Y finalmente Eugenia “la china” Suárez habló. Y la balanza empezó a inclinarse para el lado de la justicia de género. “Me ha tocado relacionarme con hombres a los que les he creído siempre sus palabras: que estaban separados o separándose y que no había conflictos. Siento en esta situación un Deja Vu infernal, donde vuelvo a pagar con mi reputación cuestiones que son del dominio personal de cualquier mujer", dijo, entre otras cosas. Me interesa detenerme en esta cuestión porque, aunque parezca una obviedad, remanido y dicho hasta el hartazgo por muchas compañeras feministas en estos días (y también en las últimas décadas) las mujeres estamos siempre en el banquillo de los acusados. Si callamos, otorgamos. Si hablamos, somos unas boconas. Si sufrimos por sentirnos traicionadas, nos victimizamos. Si cogemos, somos putas o zorras (palabra tan dicha por estos días) como sinónimo de prostitutas y esta última como definición despectiva o malsonante -como dice el Diccionario de la Real Academia Española-, porque siempre lo que está en juego es la reputación de las mujeres. “Zorra” también pone el acento en la condición animal de las mujeres y su sexualidad. Como han estudiado lingüistas feministas, en los diccionarios las mujeres están asimiladas a la las hembras, no se distingue hembra animal de hembra humana, mientras que en el caso de los varones esto sí sucede, ellos son los verdaderos sujetos y se excluye la posibilidad de que un hombre sea llamado macho.
Me pregunto: ¿Con qué palabras nombramos a varones que rompen los acuerdos con sus parejas para otras relaciones? ¿Son despectivas o celebratorias?
Y sí, el lenguaje es una encarnación del sistema social en el que estamos inmersos/as/es. Es vehículo de la cultura. Y en estos días en que corrieron torrentes de palabras despectivas hacia la china Suárez, vale la pena recordarlo. El uso de términos y expresiones peyorativas hacia las mujeres impacta en el menosprecio del género, no importa quién las diga. “Las mujeres aprenden su lugar en el mundo (...) gracias a las mentiras implícitas que de ellas dice la lengua”, dijo el lingüista Dwigt Bolinger hace algunas décadas, en La lengua: el arma cargada.
En 2011, la lingüista española Teresa Meana Suárez fue declarada Huésped de Honor en la Legislatura porteña por iniciativa de la entonces legisladora Diana Maffía. En su discurso contó que en la década del 70 en medio de una asamblea estudiantil en la universidad, algún varón puteó y otro dijo que cuidara las palabras porque había “señoritas”. Entonces, una amiga de Teresa pidió la palabra se paró y dijo: “yo solo quiero decir una cosa: ¡cojones!”. Eso, que hoy podría ser leído como una asimilación al lenguaje masculino, en aquel momento significaba que su amiga les acababa de devolver la existencia a las mujeres, la voz, la palabra. “No éramos señoritas, éramos personas, igual que ellos, con derecho a las palabras. A todas las palabras”, dijo Meana Suárez. Ese era también un gesto de libertad de una mujer apropiándose de la posibilidad de decir lo que se le diera la gana.
Recordé este episodio porque lo que parece irritar de la actitud de la China Suárez es que se desmarque de ese lugar en el mundo al que la sociedad todavía nos quiere confinar. Lo que provoca es su libertad. Porque la libertad de las mujeres siempre es excesiva (sí, todavía hoy) y merece castigo. ¿Y la de los hombres? Esa es natural, dice el discurso social.
El hecho de que la china Suárez se haya decidido a hablar tal vez siga alimentando las fieras mediáticas y de las redes sociales, sin embargo, es también parte de esa libertad. De saberse mujer bien plantada, por no decir empoderada, algo que también se escribió mucho por estos días, y que Suárez definió como “ser justa a la hora de hablar y sobre todo romper el silencio”.