Hoy se cumplen cinco años de un hito: el primer paro feminista construido contra el gobierno de Mauricio Macri. El 19 de octubre de 2016 se organizó en velocidad, respondiendo de modo coordinado al femicidio de Lucía Pérez, conocido apenas terminaba el multitudinario Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario. La idea se cocinó en una asamblea convocada por Ni Una Menos en el galpón de la entonces CTEP (Confederación de Trabajadorxs de la Economía Popular) del barrio porteño de Constitución, para poder ponerle el cuerpo al dolor y la bronca a la vez que se sentía la fuerza de movilización que se venía instalando en las marchas del 3 de junio desde 2015.
La propuesta rápidamente se propagó a otras ciudades e incluso países, alcanzando una resonancia inesperada y activando convocatorias de lo más variadas para “parar”. La fecha desbordó la Plaza de Mayo bajo una sudestada furiosa que terminó estampando miles de paraguas de colores en las fotos aéreas y en la memoria feminista.
El paro feminista produjo una innovación política histórica: usó una herramienta de la lucha obrera para protestar contra las violencias machistas y, en ese gesto, puso en evidencia la conexión sistémica de las violencias económicas, coloniales, y de género contra ciertos cuerpos. Explicitó, desde un acto de rebeldía, por qué se puede parar contra los femicidios y a la vez contra el saqueo de los territorios, contra los mandatos heterocispatriarcales y contra el trabajo precario y, de ese modo, desafiar al neoliberalismo en las casas y en las calles.
Por eso su repercusión fue tan rápida: hacía sentido en muchos lugares, tramando una conexión transnacional que no dejaría de crecer. Funcionó también como el punto de partida del llamado internacional de los siguientes 8 de marzo, a partir de 2017, como paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis; luego, paro internacional feminista plurinacional e incluso huelga general feminista. La huelga, por eso mismo, produce un salto cualitativo en la organización: transformó la movilización contra los femicidios en un movimiento antineoliberal, capaz de enlazar y politizar de forma novedosa el rechazo a las múltiples violencias contra ciertos cuerpos-territorios.
La huelga, apropiada y reiventada por mujeres, lesbianas, travestis, trans, no binaries además puso en lugar central la cuestión del trabajo, abriendo de modo nuevo esa problemática. En primer lugar, porque desbordó las fronteras de a quiénes se reconoce como trabajadorxs y, por tanto, se volvió una estrategia de visibilización y valorización de las trayectorias laborales menos tenidas en cuenta: trabajadoras de hogar, precarizadas, migrantes, las de quienes combinan múltiples empleos para juntar un sueldo, trabajadoras de la economía popular con subsidios que no alcanzan para lo básico, desocupadas, jubiladas, trabajadoras de la tierra, mujeres sindicalistas, estudiantes, trabajadoras sexuales, entre otres.
En segundo lugar, inauguró una pregunta práctica: ¿qué de todo lo que hacemos cuenta como trabajo?, ¿quién lo contabiliza?, ¿por qué no se remunera o, eventualmente, tiene los pagos más bajos del mercado laboral?, ¿qué significa cuidar como trabajo?, ¿qué nombres hace falta inventar para esas tareas naturalizadas e invisibilizadas que sostienen la vida en los barrios, los espacios domésticos y las comunidades?
En tercer lugar, complicó la práctica misma de la huelga, forzando a invenciones de todo tipo: ¿qué significa parar si no tengo patrón?, ¿qué significa parar si soy free lance o desocupade temporal?, ¿cómo hago huelga si no puedo dejar de trabajar porque dependo de lo que gano al día?, ¿qué significa parar si el sindicato no declara la huelga?, ¿qué implica hacer paro si cuido a otres? Así se ha ampliado prácticamente a qué llamamos «lugares» de trabajo, incorporando la calle, el barrio y la casa, y teniendo nuevas maneras de mirar los «empleos» considerados como tales.
Con el paro feminista, se inauguran cuestiones estratégicas que siguen siendo claves hoy y que son parte del debate político más coyuntural. Por un lado, empieza a tramarse entonces una convergencia entre militancias feministas y sindicalistas que ha movilizado esas estructuras patriarcales, que ha creado coordinaciones inéditas entre dirigentas y activistas de todas las centrales obreras y que ha revitalizado los 8 de marzo con memoria obrera feminista puesta en tiempo presente.
Esa fuerza se ha capilarizado en muchísimos conflictos y formas de organización. De hecho, las consignas de este último sábado en el acto convocado por mujeres sindicalistas con la consigna “La CGT es con nosotras” en la localidad de Berisso, reclamó contra el anuncio de una reforma estatutaria para integrar la perspectiva de género en la central sin convocar a sus protagonistas y se exigió el cumplimiento del cupo. “No queremos estar sólo en la foto ni servir el café, queremos conducir”, se cantaba en el acto.
Por otro lado, el debate sobre “trabajo esencial” durante la pandemia que puso en primer lugar a las trabajadoras socio comunitarias y a las redes populares feministas que se hicieron cargo de la emergencia habitacional, alimentaria, sanitaria y por violencia de género puso en juego el acumulado de luchas sobre trabajo reproductivo, de cuidados, comunitario y territorial que desde la huelga feminista no deja de ser debatido, nombrado, disputado y puesto en valor.
Con una presencia impensada hace unos años atrás, la consigna “no es amor, es trabajo no pago” ha puesto en discusión una naturalización que la propia palabra esencial tiene como ambigüedad: la necesidad de desacoplar los trabajos reproductivos respecto de los mandatos de géneros (la responsabilización, una y otra vez, de a quienes les toca cuidar, esencializando ciertos roles). Esto, a su vez, se ha entrelazado con demandas sobre vivienda, teletrabajo y jubilaciones, por nombrar tres reclamos estratégicos que los feminismos han levantado.
Estas maneras de conectar las condiciones de vida, de la reproducción social, especialmente agredida en momentos de crisis, con las formas de trabajo más precarizadas ha permitido ampliar las agendas y abordar lo que significa el endeudamiento de los hogares, el consumo de alimentos tóxicos y dolarizados, y el pago de alquileres que se hacen imposibles y que llevan al hacinamiento, al desalojo y a la toma e, incluso, a situaciones de calle.
Del mismo modo, es la perseverancia organizativa que ha tejido la huelga lo que ha permitido integrar demandas clave que hacen a las vidas de lxs trabajadorxs hoy, remuneradxs y no remuneradxs, en medio de un colapso del metabolismo ecológico inédito. De este modo, el proceso político del paro feminista ha ensanchado el campo social en el que la huelga se inscribe y produce efectos.
Hoy es un aniversario importante porque la huelga feminista creció a fuerza de un tejido minucioso de alianzas políticas que se proponen como fuerzas antineoliberales, antiracistas y antipatriarcales, siendo caja de resonancia de un movimiento que logró instalar, nuevamente, el deseo de cambiarlo todo.