El taconeo apresurado por las veredas mojadas no cesa. Por el contrario, se acelera. Las imágenes no revelan, por el momento, el resto del cuerpo de la portadora de los zapatos, pero el nerviosismo es evidente en el movimiento, encuadrado en un formato apaisado y un blanco y negro atravesado por contrastes nocturnos. Sigue lloviendo y cuando las piernas finalmente se detienen lo hacen frente a la reja de entrada de una típica casa de alto suburbana. La mujer que toca el timbre, una chica llamada Carla, obtiene un “vuelva mañana” como respuesta a su pedido, casi una súplica. Carla está ostensiblemente embarazada y cuando regresa al otro día, y la doctora Irina la atiende, la respuesta de la joven a la pregunta más sencilla del mundo ofende a la obstetra. “Le estoy preguntando si está de cuatro o de cinco meses. Ya no se puede hacer un aborto”. Aún falta casi una hora para que el título de la película, El apego, aparezca en pantalla, pero el vínculo profesional y personal entre los dos personajes centrales ya es claro. La nueva película de Valentín Javier Diment, director de El eslabón podrido y el documental La Feliz, continuidades de la violencia, acaba de ganar el premio mayor en la sección Noves Visions del Festival de Sitges –el encuentro catalán especializado en el cine fantástico, de terror, sci-fi y zonas aledañas e intermedias–, y tendrá su estreno comercial en cines argentinos el próximo jueves 4. A la hora de contar la intensa historia de Carla, interpretada por Jimena Anganuzzi, e Irina, responsabilidad de Lola Berthet, El apego mezcla, revuelve y sacude el melodrama gótico, el thriller erótico y el terror psicológico, pero el punto de partida podría formar parte de un drama social e histórico. Son los años 70 en Buenos Aires y los blancos, negros y grises de las imágenes no permiten anticipar ni de lejos la ola verde del futuro. La imposibilidad de detener el avanzado embarazo empuja a Carla a tomar la decisión: quedarse al cuidado de Irina en su casa-consultorio hasta el parto, hasta que el recién nacido sea entregado en adopción a una pareja elegida cuidadosamente, previo pago de un dinero que será dividido entre ambas mujeres. Para Irina, negocios como siempre; para Carla, la posibilidad de recomenzar su vida luego de una violación. Para ambas, el inicio de una relación de consecuencias tan imprevistas como inevitables. Como podría afirmar una frase promocional cargada de señales ominosas –y como anticipan las imágenes, sonidos y música del tráiler– un círculo virtuoso de deseo, obsesión y muerte.

“Tratemos de no spoilear mucho”, pide Valentín Javier Diment, aunque también parece estar diciéndoselo a sí mismo. Es que El apego, cuyo título es explicado cuando la trama ya dejó atrás los dos primeros actos, está habitada por acontecimientos inesperados y varias vueltas de tuerca. La idea surgió de tres cabezas, la de Diment, la de Anganuzzi y la de Berthet, no como un simple juego sino con la intención firme de hacer una película. “Teníamos muchas ganas de escribir juntos”, recuerda el realizador. “Con Jimena y Lola no sólo somos amigos sino que ya habíamos colaborado en La memoria del muerto (2011), y la idea era filmar algo de bajo presupuesto, por la nuestra. Nos juntamos varias veces para discutir conceptos alrededor de los personajes y a partir de allí desarrollamos juntos una propuesta de trama, una línea argumental. Una vez que nos pusimos de acuerdo en el tono de la historia, para dónde queríamos que fuera, empecé a escribir el guion”. Anganuzzi participó en otras películas de Diment como El propietario (2008), pero a su vez compartió oficio con Berthet en diversos proyectos, “así que realmente todo salió del deseo”, señala la actriz, cuyo debut en la pantalla grande ocurrió allá lejos y hace tiempo en Fuga de cerebros, el film de Fernando Musa de 1998. “Miramos películas y charlamos sobre qué cosas nos gustaría hacer a Lola y a mí. Así surgió todo”. El apego es, sin duda, una película de actrices. Como lo eran Las amargas lágrimas de Petra von Kant y La ansiedad de Veronika Voss, cuya influencia en las formas del film de Diment no son menores, a pesar de la tentación de pensarla simplemente como “una de terror y sexo”. Para el director, “la idea estructural es la del melodrama. Un melodrama deudor de cierto cine de tradición europea de los años 50 en adelante. Pienso en Sirk, en Fassbinder, en Almodóvar, cruzado desde luego con el thriller erótico, el suspenso, también el gore. Una combinación que me gusta, porque cuando sale bien ofrece una gran intensidad. En el fondo es una historia de amor… cómo definirlo… difícil”.

“Tortilleras”. La expresión, tan ofensiva hoy como en los 70, la pronuncia Dominga (Marta Haller) cuando la evidencia de que la relación entre las protagonistas va mucho más allá de lo contractual resulta irrefutable. Es que ese amor que no se anima a decir su nombre –hasta que Dominga, enfermera y secretaria de Irina, lo escupe con desprecio– es esencial al ordenamiento narrativo de El apego. Carla depende de Irina y debe seguir reglas muy estrictas si desea pasar los últimos meses de embarazo bajo su cuidado (prohibido salir de la casa, obligatorios los descansos regulares para una buena gestación, la alimentación debe ser variada y nutritiva), pero Irina también depende de Carla para llevar a buen puerto el acuerdo económico con la eventual pareja adoptiva. La reciente violación de Carla, origen del embarazo –como transparenta el tráiler, ¡no hay spoiler!–, termina uniéndolas aún más, al punto de que la cercanía física comienza a despertar emociones nuevas. Y poderosas. “Queríamos que fuera una película de vínculos, de actuaciones”, afirma Anganuzzi, “más allá de lo técnico y lo formal. Seguramente Javier pueda aportar más al respecto, pero creo que la decisión de que la película fuera en blanco y negro estuvo desde el principio, y no es un capricho”. “Tiene que ver con la historia que queríamos contar”, aporta Diment, “que tiene cierto barroquismo emocional, por decirlo de alguna manera. El concepto fue siempre construir un artefacto bastante artificioso, no algo naturalista, tanto en las actuaciones como en la estética y la narración. Y el blanco y negro colabora con esa intención, además de ofrecer un aspecto retro. Desde luego, cada espectador entrará en el juego o no; hay gente que odia el blanco y negro. Con el director de fotografía Claudio Beiza conversamos mucho acerca de por qué el b&n muchas veces no funciona bien en algunas películas actuales y llegamos a la conclusión de que tanto la iluminación como los encuadres debían ser muy específicos”. En otras palabras, la lección podría resumirse en la siguiente máxima: no es lo mismo filmar en colores para eliminarlos después en posproducción que filmar teniendo en cuenta todos esos detalles. El apego, sin embargo, se reserva una sorpresa ligada a esa decisión formal, unida fuertemente a las emociones, al deseo físico, al primer clímax de una relación progresivamente simbiótica.

¿Podría haber sido la de El apego una historia contemporánea? Para el realizador esa posibilidad se dejó de lado por varias razones. En principio, porque el tema del aborto ya no puede ser discutido de la misma manera que hace cincuenta años. “Además, estaba el tema de los celulares, que siempre rompen las bolas, ya que permiten que los personajes puedan comunicarse fácilmente”. Aquí no hay posibilidad de googlear el nombre de nadie ni de enviar mensajes que anticipen tardanzas u horarios de arribo, pero el misterioso personaje interpretado por Germán de Silva –Ortiz, hombre-para-todo y con contactos de toda clase– hace las veces de mensajero, investigador y testigo entre las sombras de los hechos. Hay otros hombres, pero El apego es esencialmente una película de mujeres. Aborto, violencia machista, traumas de infancia y de la adultez. Y un elemento central que no se revelará aquí y que ciertos espectadores quizá consideren polémico. “Como actriz me gusta indagar en cuestiones de fondo, pero siempre voy por el costado más intuitivo. Es cierto que hay algo violento e incluso antipático en las cosas que comienzan a revelarse sobre Carla, pero no la juzgo. Su forma de tener amor, de atraer a alguien, es ciertamente compleja, pero no puedo juzgar al personaje. Lo de Carla e Irina es un juego de poder y nunca se sabe quién es la verdadera víctima”. En tiempos de correcciones políticas fuertes y autocensuras creativas siempre al acecho, a la hora de escribir el guion las consultas con “amigas, con militantes feministas, fueron muy importantes”, afirma Diment. “Pero la apuesta siempre estuvo ligada a que los hechos que narra la película se desprendieran de su lógica interna. Una lógica humana, que surge de los personajes. Creo que mientras eso no se traicione no hay riesgo de que se malinterprete nada. Y hay otra cosa importante: ciertas violencias, abusos, traiciones y luchas de poder que están presentes en la película y que son inmensas, en el fondo son exageraciones, versiones hiperbólicas de cosas que pueden observarse en la vida cotidiana. Creo que hay algo que está en todas mis películas, y es que esas pequeñas miserias que se dan en la pareja las prefiero transformadas en alarido, en situaciones entre la vida y la muerte”.

Si la dinámica entre Irina y Carla recuerda en cierto momento a la de las protagonistas de Las diabólicas (1955), el film infinitamente influyente del francés Henri-Georges Clouzot, la cercanía física dispara la historia pasional y (esto es un thriller) peligrosa. En ese sentido, las escenas íntimas son necesarias, inherentes al desarrollo de la trama y potentes, alejadas de la rutinaria inspección de pieles y manoseos de las escenas de sexo prototípicas, que tantos realizadores insertan en sus películas como si estuvieran presionados por una obligación contractual. Esto no es un reportaje de la revista Interviú en la era del destape español, pero la conversación pasa a girar alrededor de esas secuencias, su origen y manufactura. “Al ser amigas fue relativamente fácil y nos divertimos mucho filmando, aunque por momentos nos tentábamos. Yo nunca estuve con una chica, así que ensayamos bastante las posiciones antes del rodaje, previas consultas para definir si eran o no creíbles. Y como con Javier también nos conocemos mucho no existía esa cosa medio rara del director que te está mirando”. Diment agrega que, al haber participado en el desarrollo de la historia, tanto Anganuzzi como Berthet comprendían la importancia que tenían las escenas eróticas. “Es que le dan un peso de verdad a la película. No están ahí para hacerse la paja, afirman por completo el verosímil de la película”. A esa altura, la médica y la paciente dejaron de ser exclusivamente eso. Han atravesado y quemado etapas, se han confesado miedos y deseos, juntas han llevado a cabo acciones que nunca hubieran imaginado. Y, sin embargo, como en casi cualquier relación de pareja, sigue habiendo cadáveres escondidos en los placares. No necesariamente los literales, aunque, tal vez… ¿quién sabe?