Horacio Marassi tiene una de las caras más singulares del teatro argentino. Narigón, pelo grisáceo desmechado, ojos vivaces coronando un cuerpo largo y ondulante: la descripción no puede hacerle justicia a su impronta tan graciosa y melancólica, a su gestualidad más propia de cine mudo que de los tiempos que corren. Es que en todos sus papeles Marassi es poético, pictórico, magnético. Quizás sea por esta estampa inusual que lo han llamado tan buenos directores del teatro y el cine porteño como Emilio García Wehbi, Lola Arias, la dupla de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob, Mariana Chaud o Mariano Llinás intentando adueñarse un poquito de ese aura, porque lo que da Marassi no lo da ningún otro.
Hoy está en cartel uno de sus trabajos de mayor protagonismo de los últimos años: Walsh, todas las revoluciones juntas de Mariano Tenconi Blanco. Ahí Marassi encarna al célebre escritor, acompañado de un músico y un narrador en vivo. La situación es extraña, se supone la larga noche donde Walsh va a redactar, en su gastada máquina de escribir, la Carta de un escritor a la junta militar. Y como quien antes de la muerte ve en un segundo toda su vida y todas sus ideas, en la hora y media que dura la obra, eso imaginado, pensado y sentido por Walsh –recreación libre de Tenconi– toma lugar en el cuerpo de Marassi. La voz en off que es el pensamiento de Walsh se pregunta: “¿Debe la ficción tener un sentido social? ¿Puede tener la ficción un sentido social? ¿Es ingenuo hacer una obra para cambiar el mundo? ¿El arte no sirve para nada? ¿Cuál es la relación entre obra de arte y política? ¿Hay que dejar de escribir ficción?” De ahí nace esa carta que es mezcla de vida, acción y escritura.
Para entender cómo Marassi hace de eso una parodia y a la vez una danza hipnótica de palabras duras, hay que saber cómo comenzó todo. Marassi se formó y ejerció como mimo en los años 70, época de gloria de esta disciplina. Y hoy, que esa década vuelve una vez más, sin querer irse del todo, su formación en el under, su recorrido en el teatro porteño, las historias con sus obras prohibidas, las perdidas y las recordadas, parecen tomar forma una vez más y condensarse en su cuerpo, en una cara pintada de blanco como antaño.
La electricidad del cuerpo
Después haber dejado el industrial en el último año y haber aprendido el oficio de electricista de su padre –un socialista que tenía la foto de Roberto Arlt en la mesa de luz–, algo que le valió y le vale cuando no abundan los trabajos como actor, Marassi comenzó su camino en el arte. Primero estudió fotografía y cuando estaba a punto de meterse con el cine, un volantazo inesperado lo llevó a la mítica escuela de mimo de Ángel Elizondo. Allí aprendió, luego enseñó y finalmente formó parte de la famosa Compañía Argentina de Mimo, donde compartió escenarios con Omar Viola, Patricia Baños, Juan Carlos Occhipinti, a los que después se sumaron Gabriel Chame y Verónica Llinás. Los espectáculos se sucedían en un clima de efervescencia y experimentación que no era para nada acompañado por el contexto social y político en el que recrudecía la represión y la violencia. En el 1976 estrenaron Los diariosss, una pieza –de mimo, claro– sobre los medios de comunicación, en el que incluso en ese momento iniciático de la dictadura, había una escena en la que se representaba el secuestro de una chica bajo una macabra luz policial. Marassi detalla sobre el estilo que esgrimían: “Era un espectáculo que conservaba ciertas cosas medio clasiconas, trabajábamos en la línea de Etienne Decroux, que era teatro de acción, no la pantomima tipo Marcel Marceau que hace todo de la misma manera. Salíamos con una malla con tiradores, si bien no nos pintábamos la cara de blanco. Pero la malla tenía como una tapa atrás y en un momento nos quedábamos en traste”, se ríe. “A Los diariosss vinieron a verla del Episcopado, ya nos empezaban a fichar. Pero no se si la captaban o no ¡como no tenía texto! Después de eso hicimos La leyenda del Kakui, sobre una leyenda precolombina. Nos fuimos tres del grupo, Omar Viola, Patricia Baños y yo, a Santiago del Estero a investigar la leyenda todo un verano. Era sobre dos hermanos que vivían solos en la selva y tenía un poco que ver con la prohibición del incesto, o nosotros la interpretamos así. Éramos catorce actores, desnudos, porque representábamos a los animales, los árboles, la selva en su totalidad. Ensayábamos en el Margarita Xirgu, hasta que alguien espió y vio que estábamos en bolas. Enseguida las autoridades nos dijeron que no podíamos estrenar ese espectáculo ahí.” Pero la historia no termina en ese punto: “Nos mudamos al Estrellas, un teatro enorme en Riobamba 280. Era una sala de mil personas. Esos espectáculos los bancábamos nosotros, hacíamos la producción, poníamos plata, pegábamos afiches, vendíamos vales con descuento, meta vales, se llenaba realmente, hasta que cayeron de nuevo del Episcopado. Habíamos hecho solo cuatro semanas de funciones y nos dijeron que la obra no se podía hacer más. La pararon y mientras estábamos en tratativas de ver qué se hacía, prendieron fuego el teatro. Se quemó completa la sala donde hacíamos nuestra obra. El teatro no abrió nunca más. Era el año 78.”
Uno podría creer que después de esa experiencia Marassi y su grupo de compañeros hubieran decidido recluirse, quizás parar un tiempo la actividad hasta nuevo aviso, pero no. “Sabíamos lo que pasaba, de hecho a la mujer de Angel Elizondo la habían secuestrado. Pero nosotros ensayábamos igual. Y él venía de incógnito. Salíamos hasta las cuatro de la mañana a pegar afiches. ¿Sabés quién salía en esa época a esa hora a pegar afiches? Nadie.” No pudiendo contar con una sala de teatro, como esperando que pase la tormenta, hicieron un espectáculo en su estudio de la calle Paso. “¡Como nadie nos controlaba ahí..! hacíamos un poco de todo. Empezaba con un recorrido por la casa haciendo escenas muy locas. Había por ejemplo una película pornográfica con textos de Borges. En el intermedio les dábamos panchos con vino o leche a la gente. Estuvimos un año y pico así, venía mucha gente, porque ya éramos referentes de cierta vanguardia. Y no cobrábamos entrada, solo que a la salida había un ciego que decía si le daban guita.”
La etapa más visible de la Compañía Argentina de Mimo se cierra con Apocalipsis según lo otros. La pieza partía de una lectura de la última sección de la Biblia y tenía tres partes: oscuridad, crisis, revelación. Escenas inspiradas visualmente en El Bosco repartidas en una suerte de friso realizado por el célebre artista escénico Guillermo De la Torre, en las que incluso había una boa real circulando entre los actores (y que Marassi se llevaba en una canastita a su casa durante la semana). En el proceso de creación, a las improvisaciones el director del grupo había llevado la propuesta de realizar trabajos de auto-hipnosis. “Salían unos materiales re locos. Vos te das órdenes a vos mismo como si fueras otro y entrás como en un trance que podés cortar en cualquier momento.” La obra era impactante y así lo percibió el público que llenó la sala desde el primer momento: “A los tres días de estrenar lo prohibieron. Pero como habíamos puesto mucha plata para hacerla y necesitábamos recuperar algo, se nos ocurrió filmarla. Lo hicimos con Súper 8, del que no podíamos hacer copia. Estuvimos un mes, alquilando el teatro para hacer la película. Hicimos dos proyecciones en el Margarita Xirgu llenas, todos venían a ver la obra prohibida. Y con esas funciones recuperamos lo invertido. Pero, unos días después iba uno con la película en el colectivo, se la dejó ahí y la película desapareció. No quedó registro. Nos tuvimos que convencer que el teatro es efímero.”
La letra afuera
Los 90 lo encontraron con el Grupo de Mimo disuelto y ganas de hacer otras cosas. Comenzó un periplo por diferentes talleres de teatro: el de Norman Briski, el de Ricardo Bartis, el de Pompeyo Audivert. El pasaje de lo puramente gestual a lo teatral completo –palabra incluida– fue difícil para él, pero no deben haberlo notado sus compañeros, que rápidamente empezaron a convocarlo para trabajos. “Con Bartis me costaba pasar al frente. Eran grupos bravos, yo estaba con Luis Machín, Gabriela Izcovich, Rafael Spregelburd, Alejandro Catalán. Decías algo y te miraban con cara rara. Pero me sirvió. Después con Machín hicimos un espectáculo que él dirigía. Y enseguida también del Sportivo Jorge Sánchez me convocó para hacer La masa neutra, que montamos para un Festival del Rojas. Todo transcurría en una fábrica de pastas: en un momento hacían pastas arriba mío. O tirábamos cuchillos a una puerta y quedaban clavados ahí.” Luego de eso vinieron espectáculos emblemáticos del teatro porteño como La escuálida familia de Lola Arias, Hamlet y Woyzeck, de Emilio García Wehbi y muchos otros de directores como Luis Cano, Guillermo Arengo, Juan Pablo Gómez y Horacio Banega.
En cada uno de ellos Marassi fue forjando un estilo de actuación particular. “Yo sé que hay directores que nunca me van a llamar. Y a otros les atrae justamente el estilo mío, que no se cuál es, y me convocan.” ¿Y cuál es ese estilo? Mendilaharzu y Jakob, con quienes trabajó en la bellísima ópera contemporánea estrenada en el teatro Colón Veladas Fantomas, entre otras puestas, afirman: “Es un actor que no puede hacer lo que cualquier actor mediocre podría hacer (actuar naturalismo). Su particularidad es tan grande que puede quedar lisa y llanamente como un actor croto si tiene que enfrentar una tarea que a muchos otros les resultaría ‘fácil’. Pero después puede hacer lo que hacía en Fantomas o en Brecht, que ningún otro actor lo puede hacer. Advertimos esto y empezamos a trabajar para él. ¿Y qué escribimos? Algo que le permita divertirse, que le dé espacio para su particularidad y ahí te liquida. Trabaja obsesivamente sus papeles, pauta cada movimiento, es muy autoexigente, tiene una imaginación brutal y la aplica en zonas donde otros actores apenas intuyen que se puede trabajar”.
Y lo mismo ocurre en sus papeles en el cine. Es recordada la secuencia en Historias Extraordinarias, donde encarnaba a Saponara, el granjero padre de dos chicas jóvenes, que tenía uno de los pocos textos que se dicen en escena en la película –y es gracioso que fuera justo él, que venía del mimo, el responsable de hablar–. Así lo recuerda Mariano Llinás: “Creo que Marassi tiene la mejor cualidad posible que puede tener un actor: es como un animal. Es un actor casi imposible de dirigir. Godard decía a través de uno de sus personajes, en El soldadito: ‘Yo creo que los actores son tontos. Uno les dice que se rían y se ríen, uno les dice que lloren y lloran, uno les dice que caminen en cuatro patas, y lo hacen. Yo creo que si uno les hiciera decir que los actores son tontos, lo dirían sin problemas.’ Ese carácter dócil es del todo ajeno a Marassi. Y no porque no sea amable, o porque sea combativo –es, por el contrario, el más amable de los actores–. Más bien es porque no le sale seguir las indicaciones; no las entiende o no le importan. Hace lo que él quiere, y es ahí donde se convierte en una fuerza imparable de la naturaleza, es ese ser infinitamente poético que organiza todo en torno suyo simplemente estando allí. No busca el virtuosismo, no busca el brillo ni la eficacia; se desplaza por el cuadro como un objeto hermoso, inconsciente de sí mismo y de su melancolía. Apuesto a que Chaplin, de haberlo conocido, lo hubiera incorporado, como un elemento imprescindible, a su troupe.”
Y todo esto se resume, se condensa, se explota en la potentísima Walsh, todas las revoluciones juntas. Lejos de menguar el histrionismo y gestualidad payasesca de Marassi, la obra lo hace estallar con textos que reflexionan sobre la utilidad del arte, la utilidad de la revolución, la tensión entre los mundos de ficción y el arte conceptual, sobre el carácter extraño, sumamente significativo y doloroso de esa carta que a Walsh le costó la vida. Y allí, Horacio Marasasi está impagable, haciendo pasitos de danza abstracta, tomando whisky, tipiando y revoleando hojas blancas al techo que caen como banderas. Las banderas de un escritor. Y logra, sobre todo, una síntesis de un recorrido que viene de los 70 hasta hoy, hasta la última experimentación de un director joven. La cara pintada de blanco. Así dice Mariano Tenconi sobre su protagonista: “Es un actor terriblemente gracioso y terriblemente trágico. Yo no quería un actor que ‘hiciera de Walsh’, quería escribir un ensayo y que un actor produjera –al mismo tiempo– una suerte de ensayo paralelo pero sobre la actuación. Y él es un genio y puede actuarlo todo sin necesidad de decir nada”.
De eso se trata todo esto.
Walsh, todas las revoluciones juntas, conferencia performática con texto de Mariano Tenconi Blanco, con Horacio Banega como narrador en escena, acompañado por el actor Horacio Marassi y Ian Shifres como músico en vivo se puede ver los domingos de mayo en El Extranjero, Valentín Gómez 3378. A las 19.