Desde Madrid
En los bellos días soleados de un otoño muy benigno, sobre el que se prolonga el verano, y con un comportamiento social que de a poco se abre para comenzar a dejar atrás, también de a poco, la pandemia, el Museo Thyssen de Madrid ofrece hasta fines de enero de 2022 una gran retrospectiva de René Magritte (Bélgica, 1898-1967), “La máquina Magritte”, que reúne casi un centenar de pinturas.
Tal cantidad de obras del artista no supone sin embargo una sobredosis magrittiana, porque en sus pinturas nada remite al exceso sino que todo es medido, riguroso, ordenado… aunque se trate de otro tipo de ordenamiento, con otra lógica.
El guión curatorial, organizado en torno de siete núcleos expositivos, a cargo de Guillermo Solana, director artístico del Museo, divide la exhibición en los siguientes capítulos: “Los poderes del mago”, “Imagen y palabra”, “Figura y fondo”, “Cuadro y ventana”, “Rostro y máscara”, “Mimetismo” y “Megalomanía”. De algún modo tal tematización describe la lógica binaria que Magritte se encarga de poner en cuestión.
Lo primero que debe anotarse es el deslumbramiento ante la genialidad y el virtuosisimo. Las pinturas de Magritte construyen con naturalidad, de un modo simple y poderoso, un cuestionamiento radical de lo dado, del sentido común, de la interpretación primera y más usual: todo sueño, toda ensoñación, puede convertirse en una hiperrealidad. Pero lo onírico es una de las tantas fuentes del artista. Sus obras se rigen por procedimientos que se repiten como ecos: la literalidad, la verosimilitud de lo inverosímil, el absurdo, el estallido de lo aprendido, el desprejuicio, el encuentro inesperado (o la continuidad sorprendente) de imágenes o ideas. Siempre se trata de imágenes directas, pintadas con virtuosismo, comprensibles por cualquiera. En Magritte, lo surreal adquiere un cariz cotidiano y obsesivo. La supuesta transparencia es al mismo tiempo una bella trampa, porque el artista toma distancia irónica del mundo y de sí mismo, para pensar y repensar los fundamentos de la imagen.
En el primer capítulo, “Los poderes del mago”, puede verse una serie de autorretratos que rompen con las convenciones del género. Magritte no se busca ni se muestra a sí mismo, ni construye intimidad, ni es autobiográfico, sino que coloca al pintor como sujeto de la magia y los trucos ante la mirada del espectador. Los autorretratos aquí son otra forma de exploración de la pintura y su sentido, no de la autorreferencialidad del artista, sino en todo caso de la autorreferencialidad de la pintura, sus convenciones e historia como género artístico.
En la sección “Imagen y palabra” se presenta la particular relación entre ambos componentes del cuadro. Las palabras establecen nuevas correspondencias con las imágenes, porque no las designan. Con caligrafía de alumno aplicado, Magritte pinta palabras que se mezclan con las imágenes o las sustituyen. Esta nueva asociación se extiende a los títulos de los cuadros, que para decirlo en términos criollos, “contribuyen a la confusión general”. La deshabituación, en ejercicio, por la “simple” alteración de la correspondencia entre palabra e imagen.
El núcleo “Figura y fondo”, supone la pintura como escenografía, gracias al uso del concepto de collage como procedimiento pictórico. Como dicen los organizadores: en el período 1926-1931, los cuadros de Magritte “se llenan de planos recortados, horadados o rasgados y de siluetas corpóreas pero planas”. Esta versión escenográfica de la pintura invierte el tratamiento de la figura-fondo y puede transformar un cuerpo en un agujero que nos deja ver un paisaje.
El cuarto capítulo, “Cuadro y ventana”, alude a la ironía de Magritte respecto de la antigua idea de que una pintura es una ventana. El cuadro aquí resulta una superficie ambigua, por momentos presente, por momentos transparente, y se introduce la idea de cuadro dentro del cuadro, del cuadro como marco vacío; del cuadro literalmente como ventana o como nicho en la pared. Magritte apunta al cuestionamiento de la visibilidad/invisibilidad del cuadro, al estatuto de lo que se ve.
El apartado “Rostro y máscara” remite al enigma del rostro. En una buena parte de sus pinturas, el artista elude las facciones de la cara, las esconde. Los rostros se ausentan o eclipsan, o se trasladan o un objeto o a otras zonas del cuerpo.
El núcleo dedicado al “Mimetismo” tematiza la capacidad de transformación de las imágenes de Magritte, las metamorfosis. Y aquí se cita al propio artista: “Parecerse es un acto, y es un acto que pertenece sólo al pensamiento. Parecerse es convertirse en la cosa que uno lleva consigo. Por sí solo, el pensamiento puede convertirse en la cosa que lleva consigo”. El poder de integrase o fusionarse camaleónicamente con el entorno conforma el lenguaje magrittiano.
En la sección “Megalomanía”, según el curador, “el pintor extrae un objeto o cuerpo de su contexto habitual y lo sitúa en un medio extraño, haciéndolo más visible. Esto es lo que Magritte y otros surrealistas denominan ‘extrañamiento’.” Se trata ahora de un recurso antimimético, en el que uno de los procedimientos utilizados por el pintor es el cambio de escala. Mientras con el gesto mimético el cuerpo u objeto era fagocitado por el espacio, en este caso el cuerpo ocupa casi todo el espacio, devorándolo.
Con los años, Magritte fue construyendo un repertorio, casi un alfabeto, combinable y obsesivo, que le bastó para generar una pintura en la que la lógica no es verdad ni mentira.
Las fusiones, alternancias e intercambios entre dualidades como cuadro y paisaje, interior y exterior, diurno y nocturno, entre otros pares de la lógica binaria, se repiten y reciclan metódicamente en su obra.
En los cuadros de Magritte, bajo el riguroso ordenamiento y disposición de los elementos que los componen, todo está en un perfecto nuevo orden lógico, el de la ficción.
Cuando la muestra se cierre en Madrid, se trasladará a la Caixaforum de Barcelona.