La nueva obra de Gerardo Naumann sucede en la vía pública. El carterista propone mirar la calle como uno de esos cuadros donde detrás de la escena principal, es posible descubrir otras escenas: los transeúntes como extras, las personas sacando bolsas de supermercado de sus autos como historias posibles que no serán contadas esta vez. Y así, el movimiento de un plácido sábado por la tarde, se convierte en una coreografía de personas que entran y salen de cuadro dejándonos ver unos segundos de su intimidad. Naumann usa de escenario el fluir del tránsito, las espontáneas colaboraciones de los que caminan inadvertidos de que están siendo parte de la dramaturgia de la obra. Ahí ubica su ficción con sus personajes, para que el rebote entre dramaturgia espontánea y obra ensayada, repetición y novedad, se amplíe mutuamente y se ponga a prueba.
Los espectadores se sientan en una sala mirando a un vidrio que da a la calle sobre la que está el teatro Elefante. En la vereda, ‘el espacio teatral’ está marcado por luces que iluminan un pedazo de vereda sobre la que cuelga un cartel de led como los que transmiten las noticias en los colectivos. Un vidrio separa a los espectadores de la escena, como un portal entre ‘la ficción’ y ‘la realidad’, aunque lo que esté del otro lado sea la así llamada ‘vida real’. En ‘el espacio de ficción’ que le fue ‘arrancado’ a la calle, Catalina Bartolomé, Matías Panaro, Dora Mils, Olivier Noel y Rafael Toriz son los personajes de El Carterista. Personajes que salieron a dar una vuelta y se encontraron en la calle; que no se conocen de antes, pero entregados a la casualidad, van a quedarse charlando en lugar de volver a sus casas. A través de micrófonos que amplifican las voces y los sonidos del afuera, en la sala escuchamos lo que pasa como en un cine, con esa distancia de la mediación que le imprime una extrañeza a aquello que está ocurriendo en tiempo presente. Como si entre nosotros y ellos, hubiera mucho más que dos metros de distancia, como si el otro lado del vidrio fuera un mundo parecido al nuestro, pero distinto. Con ese dispositivo, Naumann –también director de cine– logra traer a la escena esa cualidad cinematográfica de la cámara cuando registra la mirada de una persona que pasa, ese instante que queda capturado del fluir del presente. Como si el vidrio fuera el lente de la cámara, ese imán que atrae miradas y captura momentos.
Naumann viene investigando en obras anteriores la relación entre el teatro y su repetición en escenarios reales y con no actores. Emily sucedía en un negocio de venta de baños y cocinas en Lanús; en La Fábrica, los espectadores caminaban por la fábrica de cera Suiza durante el horario real de trabajo. “El espacio público me interesa porque ahí la repetición es mucho más clara. En una fábrica pasa siempre lo mismo: la máquina llena la lata con la misma cantidad de coca cola y el vendedor de sanitarios dice siempre más o menos lo mismo para seducir al cliente; el espacio público está lleno de repetición. En La fábrica los espectadores seguían a seis empleados, desde el alto directivo, hasta el guardia de seguridad. Cada una de esas personas hacía un solo que decía en los espacios en los que se movía durante su jornada laboral. El jefe empezaba en el estacionamiento con su Mercedes Benz, seguía en su oficina y terminaba en una sala de reuniones, su secretaria tomaba la posta en la sala de reuniones, seguía en su oficina y terminaba en el comedor, el encargado del comedor empezaba ahí y seguía. La obra siempre llegaba al trabajador en la cinta de montaje en algún momento. En Suiza hice la obra en una fábrica de papas fritas. Terminaba enfrente de una mujer de origen turco, que hablaba alemán con dificultad y contaba que todas las mañanas cambiaba una sola cosa en su puesto de trabajo: la fecha de vencimiento del paquete. Cada tanto una fecha coincidía con el cumpleaños de algún pariente o amigo; entonces se pasaba el día pensando en esa persona. Lo que me interesa de lo real es la potencia que la obra demuestre para hacer algo nuevo a partir de lo existente. En este sentido me gusta pensarme menos como un creador, y más como un montajista’’, cuenta Naumann.
Los actores de El Carterista no pertenecen al mundo de la actuación, algunos hicieron otras obras, pero otros no habían actuado nunca. Toriz es un escritor y ensayista mexicano, Noel es un actor francés que se enamoró de Buenos Aires, Mils es una mujer de setenta años que actuó en su juventud, Bartolomé es fotógrafa y Panaro es un pre adolescente con toda la gracia del mundo encima. Al igual que en otras obras en la que trabajó con no actores, o con elencos compuestos con actores y no actores, Naumann logra un tono de actuación compartido con un estilo muy claro. “En Emily necesitaba personas que pronunciaran muy bien inglés. Las personas que aparecieron venían de espacios sociales muy distintos, con edades diferentes y no eran actores: eso producía una disparidad tonal muy difícil de digerir. Durante los ensayos, fueron dejando de lado lo que cada uno traía como marca personal y se fue armando algo más mínimo: un lugar de actuación al que todos podían llegar porque era relativamente fácil. Y ahí se armó un grupo de gente haciendo algo juntas en lugar de individualidades. La obra pone al espectador frente a la pregunta: ¿puede este grupo de personas de edades e intereses distintos hacer algo juntos? O más simple incluso: ¿podemos hacer algo juntos?”
Hay algo interesante que se plantea –en todo el teatro– pero más aún cuando el actor no tiene oficio, que es la labor de encontrar lo nuevo en lo que ya fue varias veces y será otras más, en ensayos y funciones: “Si repetís algo mucho perdés espontaneidad y ganás precisión: en la repetición nos hacemos fuertes. Lo nuevo es pura superficie. Al entender que eso que se hace es pura repetición, se puede trabajar sobre la marca, entender lo absurdo de la repetición, sin dejar de ejecutarla. Lo nuevo aparece siempre de manera fácil y nos sorprende y nos fascina un rato. Pero que nos fascine lo repetido, ahí hay algo”,
Naumann dice que le interesan las personas, actores o no; personas que disfrutan de lo que están haciendo. Y esto del disfrute no es menor en El Carterista. Todos los actores son personas a las que se disfruta mirar y oír; son personajes que salieron a caminar y se encontraron ahí donde las luces iluminan. Y en ese lugar, tienen tiempo para quedarse hablando de sus rutinas, de sus gustos: se presentan, cuentan lo que les gusta hacer, se interesan por los otros. Sus existencias no son planas, están llenas dentro de lo que alguien llamaría “una vida simple”. En ese pedazo de vereda pasan cosas fantásticas de escala pequeña y eso es reconfortante y bello. Como si la obra nos develara las maravillas potenciales del cotidiano, las aventuras inesperadas de la calle, los milagros de los otros, el humor de los objetos y de las personas con ellos. Una forma de vivir la realidad opuesta al noticiero, a algunas obras sarcásticas que reproducen lo peor del vivir juntos. Y ahí se encuentran con la señora de la fábrica papas fritas, no como inmigrante turca, no como trabajadora en la línea de ensamblaje en un país extanjero, sino como persona en el mundo, con imaginación y fantasías.
El Carterista se puede ver en Elefante Club de Teatro, Guardia Vieja 4257, los sábados a las 19.30 y a las 22.