“Mi madre moría en Minneapolis; mi padre murió al día siguiente. Mi madre contaba veintinueve años y mi padre treinta y nueve (una gran diferencia de edad, decía mi abuela)”, escribió Mary McCarthy en Memorias de una joven católica (1957), su autobiografía con permiso de ficción en la que cuenta que la gripe de 1918 o gripe española la convirtió en huérfana a los seis años, le arrancó el relato maternal y desdibujó los recuerdos familiares que había logrado retener.
Sus tres hermanos menores poco pudieron hacer para remendar aquel agujero. Tampoco ayudó mucho la abuela con la que más trato tuvo porque la mujer sentía repugnancia por el pasado. La arqueóloga de la evocación estaba sola. Cuando los recuerdos se volvieron ariscos, Mary, sin querer saber si los inventaba o no, fue tras ellos y los transformó en literatura. ¡Qué mejor inspiración para la nena que escribía poemas a los ocho años que esa aversión no heredada!
La infancia de McCarthy estuvo a merced del inmundo tío Myers, su “custodio”, un abusador con “la virtud de convertir a cada uno de nosotros (ella y sus hermanos) en enemigo de los demás”. Myers estaba casado con Margaret, una tía abuela de Mary que usaba el cepillo de pelo para pegarle. McCarthy recrea aquellos azotes, el colegio de monjas, la pérdida de la fe y sus primeros años de mujer joven con la agudeza y la verdad que la mayoría de las personas suele ocultar.
En 1963 su novela El grupo fue el best seller que nadie se atrevía a confesar que leía (más de dos años entre los primeros de la lista), el libro que Australia prohibió por ofender a la moral pública, “una novela trivial de escritora”, según un asustado Norman Mailer (el miedo y los celos suelen combinar bien los colores), una película dirigida en 1966 por Sidney Lumet y con el tiempo, en la precursora de Sex and the City, la serie que Candace Bushnell creó en los años noventa porque un editor le pidió que escribiera una versión moderna de El grupo.
Mientras el circuito cultural no le perdonaba el fervor y la hostigaba con murmullos sociales y críticas maliciosas salpicadas con cartas de lectores que la acusaban de dar una "perspectiva pervertida de la vida", la novela era una pasión secreta, una biblia feminista en manos de sus herederas literarias: “la leíamos para entender quiénes éramos y como íbamos a vivir” (Vivian Gornick). Puertas adentro, en el silencio del cuarto, El grupo se leía con empática devoción: "Todo sonaba cierto con una franqueza brutal. Había algo tan nítido, inteligente y audaz en su escritura (…) como esa escena en la que una mujer ansiosa por complacer, lucha por amamantar a su bebé recién nacido para probar las nuevas teorías de la maternidad defendidas por su esposo pediatra.” (Claire Tomalin).
McCarthy se casó cuatro veces, el crítico literario Edmund Wilson fue uno de sus maridos y el padre de su hijo Reuel. Cuando se casaron ella tenía veintiséis años y él cuarenta y tres. Un matrimonio más borrascoso que conveniente que tragó saliva siete inviernos: “ninguno podría coexistir pacíficamente con el otro bajo el mismo techo ", escribió Reuel Wilson cuando contó que su padre, quien llamaba a Mary histérica (con una internación psiquiátrica incluida y sin su consentimiento), no la dejaba disponer de dinero propio y la encerraba para “incentivarla” a escribir algo bueno, también le había pegado a su madre. El sádico tío Myers estaba vivo en los modales temporales del “Minotauro” o de “La Vieja”, los apodos con lo que McCarthy llamaba al ilustre Wilson.
La amiga epistolar de Hannah Arendt (durante veintiséis años se escribieron cartas que fueron editadas en un libro: Entre amigas) era ingeniosa, soportaba los embates sobre sus decisiones políticas y sexuales y decía la verdad sobre lo que veía (podía ser una obra de teatro, una ciudad o una escena de la vida privada) con la opinión que desestima la inercia mecánica de lo obvio.