En el corazón del pueblo suizo de Gruyères, habitado por unas 2000 almas, rodeada de la majestuosidad de las montañas y acompañada por un pequeño pero imponente castillo medieval, se encuentra emplazada su calle principal, de apenas poco más de 500 metros de largo. Apretujados entre algunas tiendas turísticas, varios restaurantes y un par de hoteles se encuentran dos locales de extrañas fisonomías internas, ocultas por sus tradicionales fachadas: el museo de H. R. Giger y, casi enfrente, el bar homónimo. Hans Ruedi Giger no nació en ese lugar sino a unos trescientos kilómetros hacia el este, en la ciudad de Coira, pero el poblado que ha dado origen a uno de los quesos más famosos del mundo fue también el elegido para contener y resguardar la obra del artista plástico y dibujante fallecido en 2014, a la edad de 74 años. Las varias salas del museo albergan una parte importante de su obra pictórica, escultórica y escenográfica, pero la atracción más importante para la gran mayoría de los visitantes es, inevitablemente, su creación más famosa e influyente: el diseño del infame pasajero número 8 en la película dirigida por Ridley Scott (película que, dicho sea de paso, generó una mutación casi definitiva en el uso del término inglés “alien”). Ninguno de los talentos involucrados en la realización del film de 1979 –ni Giger, ni el guionista Dan O’Bannon, ni el reparto encabezado por una entonces desconocida Sigourney Weaver, ni el grupo de productores (entre otros, Walter Hill), ni el propio Scott, que venía de dirigir un largometraje prestigioso, pero nada popular, llamado Los duelistas–, ninguno de ellos imaginaba el impacto e inmenso éxito comercial que le esperaba a Alien, el octavo pasajero desde su primera semana de exhibiciones. Mucho menos que, con el correr de los años y las décadas, el proyecto original tendría no sólo tres secuelas oficiales sino también un par de spin-offs híbridos y dos precuelas que amplían, magnifican y extienden el legado del relato seminal a otros tiempos y galaxias. Alien: Covenant, el regreso de Ridley Scott a la compañía del extraño ser con aires ligeramente lovecraftianos que le dio fama y popularidad hace casi cuarenta años es, asimismo, un intento transparente por amplificar la franquicia y acercarla a una nueva generación de espectadores, un poco a la manera de las últimas entregas de la saga Star Wars. Se viven tiempos de intensa serialización cinematográfica y el bicho con cabeza en forma de banana, doble mandíbula saliente y sangre ácida no podía quedarse afuera del negocio.

La secuencia de títulos de apertura de Alien: Covenant remite directamente a otra película de Ridley Scott de reciente factura, Prometeo, y presenta formalmente el “nacimiento” del personaje interpretado allí por Michael Fassbender, el ser sintético que responde al nombre de David. De esa manera, la nueva entrega de lo que ya puede considerarse una saga en pleno derecho reúne los universos de los films con la palabra “Alien” en su título y aquella otra película más ambiciosa –en términos filosóficos– cuyos protagonistas andaban en busca de esa pregunta del millón que nadie, nunca, jamás podrá responder: “¿De dónde venimos?”. Covenant no es la excepción a esa regla, aunque durante la segunda mitad de su metraje pone a disposición del espectador las llaves que abren las puertas al origen de los malditos xenomorfos. Pero antes de que eso ocurra, otro grupo de viajeros espaciales –esta vez al mando de una nave de colonizadores criogenizados– surcará los confines del espacio sideral. Luego de los consabidos planos generales del navío Covenant flotando en el vacío, el único movimiento en su interior es el generado por otro droide –con los mismos rasgos de Michael Fassbender– llamado Walter. El desperfecto generado por una explosión de neutrinos (contra toda lógica física, ya que, en realidad, se trata de partículas que pasan a través de la materia sin perturbarla) despierta de manera urgente a la tripulación, que pronto recibe una señal posiblemente inteligente que los obliga a investigar un planeta hasta ese momento desconocido. La familiaridad de la trama no es casual: Alien: Covenant, como el Episodio VII de Star Wars, regresa a las fuentes y adopta la fisonomía de la remake no literal, repitiendo con variaciones tópicos, anécdotas y estructuras narrativas de las historias originales, cruzándolas con elementos de algunas de las secuelas.

Yerba mala nunca muere

Alien nació como film de terror en el espacio (no casualmente, Terrore nello spazio, del maestro italiano Mario Bava, fue una de sus más notables influencias), poniendo a un grupo de hombres y mujeres encerrados e indefensos a merced de una criatura tan poderosa como virulenta. Continuó su derrotero en 1986 como una de acción, condimentada con elementos de horror e incluso de melodrama familiar, en Aliens, el regreso, la magnífica secuela original dirigida por James Cameron, en la cual las ansias de protección maternal adquieren –como el propio alien en sus diversas etapas de crecimiento– las más diversas formas. Descendió a comienzos de los años 90 a las mazmorras de una cárcel espacial en la asfixiante y algo pretensiosa ópera prima de David Fincher, Alien³, donde la religiosidad cristiana que circula como elemento narrativo termina empapando todo el film, rasgos sacrificiales incluidos. En 1997 tiró un manotazo de ahogado en la poco menos que ridícula cuarta entrega, Alien resurrección, comandada por el francés Jean-Pierre Jeunet, con una teniente Ellen Ripley clonada luego de su muerte. Finalmente, se vio desprovista de todo prestigio y alcurnia –aunque recuperando algo de la acción física y la intensidad originales– en las dos pseudo secuelas tituladas Alien versus Depredador, reflejo contemporáneo de las viejas cruzas entre monstruos clásicos (Drácula, Frankenstein, La Momia et. al.) pergeñadas por los estudios Universal allá por los años 30 y 40. La confirmación de que yerba mala nunca muere –en particular, con el nivel de resistencia física de los xenomorfos– la dio el propio Ridley Scott en una entrevista para la revista Total Film, realizada durante el rodaje de su último film, que se estrena en la Argentina este jueves: “Covenant nos mantendrá un poco alejados de la primera Alien, pero todavía puedo hacer una más de estas películas. La están escribiendo en este momento. Pero veremos hacia dónde se dirige. El centro de la historia nos llevará, es de esperar, de Covenant a “Prometeo 3”, o cómo se la quiera llamar, porque tenemos un plan a largo plazo respecto de cómo va a evolucionar la historia. Y el final de esta nos lleva definitivamente hacia la próxima”. A punto de cumplir ochenta años, Scott se mantiene más activo que nunca. Y continúa ocupando el podio del realizador británico más taquillero de las últimas dos décadas.

Si la historia a bordo de la nave de carga Nostromo fue descripta, hace 37 años, como “una película de casa embrujada con un gorila en el espacio exterior” (Pauline Kael dixit), algo similar puede afirmarse sobre el relato que recorre los pasillos de la embarcación Covenant. A lo cual podría sumársele, luego de que los primeros cadáveres comienzan a apilarse, “y con un científico loco haciendo de las suyas”. En realidad, como el alien mayorcito que hemos amado ver crecer capítulo a capítulo –y del cual ahora se conocen algunos de los secretos de su origen–, esta nueva entrega es el resultado de la clonación e hibridación de varias razas y castas de películas: aventuras, terror, ciencia ficción, acción, una pizca de cine bélico. Signo de los tiempos, el guión escrito a cuatro manos por John Logan y Dante Harper recrea y redirecciona el ideario del film original en varios sentidos. En principio, es bueno recordar que la teniente Ripley circa 1979 (o 2122 en la ficción, según cálculos de un grupo de fans de la saga) es, vista a la distancia, el prototipo perfecto de la heroína hollywoodense de acción en una era en la cual la testosterona todavía marchaba triunfante en esas lides físicas. Prototipo que sería elevado a la categoría de arquetipo en Aliens, con una Sigourney Weaver en pleno control del uso de las armas y el nervio necesario para comandar a un grupo de expertos marines absolutamente perdidos ante el poderío del más insospechado enemigo. Las responsables de tomar la posta en este año 2017 (2103 en la ficción) son las actrices Katherine Waterston, Carmen Ejogo y Callie Hernandez, cuyos personajes resultan chicas de armas tomar, al menos cuando el contexto así lo requiere. Waterston, por caso, es la protagonista del set piece de acción climático antes del final y pausa hasta la próxima reaparición del alien en un futuro cercano. Junto con los diseños de Giger, ese rotundo cambio de género quizá sea el legado más relevante de la producción de la 20th Century-Fox que sólo vio la luz verde luego del éxito de La guerra de las galaxias: nadie quería producir una película de ciencia ficción con un monstruo asesino de varios millones de dólares de presupuesto. Por supuesto, también hay algunos muchachos en la partida, encabezados por Billy Crudup y el comediante Danny McBride, en un rol tan atípico como efectivo.

Sobreviviendo

El mismo Scott define someramente la ligazón entre Prometeo y Alien: Covenant en la entrevista oficial producida para promocionar la película: “¿Cuánto tiempo va a sobrevivir determinada persona? ¿Cuál de ellas va a sobrevivir? A eso se reduce todo y las tres secuelas tomaron el mismo camino. Extrañado, me pregunté por qué ninguna se había planteado la pregunta de quién crearía una criatura así y por qué razón. Una pregunta muy obvia. Así fue que llegamos naturalmente a Prometeo. Sé muy bien que hubo unas cuantas quejas porque allí no vemos al alien; muchas quejas pequeñas, pero en realidad esa película era un trampolín para ésta, donde todo evoluciona de una manera mucho mayor, con preguntas importantes que son contestadas de manera certera. Y además de eso, incluimos dos variaciones del alien”. Si el director de Blade Runner, Thelma & Louise y Gladiador parece aquí un vendedor callejero ofreciendo un combo de múltiples virtudes y beneficios, hay una razón de larga data que podría explicarlo: Scott ha afirmado en varias ocasiones que se sintió algo herido por no haber sido convocado para la secuela original y también ha expresado públicamente su disgusto por los resultados finales de Alien³. Quizás haya algo cercano a una paternidad perdida, que el realizador parece haber recuperado con estos dos films recientes y el proyecto de un tercero en camino. Y de paternidades se discute bastante en Covenant. Pero no cualquier clase de paternidad. No casualmente las referencias literarias y literales a Lord Byron y Mary Shelley se repiten en varias ocasiones: si los droides resultaban fundamentales en el desarrollo dramático de los primeros films de la saga –uno de ellos por su villanía fría y calculadora, el otro por la entrega absoluta y heroica a los designios y deseos humanos–, aquí no lo son en menor medida, aunque las vueltas del desarrollo de la inteligencia artificial ubique a uno de ellos más cerca del HAL 9000 de 2001, odisea del espacio que de cualquier otro ser pensante no humano. Quizás sea una obsesión personal del realizador. O tal vez un simple punto de referencia que se sabe probadamente atractivo. Lo cierto es que esa pregunta acerca del origen (¿De dónde venimos? ¿Cómo fuimos creados? ¿Es posible emular la creación?) quiere aportarle a esta nueva reinvención del viejo y querido alienígena parido por Scott, Hill y Giger, entre muchos otros colaboradores, la categoría de mito fundacional. El Prometeo moderno, Frankenstein, vuelve al ruedo, con una capacidad ilimitada para la mutación y una nula condición para sentir empatía. La batalla final no es tanto la de los humanos contra los aliens, sino la de David contra Walter, dos seres sin sangre, venas ni vísceras enfrentados por una acuciante angustia existencial: rebelarse contra su propio creador y caer en la falta absoluta de ética o entregarse a la necesidad de creer en algo parecido al amor hacia el otro. Dos seres tan humanos, a pesar de ese líquido espeso que brota de sus cuerpos cuando son mutilados. Tan humanos, precisamente porque comparten la imposibilidad de definir eso que suele llamarse alma y que nadie, nunca, jamás ha visto o tocado.