja de hacer es consecuencia de no animarse a nada que --por lo menos-- signifique algo de esa épica de la desobediencia susceptible de re-entusiasmar o reinstalar confianza.
Ni siquiera hablamos de los inventos, muy bien trabajados por la oposición, acerca de que Aníbal Fernández amenazó a los hijos de un dibujante, o de que el gobernador Kicillof regala viajes de egresados.
Tampoco es que, como ojalá lo hubiera expuesto el debate de los candidatos porteños, puede decirse cualquier barbaridad con desparpajo absoluto.
Javier Milei, o quien hubiese sido, citó que la temperatura planetaria de hoy, referenciada en hace 10 ó 5 mil años, así dijo, no calienta. Cinco mil años de diferencia da lo mismo, dale que va. No le interesa a nadie reparar en una bestialidad de ese tamaño (entre otras) porque, desde ya, ¿qué distingue a eso del terraplanismo de Heidi, cual llegada desde otra galaxia, y no después de haber gobernado una provincia de Buenos Aires de la que se retiró tras perder por distancia feroz, para aterrizar entre los porteños con gestualidad de “crean en mí que ya vieron lo bien que administré”?
El show democrático de ese debate --como sucederá en el próximo que abarca a candidaturas bonaerenses-- sirvió para que cada espectador ratifique sus convicciones y prejuicios, sin importar lo que aconteció ni lo que sobrevenga. Se escucha lo que se quiere escuchar y nada más. Es decir: se oye. Y antes que ver, se mira.
Justamente por ese tenor de las cosas en presente perpetuo, del vértigo de salvarse ya mismo, de que no cuentan ni la historia a lo grande ni las historias comprobadas de éstos o aquéllas, pinta muy difícil que algo vaya a cambiar para mejor de aquí a las elecciones.
Cristina ha sabido equivocarse en varios aspectos y, ahora, no es garantía de saber o poder administrar el despelote gubernamental y frentista. Más aún, la alcanzan las generales de la ley y debe sentirse partícipe de la derrota.
Pero si en algo no se equivocó, ni se equivoca, porque no por nada se erige como el cuadro más significativo de la política argentina y más allá también, es en haber señalado que si no hay un consenso respecto de asuntos fundamentales habremos decidido irnos al demonio de una vez por todas.
Ésta es o puede ser nuestra última oportunidad, señaló sin rodeos.
Ella ya avisó que no se puede continuar con la cultura de un sistema bimonetario, ni con alentar expectativas de algún arreglo con el Fondo Monetario que no comprometa al grueso de la oposición, ni con aguardar salida alguna sin pacto político-social de por medio.
Traducido al resultado que fuese en las urnas de noviembre, el Gobierno deberá convocar a esos acuerdos básicos y a dejar claro con quiénes y para qué.
Le quedarán dos años bajo amenaza de una oposición despiadada que, asimismo, sólo podría garantizar un intento de salida violenta.
Es cierto que el peronismo ya no constituye el partido o la fuerza del orden social. Y que su “variante kirchnerista”, para decirlo en términos del establishment odiador de todos los tipos, está en problemas.
Pero, acaso, ¿alguien supone seriamente que puede ser atajo esta derecha que viene de chocar la calesita?
¿Alguien lo imagina dentro de la propia derecha?
Casi con toda seguridad, esa oposición rechazará el convite institucional a que el Gobierno se verá obligado.
Y entonces, será momento histórico de adoptar determinaciones y de superar egos que en política cuentan mucho más de lo que se cree.
Lo contrario es sucumbir frente al pecado de ser fotocopia.
Mientras tanto, hacia quienes tienen memoria o resto para hacer el esfuerzo de tenerla, se acciona, más que por entusiasmo, en defensa propia contra el retorno de lo peor.
Y eso es lo que se vio en la marcha a la Plaza.