“Si no hay enfermeros y enfermeras, sencillamente, el sistema de salud se cae”, señala la historiadora Karina Ramacciotti. Y sentencia: “La pandemia se llevó la vida de más de 200, mientras realizaban su trabajo contra la covid y estaban en la primera línea cuidándonos a todos”. Esta docente e investigadora del Conicet y de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) lidera el programa de investigación interdisciplinario “La enfermería y los cuidados sanitarios profesionales durante la pandemia y la postpandemia del Covid 19”, que recibió un subsidio de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación.

Un abordaje con impronta federal –del que participan más de un centenar de científicos y científicas de todo el país– que se propone describir y analizar las condiciones materiales y simbólicas que afrontan quienes se desempeñan en la profesión. “Este tiempo de excepción exhibe a las claras las características de un sector mal pago y etiquetado por el sentido común”, dice. Los estereotipos, desde esta perspectiva, se bambolean entre la glorificación (las enfermeras como “heroínas”) y el menosprecio (realizan “un trabajo menor”).

A partir de una encuesta nacional que fue respondida por 1480 enfermeras y enfermeros, 274 entrevistas en profundidad y la recolección de testimonios otros integrantes del sistema sanitario (autoridades, líderes sindicales y legisladores afines al área), pudieron recabar datos por demás interesantes. Por caso, que los contextos de mayor preocupación manifestada por los miembros del sector no necesariamente coincidían con los momentos de alarma epidemiológica. “En los testimonios, se escucha con recurrencia el reclamo por la falta de insumos en el inicio de la pandemia, allá por marzo de 2020, sumado a la enorme incertidumbre que había respecto a temas claves, como la utilización o no del barbijo por ejemplo. Y en ese escenario, no había demasiados casos de covid ni mucho menos internados en las instituciones de salud”, describe.

De hecho, la confusión fue tal al comienzo que, en tan solo cuestión de días, una autoridad internacional como la OMS anunciaba recomendaciones contrapuestas para que adopten los Estados. A pesar de no contar con salas abarrotadas de pacientes con coronavirus, los enfermeros y las enfermeras no recuerdan los inicios de la pandemia como “un momento de tranquilidad”, sino de “enorme nerviosismo” por lo que se observaba en diferentes latitudes. Asimismo, los enfermeros y enfermeras manifiestan haberse enfrentado con las autoridades de las instituciones que los empleaban porque, en muchos casos, eran negacionistas de la covid. Superiores que aseguraban que se trataba de “un fenómeno asociado a una conspiración” y a “una estrategia de marketing” para comercializar más productos de salud. “Cuando discutían con sus jefes, los cambiaban de área y si la disputa en torno al virus continuaba, las enfermeras eran echadas. Recopilamos muchas de esas historias”, dice.

El quiebre

El punto de inflexión se produjo en junio de 2020, cuando falleció el primer enfermero. En ese momento, se sancionó la “Ley Silvio” (n° 27.548) en homenaje a quien dejó su vida durante la atención de pacientes. A partir de ese momento, se declaró prioritario y se regularon desde el Estado los protocolos y las medidas de cuidado y bioseguridad para el personal de salud. “Complementariamente al miedo a infectarse ellos mismos, expresaban un gran temor a contagiar a sus familiares. Sin embargo, en paralelo, nunca dejaron de organizarse: realizaron grupos cogestionados para comprar los insumos que en algunos centros faltaban y destacaban el cuidado mutuo”, relata Ramacciotti.

Con el tiempo, las enfermeras y los enfermeros comenzaron a sentirse mucho más seguros en sus trabajos. De hecho, las instituciones de salud se ubicaron como un refugio ante un exterior que, de a momentos, parecía bordear la irracionalidad. En septiembre de 2020, se organizó la quema de barbijos en el Obelisco; al tiempo que se viralizaban por redes sociales carteles en edificios que denunciaban: “En este lugar habita un miembro del personal de salud y puede contagiarnos”. Aunque estaban en la primera línea de combate del Sars Co-2, los marginaban y hasta eran burlados. Así lo grafica la investigadora: “Ellas reportan en sus testimonios que, posiblemente, la misma gente que salía a aplaudirlos desde sus balcones por la entrega diaria, luego era la que los rechazaba en otras circunstancias. Los colectivos ni siquiera las paraban cuando, por su vestimenta, advertían que eran personal de salud y potenciales vectores de infección”. Afortunadamente, las historias menos felices se solapan con aquellas que sacaban sonrisas: el personal de salud recibió agradecimientos de todo tipo por parte de los familiares y los pacientes que se iban de alta. La campaña de vacunación motorizó el despliegue de escenas más amables.

Reivindicaciones

La investigación que coordina Ramacciotti fue realizada durante la segunda ola, entre marzo y julio de 2021. Como los testimonios recolectados coinciden con el peor momento de la pandemia para Argentina, muchos de los entrevistados relataron “debates calientes”, relacionados por ejemplo con decidir a quién debía brindarse la última cama disponible. Otro eje fue la transformación en la eficacia de los tratamientos: si durante 2020 las personas internadas recibían principalmente antibióticos, en 2021 observaron los buenos resultados que suponía la pronación. Mejorar la oxigenación, creían las enfermeras, podría provocar una mejor estadía y superar la patología. Hoy, afortunadamente y gracias al avance del proceso de vacunación, la realidad de las instituciones sanitarias es otra. Algunas cumplen records sin reportar nuevos pacientes de covid en semanas. Los rostros de las enfermeras exhiben el cansancio, pero también el alivio.

La producción científica adquiere otro brillo cuando puede contribuir a generar mejoras y reivindicaciones en los sectores que se investigan. En definitiva, cuando realizan su aporte para mejorar la vida de grupos sociales desfavorecidos. “Claramente hay una cuestión salarial que debe ser modificada. Al mismo tiempo, hay un objetivo simbólico: los medios tienen que romper con el estereotipo de la enfermera que llega por vocación y por caridad; proponemos construir una política comunicacional diferente”, apunta la investigadora. Y agrega: “Hay que entender que es un trabajo para el que se requiere ser profesional; entre tres (tecnicatura) y cinco (licenciatura) años de estudio y muchísima práctica en terreno. A muchas de las que consultamos para este trabajo, la gente les preguntaba si había que estudiar para ser enfermera, o bien, por qué se habían dedicado a eso y no a la medicina que era mejor”.

Desde el Estado se podrían articular beneficios para el sector sin tanto costo, por haber acumulado durante la pandemia tanto estrés, desgaste físico y mental. El grupo de investigación propone desde entradas o ingresos para concurrir a eventos públicos, el acceso a líneas de créditos específicas y jubilaciones anticipadas, así como otros gestos que, en la escena pública y adecuadamente visibilizados, contribuirían al reconocimiento social de un trabajo esencial.

De este modo, desde el programa de investigación fomentan una revalorización por partida doble: tanto material como simbólica. En esta línea, Ramacciotti destaca que la enfermería configura un sector “ampliamente feminizado”, en que “las cuestiones de género son muy emergentes”, tanto en la formación como en la práctica. “Las estudiantes de enfermería afrontan episodios de violencia por parte de sus parejas que, al inicio de la carrera, se oponen a que estudien”, destaca. En el ámbito de la salud, una vez recibidas y con trabajo, la mirada médica-masculina-hegemónica también se hace sentir. “Para revertir esto, nuestra idea es trabajar con comisiones de género, con el objetivo de abordar estas problemáticas, también relacionadas con anclajes en la psicología social”.

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