A Alicia Kozameh la atraviesa la condición de extraterritorial. Lo que en un principio fue un exilio forzado por causas políticas, que la lleva a radicarse en Los Angeles, devino después en un in between, ese estar situado entre, o sitiada por, dos lugares. En ese nepantla --como se dice en lengua náhuatl-- la escritora preexiste a la militante y, si bien ambas aúnan una zona de irradiación, tanto en la narrativa como en la poesía aparecen dos universos concurrentes: la vuelta constante a la infancia con sus lazos familiares y el despliegue incesante de las percepciones. Entre tantos otros casos –al decir del crítico puertorriqueño Julio Ramos– se vuelven raíces portátiles las de aquellos escritores que, del lado de afuera del lugar de pertenencia, no dejan de habitar, al mismo tiempo, el lado de adentro por vía de la lengua y el imaginario. De allí que la singularidad de la literatura de Alicia Kozameh resida en ese punto de cruce permanente entre diversas lenguas y tradiciones culturales y ello mucho antes de la decisión de radicarse definitivamente en California. Judía por parte de madre, de familia siria de Aleppo y cristiana por parte de padre, de ascendencia libanesa de Beirut, Kozameh estuvo siempre entre culturas, entre tradiciones en su Rosario natal. Ha escrito prácticamente toda su obra en medio de esa paradojal extraterritorialidad que no significó la pérdida del castellano.
Arrestada en septiembre de 1975 por su militancia al PRT, es llevada a la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario –lugar conocido como El Sótano– y luego a la cárcel de Devoto hasta su salida en 1978 bajo el régimen de libertad condicionada. Después vendrán los dos exilios consecutivos, el primero en 1980 y el segundo, definitivo, en 1988 motivado por persistentes amenazas de muerte. Durante el período carcelario, escribió dos cuadernos que contienen poemas, reseñas de los libros que le llegaban, comentarios, reflexiones sobre crítica literaria, y además una serie prodigiosa de dibujos de rostros de mujeres, los semblantes de las compañeras de prisión a modo de registro estético como respuesta a las condiciones adversas de la vida carcelaria. Alicia Kozameh cuenta, durante la charla por zoom, que no ha podido nunca desprenderse de estos cuadernos, que logró sacar de la cárcel con mucho ingenio y al amparo del azar y que ahora se encuentran digitalizados por la Universidad de Poittiers. A la luz de su lectura, se constata la invención de un lenguaje indescifrable que, como una astuta treta, podía burlar el poder de los censores y los panópticos. Algo de esta lengua deja oír la media voz en la lengua poética.
EL CUERPO, LO IMBORRABLE
Alicia Kozameh ha escrito hasta la fecha siete novelas, un libro de cuentos, un poema largo titulado Mano en vuelo, cuyo tema es la Guerra de Irak y una pentalogía poética que viene escribiendo desde el año 2015 y de la que, en estas semanas, acaba de aparecer el último volumen: Sal de sangres en sangre. Bajo el sintagma “sal de sangres”, el primero se titula Sal de sangres en guerra; el segundo en declive; el tercero en pánico y el cuarto en incendio. Este ciclo de poesía, en prosa y en verso, retoma los temas de su obra narrativa y los redimensiona. Si repasamos los títulos de todas sus novelas, las acciones que enuncian implican siempre el cuerpo y su movimiento: pasar, saltar, bailar, nadar, caminar, correr (Pasos bajo el agua, 259 saltos, uno mortal, Patas de avestruz, Natatio aeterna, Basse Dance, Bruno regresa descalzo, Eni Furtado ha dejado de correr). Pero también ese cuerpo se reduce metonímicamente a ser sólo una mano (como en Mano en vuelo) o, como en el libro de cuentos, una piel. Esta literatura que apuesta a lo orgánico no solamente pone de relieve su resistencia muscular, respiratoria u ósea, sino que también alude a una experiencia que toca sus propios límites tanto como celebra el cuerpo, concebido como sede de un poder solidario y punto de incandescencia de ser-con-el-otro. Más allá o más acá de su militancia y compromiso político, sus principios éticos no quedan al margen de lo que para Kozameh es innegociable: la dimensión poética de la escritura. Su obra es una microfísica del cuerpo humano no referido exclusivamente al horror histórico sino también a un vitalismo tenaz: “Somos este sótano, este nudo apretado de la historia, somos la fuerza y el ingenio con que nos desatamos. Somos la soldadura y cada chispa. El cuerpo de todas somos. El gran cuerpo completo. Todo el cuerpo. Su sangre, somos. Y los huesos. La piel y la respiración” –escribe en Ofrenda de propia piel de 2004 que revela ya una potente conciencia de sororidad, del lado de lo político, y al mismo tiempo hace ver, del lado de lo estético, las fuerzas linfáticamente poéticas en continuo combate con la voluntad, una tensión dialéctica que atraviesa sus libros.
Por todas estas razones, el cuerpo es, como diría un escritor paisano de Kozameh, lo imborrable. Un rastro que queda adherido a los elementos. El vestigio apenas visible pero firmemente amarrado a la vida. En la Pentalogía esta materialidad del cuerpo se coloca en el centro de su galaxia. Ante los posibles sentidos del título “sal de sangres” la respuesta de Alicia Kozameh se vuelve diáfana. “Remite a un escenario en el que ha quedado sangre desparramada en una calle, en una vereda o en un camino de tierra, donde el sol la seca o la tierra la absorbe. Y entonces qué queda de esto me pregunto. ¿Queda una esencia, una síntesis, una forma de sustancia? ¿Queda un elemento disecado como sal? Y en esa sal, ¿qué se mantiene del que la tuvo circulando en su cuerpo? ¿Las guerras que atravesó en vida? ¿Los momentos en que sintió que las perdía? ¿Sus miedos? ¿El fuego que le dio vitalidad y que lo consumió? ¿La manera en que fue asesinado?”.
Estas moléculas del cuerpo, a expensas de su condición vulnerable, quedan aferradas a una materialidad que llega a ser el lenguaje que desoculta las verdades que el poder represivo no pudo aniquilar. Tanto como la razón política, esta energía de lo viviente encarna la resistencia contra la muerte. En esta poesía el fraseo asmático del ritmo -más allá del asma autobiográfico- deviene el tiempo escandido de una respiración que desea perdurar a toda costa. Sal de sangres remite, también, según nuestra lectura, a los “desangres”, ese irse la vida del cuerpo hacia su propio acabamiento no sin antes celebrarla. Y otra vez: la literatura de Kozameh reorienta el vector referencial hacia los desangres de la barbarie de la Historia, lo que en una lengua muy argentina denomina desparramo, tal como lo focaliza el quinto y último libro de la Pentalogía.
A diferencia de los cuatro anteriores que son poemas en prosa, Sal de sangres en sangre que clausura la Pentalogía está escrito en verso y habla sobre el asesinato de tu tío Eduardo Kozameh baleado por la Triple A el 12 de septiembre de 1974 en Rosario, tu ciudad natal. ¿Es este tema el que te lleva a volver al verso, como te había pasado en Mano en vuelo?
-Sí, eso es lo que pasó. Pensé que el último podía ser ese libro que siempre había querido escribir sobre el asesinato de mi tío. Y lo escribí, en una primera versión, como un poema largo en prosa. Siempre sintiendo una incomodidad que al inicio no me explicaba, hasta que entendí que tenía que ser poesía. Y, como vos decís, me pasó lo mismo que con Mano en vuelo, que también es un poema largo, y que registra una violencia que me atacó en el centro del equilibrio: la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. No es el tema en sí lo que me lleva a la urgencia de escribir poesía, sino el hecho de que se trate de una violencia que se descarga sobre puntos muy sensibles y que me desespera. Una cosa es el dolor profundo por tantas muertes de compañeros, algo de lo que es imposible escaparse y que morirá conmigo, y otra, creo yo, es el golpe certero en un punto central de mi equilibrio. La tan mentada fragmentación que no es ni más ni menos que el resultado del golpe recibido, que paraliza por un instante. Escribir sobre el asesinato de mi tío me llevó a revivir con toda la energía los momentos en que todo sucedió. Para expresarlo por escrito necesité un ritmo respiratorio que no era el de la escritura de una novela ni la de la prosa. Necesité palabras intensas, dividir el poema en versos que me golpearan y me tomaran desprevenida a mí misma, tener que preguntarme por qué cortaba un verso en determinado lugar y lo convertía en dos versos que me hicieran sentir incómoda, impactada, incluso que me provocaran llanto. Golpes. Necesitaba golpes. Un golpe detrás del otro a lo largo de todo el libro.
La elaboración de estos poemas en prosa son impactantes por su condensación, por sus joyceanas epifanías y sobre todo por la fuerza de un lenguaje opaco que a lo sumo susurra o deja en stand by la transparencia del sentido. ¿No es una continuidad de ese lenguaje en clave que leemos en tus Cuadernos de la Cárcel?
-Puede ser, claro. Yo sé que cuando me planteo una página con un verso muy corto es porque yo misma necesito hacer una pausa, porque se impone una búsqueda dentro de mí en relación con lo que va a continuar. Y presiento que el lector también, después de haber leído lo anterior, necesita respirar. Tiene mucho que ver con un aspecto orgánico de la producción de esa cadena de signos que es la escritura. En los cuadernos carcelarios hay una aglomeración, un apiñamiento de palabras, una enorme falta de espacios, de oportunidades de respirar. Las circunstancias en que fueron escritos me obligaban a contracturar los sentidos, los músculos, las ideas y la manera de expresarme. Lo que ocultaba al escribir para que no me quitaran los cuadernos pesa mucho más que lo dicho sin tapujos. Ocupa mucho más espacio. Es otra situación, y la situación determina enormemente los resultados.
Es evidente que al ser un poema largo se coloca en cierta medida en las antípodas de los pequeños poemas en prosa y me parece que ocurre eso porque hay una novela. Una novela en verso que transcurre en la ciudad de Rosario, constantemente aludida, “nuestras calles tan tremendamente rosarinas”, “este/ Paraná que baja vivo de mosquitos/ de pacúes de bagres/ de pirañas”.
-Podría haber allí una novela. Solo que la escritura de esa novela como novela en prosa provocaría un dolor profundo, pero también un acoso interminable. A veces hay que encontrar la manera de debatir por qué Robert Plant, el cantante de Led Zeppelin, tuvo que perder la voz, esa voz maravillosa que tuvo. O simplemente escucharlo en sus mejores canciones. No sé si me explico. ¿Me dio por lo prosaico? Sí, y lo disfruto, porque me produce síntomas de vida. Pero lo que decís es así. Por ejemplo, Sal de sangres en incendio, el cuarto libro, también es un solo poema largo. Es un diálogo. Mano en vuelo es también un poema largo. Y en general los cinco Sal de sangres lo son. O sea que yo creo que regreso siempre a los textos largos. Y si lo pienso un poco, todos podrían formar un mismo libro, una misma historia. Y hasta podría seguir escribiendo muchos Sal de sangres más, porque el asunto de los temas es infinito. La diferencia está en si puedo sentir que terminé una “página”, una “estrofa”, y si puedo pasar a la siguiente. Son descansos, siestas, pausas, para poder continuar.
Ahora que recordás a Robert Plant y Led Zeppelin, es constante la referencia a la música, Jean Pierre Lang, Chabuca Granda, Simon and Garfunkel pero sobre todo el rock.
-El rock me ayuda a sobrellevar malestares internos. Me salva y me permite avanzar sobre terrenos dolorosos en la escritura.
Hablando de música, el contrapunto es un principio estructural del último libro de la pentalogía. Una primera persona en la voz de Eduardo Kozameh que puede hablar y decir en el instante en que es baleado: “Y no/ no desaparezco” se halla en contraste con una tercera persona femenina que responde para sí: “No. No desaparece. Ni convertido/ en nube, ni en ripio, ni/ en papel abollado…”. Traigo esta cita porque conjeturo que es un homenaje no luctuoso a los desaparecidos, como el otro lado del testimonio.
-A su manera sí puede representar un homenaje vital, luminoso, a los compañeros asesinados, aunque girando alrededor del asesinato de mi tío. Sal de sangres en sangre plantea dos primeras personas: la de mi tío y la mía. En algunos casos se continúan una de la otra. De algún modo se hacen una. Él vive, actúa, atiende enfermos, enseña en la universidad, piensa, tiene muchas generosidades, muchas valentías, ciertos temores, siempre en una búsqueda de alguna forma de justicia. Lo balean y queda tirado casi muerto en un charco de sangre, en la vereda de una calle de Rosario cercana a uno de los hospitales en los que trabajaba. Y allí habrá quedado la sal de su sangre. Y muere tres días después. Yo observo, dudo, aprendo de la vida, reacciono y, en cuanto a él, confirmo o desmiento. Y, sí, la poesía es lo que me permite atravesar estos escándalos, estos terremotos en medio del camino, que siempre están surgiendo.
Al lado de diversas formas poéticas, hay un rescate del archivo del diario La Capital. ¿Cómo funciona el testimonio en la poesía? Te lo pregunto porque los críticos parecen negar a la poesía el estatuto de dar testimonio a diferencia de la narrativa. ¿La tuya es una poesía que busca precisión histórica?
-Sí. Fundamentalmente necesitaba llegar a los archivos del diario La Capital porque era importante para mí corroborar un dato: el del paro de transportes del día en que lo balearon a mi tío. Yo me recordaba corriendo, caminando, corriendo, caminando, en un día muy gris y bajo una leve garúa. Antes de recurrir a los archivos del diario pregunté a amigos de esos días, y no recordaban. Los artículos sobre el asesinato me llegaron incluyendo, claro, fotos de mi tío, que me impactaron profundamente. Pude clarificar todo y, sí, había habido paro de transportes en ese día y al día siguiente, y el conflicto se resolvió días después. Quería ser lo más exacta posible en términos de las circunstancias. Quería que ciertos datos que doy en el libro fueran verificables. Y, desde ya, para hacerlo pensar a mi tío, hacerlo meditar, llegar a conclusiones, recurrí a lo que sabía de él y a largas comunicaciones con el doctor Ernesto Taboada, discípulo y amigo de mi tío, que vivió todo a la par de nuestra familia. Él me ayudó a recordar detalles, y en algunos casos yo lo ayudé a él a completar recuerdos. Su intervención fue indispensable.
Entonces a partir de la necesidad de archivo y relatos de testigos ¿también la poesía deja constancia de los hechos, testimonia a su manera?
-Sobre la política de testimonio por vía poética, sí, está allí. Lo que no puedo decir es que haya una total y completa voluntad de testimonio por vía poética. Empezó como poesía en prosa. No es lo mismo que poesía ni es equiparable a prosa. Yo creo que el cuerpo es empujado y que también empuja. Algo gana y algo pierde. Es cierto que no hay mucha poesía testimonial, y que en Latinoamérica la narrativa testimonial prima. Pero yo no tengo muchas alternativas. Escribo novela, cuento, pero todo es muy poético. Todo lo que escribo es poesía, en realidad. Así que eso es lo que surge como producto de lo que soy en un cruce con lo que es mi vida. Coordenadas, un punto, y eso es todo lo que hay en ese punto.
>Fragmentos de prosa poética de la pentalogía de Alicia Kozameh
SAL DE SANGRES
Aquí estoy con mi regalo para tu cumpleaños número setenta y tres: vengo con los restos de nuestra prehistoria. Te traigo el fémur derecho de nuestra compañera Inés. Éramos muchas. Quizá la hayas conocido, y sabemos que eso carece de importancia. Es su fémur. El fémur que redobla su participación en nuestra mirada única haciéndola bailar, alimentarse, agitar su ritmo, huir, quedarse, mantener la idea. Los fémures, los omóplatos, las falanges, andan diseminados por todos los paisajes de nuestro mundo. Te traigo un fémur. A mí me queda el otro, y algunas falanges. Sin piel. Todo sin piel.
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Fina sal de sangres la que se extiende por los sótanos del mundo, en el fondo de las cuevas del fondo de los océanos, en las alcantarillas y sus murmullos, que serpentean por debajo de las viejas ciudades. Y que se espesa y se convierte en coágulo. En salado coágulo de sí misma, de sus noches y de sus días inciertos. Sangre en estado de condensación. En actitud de declive hacia las alturas. Coágulos aquí. Coágulos allá.
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Y mientras los océanos se enrojecen, un avión divide el cielo. Lo araña. Lo vuelve flecos. El cielo abre su gran bocaza y ruge. Insulta. Escupe odio. Desparrama salivas encendidas que el avión trata y trata de eludir. Ya sabe algo sobre su muerte cercana. Sin embargo sabe también que uno debe ser más certero que el otro. El cielo, maltrecho, mientras va desgranándose sin alternativas, le prende fuego en el aire a su enemigo.
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¿Qué es lo que transporta este tren que va pasando? ¿Mercadería local? ¿Ropas, uniformes de trabajo? ¿Chucherías de colores brillantes traídas de los confines de la Historia para engañar a los jóvenes demasiado intrépidos? ¿Alimentos? ¿Gente? ¿Gente de qué naturaleza? ¿Por qué instalaron las barreras justo en esta esquina, por la que paso dos veces al día? ¿Llevará gente, este tren?
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Brillaremos desde las profundidades. Desde los sótanos. Desde los lechos de los ríos. Desde el fondo de un océano, de otro. Porque el que disemina sus brillos desde la obviedad de los cielos es sólo una estrella más, irreconocible entre millones de millones.
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La materia, sus partículas, sus elasticidades y transformaciones, los sonidos que emite y la velocidad con que se expande, me deslumbran y me desconsuelan. Me dejan abandonada. No hacen más que traicionarme. Deploran mi existencia.