Estamos viviendo tiempos poscomplicados, estimada lectora. Aún no sé si son postelectorales de septiembre, preelectorales de noviembre, posnostálgicos de 2019 o preocupados por 2023.
Pero, en todo caso, mi corazón eglógico y sencillo se ha despertado grillo esta mañana (diría Nalé Roxlo) y solamente se anima a un tímido “cri cri cri” ante algunos eventos.
Para no ser antipático, y en cumplimiento de pactos preexistentes (con gente que quiero mucho), y en pos de mi propia salud, diré, por decir algo, que mi “heteropercepción” –ya que no es “auto-”–, es que ¡se está perdiendo la metáfora! Y todo se ha vuelto más literal, en este siglo XXI informático y febril.
Claro que, frente a la falta de trabajo, de salud, de comida o de derechos elementales (o de su eficaz cumplimiento), la “falta de metáfora” no es el problema más acuciante en los hogares argentinos en particular ni terrícolas en general. Lo sé. Nadie se queda sin dormir por miedo a las metonimias. Ningún sostén de familia se siente especialmente atormentado por no haber podido poner símiles en el plato de sus hijos. Ningún candidato/a pensaría en llenar su canasta de votos prometiendo más contextos para todos los argentinos.
Lo sé, lo entiendo, y me preocupo igual. Porque cuando se destruye la metáfora, cuando todo se vuelve literal, se arruina la esperanza. Y la esperanza, queridos pocoaisladitos y doblevacunaditos de mi válvula mitral, no llena, pero condimenta. Y el olvido de la historia, compañero inseparable de la pérdida de la metáfora, les saca el sabor a los mejores platos que podamos o queramos conseguir.
Pero no me hagan caso, que ahora hay cosas mucho más importantes que discutir.
Hace pocos días sonó el teléfono de línea de mi casa. Me asusté, temiendo que fuera el fantasma de mi mamá (la única que me llamaba al fijo), pero no, no era ella. Igual, el susto no se me fue porque era…, era… ¡Mariu, la muchacha que se debate entre Palermo y la villa! Llamaba para decirme, con su voz heidimonótona, que deseaba tomarse un café conmigo.
Así como lo oye, lector. Sospeché que era un tiro al aire, pensé en decirle “a cuántos les dirás lo mismo”, pero me di cuenta del sinsentido de esa frase. De hecho, la de ella era una grabación, así que seguro que le decía lo mismo a todo el barrio.
Entonces, pensé en decirle que no, que por quién me tomó, que no soy “de esos”. Que quien le había dado mi número se equivocó, que no estoy en busca de nuevas relaciones de odio, que tampoco aspiro a “fumar un café” con ella en ningún barrio, que me molestan un poco las personas que se andan mudando de acá para allá y de allá para acá según les convenga a sus pretensiones electorales, y que –y esto es lo más importante– mi voto se autopercibe nacional y popular.
Después, pensé en decirle que sí, para por lo menos obtener un café gratis de quienes tanto nos están sacando, y que además el tiempo del que dispusiera en tratar de convencerme a mí se lo iba a estar ahorrando a otro compatriota quizás más vulnerable a los globos. Pero caí en la cuenta de que el café seguramente lo terminaría pagando yo, de alguna u otra manera.
Mientras yo dudaba, cortó.
Pero luego, por la noche, la vi. No, no fue una cita a sordas, yo la vi pero ella no me vio: fue en el debate televisivo de les candidates de la Ciudad de Buenos Aires.
Y ahí entendí por qué había hecho bien en no aceptarle ese café: lejos de hablar de lo que ella haría para mejorarnos la vida a los porteños, cosa que le hubiera llevado unos 15 milisegundos (lo que uno tarda en decir “nada”), arengó a las multitudes a pedir la renuncia del ministro de Seguridad (el actual, no la Patrífice que nos patrició durante cuatro años), por culpa de un tuit mal llevado.
Cierto es que, permítaseme una humilde opinión, ese tuit fue un error. El ministro probablemente no debió haberle respondido, desde su lugar de ministro, a quien seguro iba a utilizar la coyuntura para colocarse en el lugar de la víctima, del débil, aunque haya actuado (se nota demasiado) sostenido y apoyado por los medios enfermónicos. Que, efectivamente, construyeron (como saben hacerlo y lo hacen muy bien) del ministro una imagen que era mezcla de Drácula, Frankenstein, El Hombre Lobo, el doctor Lecter, el Guasón, Darth Vader y Sigfried (el de Kaos) todos juntos. Solo con un tuit –que sí, repito, no fue afortunado–.
Así las cosas, no quiero ni imaginar lo que podría haber pasado en ese café que nunca ocurrió. Quizás Mariu reclamaba mi renuncia a un cargo que nunca tuve, me acusaba de llevarme la propina (que se iba a multiplicar hasta llegar a un PBI) o, peor aún, no me iba a convencer de nada, pero yo iba a salir del café pensando: "¡Millones de argentinos la votaron y la van a votar!”, y estamos en primavera, no es tiempo de depresiones.
Sugiero acompañar esta nota con el siguiente video: “Mienten”, de RS Positivo (Rudy-Sanz).