El lunes temprano, cuando se conoció la noticia de que a los 77 años Robin Wood había muerto el domingo por la noche en Encarnación, brotaron por todas partes los recuerdos, los agradecimientos, la tristeza. Es que llevaba más de medio siglo publicando historietas ilustradas por los mejores dibujantes del país y sus personajes, con sus aventuras y sus emociones, sus complejidades, han dejado marcas que laten en varias generaciones de lectores. Y así aparecieron los viajes hasta infancias y adolescencias, Jackaroe y Savarese leídos en sillones al sol o a la sombra, Nippur de Lagash y Gilgamesh el Inmortal como figuras existenciales claves para futuros narradores, Pepe Sánchez y Mi novia y yo como pasos de absurdo y de comedia en Buenos Aires, Dago y Mark como guerreros sobrevivientes en pasados o futuros violentísimos, primos o tíos que habilitaron ejemplares de Columba, tironeos de hermanos al momento de dividir alguna colección de El Tony, Fantasía, Intervalo, D’Artagnan. Muy lector desde chico, cautivado por radioteatros como El León de Francia, autodidacta, en estos días volvió a contarse de su mítico inicio. “Yo quería ser dibujante y había hecho cursos, pero no era bueno –recordaba-. Conocí en esos cursos a un tipo que dibujaba muy bien, Lucho Olivera, con el que además estudiábamos a los sumerios. Él trabajaba en Columba y puteaba porque los guiones eran una porquería, así que me propuso que hiciera uno: escribí ‘Historia para Lagash’, donde aparecía Nippur. Yo trabajaba en una fábrica en Martínez y me enteré que se había publicado cuando vi la revista en los kioscos. Entonces fui a la editorial y me dijeron que compraban mis guiones”.
Eso fue en 1967 y fue el comienzo de un aluvión de historietas publicadas en las distintas revistas de Columba, la más popular del país a lo largo de la historia: en un programa de Encuentro dedicado a Wood, Juan Sasturain cuenta que en los 70 la editorial vendía, entre todos sus títulos, dos millones de ejemplares por mes. A esa altura Wood era el autor emblemático de Columba, donde además firmaba tiras con seudónimos varios. En cuanto pudo se largó a recorrer el mundo y mandaba los guiones por correo: refería viajes alucinantes en un carguero hasta Nápoles, o por tierra hasta México, recorridas por Europa, por Mongolia y China, temporadas en Sidney, en California, en un kibutz en Israel, en Barcelona, donde dirigió su propia editorial. Contaba que era cinturón negro de karate y que hablaba varios idiomas. “A mí me salvó la pasión por leer y escribir –decía-. En mi casa no había dinero, pero libros sí. A los ocho años leía a Simone de Beauvoir, Hemingway. Tuve la suerte de desembocar en algo que me dio trabajo y dinero: la historieta. Hasta entonces vivía en la miseria”. Wood nació en Caazapá, Paraguay, y contaba que su familia, unos emigrantes irlandeses y escoceses que llegaron desde Australia, se había asentado en Colonia Cosme: lo fascinaban las historias que contaban los viejos. “Mi abuelo era seannachie, y yo también: en cada generación irlandesa hay uno –decía-. Es una palabra que define al tipo que relata. De chico me sentaba con primos y amigos y les narraba las historias que me contaba mi abuelo. Uno pasa la tradición oral, la va adornando. No se cuenta la verdad, se cuenta la versión. Es como vestirse para salir, uno se pone camisa, corbata, traje, se limpia los zapatos; y no es el aspecto normal, uno se viste para salir. Al narrar una historia se hace lo mismo, uno se deja llevar por el encantamiento de contar”.
Con el filón de sus historias me encontré a los doce o trece años, cuando nos mudamos encima de “La Cueva Bohemia”, un local de venta y canje de revistas y libros más usados que nuevos. Fines de los 70, Santa Teresita, sin televisión a la vista: Columba era nuestro videoclub, videocable, Netflix, HBO. Caótico, porque al entrar a un capítulo de Nippur recién publicado había diez años para atrás más la expectativa del porvenir. Y así con cada saga/serie. Enseguida tuve un autor favorito: Wood. Sus historias me fascinaban y estaba pendiente del continuará, de los nuevos personajes que iba presentando. En estos días volví a leer los capítulos iniciales de Mark, que pueden verse en YouTube: ¿qué esperan para hacer una película con Mark?, me preguntaba por entonces, sin saber que estaba inspirada en The Omega Man, el filme que a la vez adapta Soy leyenda, de Richard Matheson. Veinte años después, cuando recién empezaba en el oficio, surgió la chance fabulosa de entrevistarlo: ahí estaba el ídolo, en un hotel del centro de Buenos Aires, bata bordó, cigarrillo en una mano, whisky en la otra. El teléfono sonaba a cada rato y la cosa no terminó de arrancar, al punto que acordamos para que lo llamara a su casa en Copenhague, donde vivía por entonces. Alcanzó a mostrarme un cuaderno espiralado común, en el que escribía sus guiones en cursiva, con birome: letra de niño.
De esa entrevista, publicada en este diario en 1998, provienen los textuales de esta nota. Ya tenía mucho éxito en Europa y en particular en Italia, donde se editaban libros de gran tirada con personajes como Helena y Dago. “Mis maestros son Pratt, Oesterheld, Breccia, Milo Manara –decía-. Si no aprendés de otra gente sos un idiota. Oesterheld es uno de mis modelos: sólo hablé con él una vez en mi vida. La mejor historieta del mundo, Mort Cinder, la hizo él”. Algo se mosqueaba cuando lo chicaneaban con aquello de “arte menor”, pero desde hace rato hay consenso sobre su talento, la riqueza de sus personajes y el papel central que ocupa en la historieta argentina. “A la gente le gusta lo que hago y siempre me he considerado un escritor popular –decía Wood, por teléfono, desde Dinamarca-. Nunca traté de dar un mensaje, ni político, ni moral, ni nada. Escribo lo que me gustaría leer. Y soy leído, lo cual, por supuesto, es mi función. Porque un escritor que no quiere ser leído es como un submarino que no quiere ir debajo del agua”.