Hacer la Ruta 60 en el oeste catamarqueño es como pasear por un extenso mercado artesanal, no solo por la diversidad de productos autóctonos entre los que destaca el tejido, también por la contigüidad de pueblitos que van serpenteando el camino entre adobe y álamos, entre la arena y la inmensidad de la precordillera.
Cuando se llega al último destino de la Ruta 60, se ratifica esta sensación. Fiambalá es la suma de varios pueblos o localidades que se extienden entre las dunas y los viñedos y se pierden entre cerros.
Muchas de las artesanas que integran la asociación Hilanderas y Vidaleras del Abaucán, han nacido en remotas alturas, como doña Martina Marcial y doña Evelina Gonzales, ambas oriundas de Las Papas, localidad a 2.678 msnm de altura.
“Nadie nos enseñaba a tejer, nuestras madres decían ‘mire y aprenda’, si lo hacía mal había unos azotes y a empezar de nuevo”, cuenta Evelina.
La artesana vive desde hace años en Palo Blanco, a 50 km de Fiambalá. Tambipen viajaron su comadre Martina, el fotógrafo y promotor Julio Foster y la promotora cultural Carla Giampaolo, quienes están promoviendo la conformación de la Cooperativa Artesanas Hilanderas y Vidaleras del Abaucán.
El territorio es extremadamente árido, está en el circuito de pueblos de La Herradura, a la que también pertenecen las dunas de Tatón. Llegamos a las 11 de la mañana, con 32 grados mínimo. Evelina espera en el patio, donde revuelve una olla al fuego. “Esta sopa es como la hacía mi madre”.
En el caldo amarillo remolinean trozos de papas, zapallos, granos de arroz y cortes de cordero. Se hace difícil pensar en comer esa sopa con semejante calor, pero amparados bajo el adobe el ambiente es fresco como agua de río catamarqueño.
Vino y sopa, apenas las 12 del mediodía, anécdotas, coplas que desnudan la picardía de las dos hilanderas. Evelina nos lleva otra vez al patio, donde ella misma plantó su telar: “Mi madre sabía tejer y ahí aprendí yo, pero aprendí del todo en mi memoria, sola empecé a memorizar como se tejía una tela”, dice mientras teje un pelero con lana de oveja.
Martina, que hace las veces de comunicadora de la cooperativa en ciernes, explica: “las viejitas de antes no te enseñaban, ellas te decían “vení a ver cómo vas a urdir y a tejer”, y nada más, esa era la enseñanza. Las ayudabas a ella y listo”.
“Nosotras ahora lo que queremos es que la juventud aprenda, que quede esa enseñanza”, comenta Martina, pero su comadre advierte: “yo he invitado a un montón y nadie viene, hasta fui a la escuela”.
Los comentarios evidencian que sus saberes están en crisis de transmisión. Las causas tienen muchas variables: los cambios en los modos de producción, los coletazos de la globalización que sigue llegando a estos lugares como resaca de un mundo que tiende a olvidar todo.
El oficio ha dejado de trasmitirse dentro de las mismas familias. Martina se lamenta porque tiene un puesto cerro arriba con unas 75 cabras, pero no encuentra a nadie para que lo trabaje.
No se puede responsabilizar a las nuevas generaciones, durante años han visto el laborioso trabajo de sus mayores y la poca retribución que han recibido a cambio. En la balanza del sacrificio Vs. ganancia, el trabajo de las artesanas y artesanos de estas latitudes ha salido históricamente perdiendo.
Esta es una de las causas por la que las mujeres se encuentran entusiasmadas con el proyecto de la cooperativa. Ellas mismas podrán comercializar sus productos con precios dignos.
El primer paso ya lo dieron con la conformación de un catálogo digital, donde están expuestos sus tejidos, por ahora sólo en Facebook (https://bit.ly/TiendaArtesanasDelAbaucán).
Tejidos de vicuña, llama y oveja en una amplia diversidad de prendas como ponchos, mantas, chales, chalecos, carteras, peleros, alforjas, coloridas telas entre otras forman parte del catálogo, que incluye la posibilidad de realizar trabajos por encargo y envíos a todo el país.
El catálogo fue posible a una beca para proyectos culturales colaborativos del Consejo Federal de Cultura (CFC) y el Ministerio de Cultura de la Nación. También ganaron una beca colectiva del Fondo Nacional de las Artes El próximo paso es oficializar la cooperativa que busca la recuperación, puesta en valor y capacitación de las nuevas generaciones.
Es el sueño de Evelina y Martina y el de las 15 hilanderas que están uniendo fuerza para que así suceda a lo largo de los pueblitos de Fiambalá.
Vidalas al viento
Fiambalá quiere decir en legua kakán Casa del Viento. “En Las Papas el viento silba contra las cortaderas”, recuerda doña Martina, y ensaya una tonada vidalera que es puro lamento en el viento.
Más tarde se unirán las vidaleras Cruz Farfán y la hermana de doña Martina, Juana Marcial, y vendrán más hilanderas. Martina, tiene el don de la palabra. “La vidala de nosotros es un lamento, y es único en el mundo, es un lamento, porque no tiene palabra. Y sabíamos amanecerse cantando, nosotros éramos más chicas íbamos a bajar las cabras, se carneaba un chivo y con el espinazo se hacía la sopa”.
Y evoca los carnavales de su infancia: “Mi abuelita había tenido por ahí como 85 años, todavía se machaba y se manejaba sola, cantando de un lado para el otro. Y era de trago largo, porque ellas cantaban semanas y semanas. Para el carnaval chayaban con harina y con talco de trigo, ponían a fermentar el trigo y después lo estrujaban y quedaba como la maicena. Eso era el almidón y eso lo mezclaban con rosa bien molida y era un olor a rosas hermoso y con eso chayaban. Con harina, con yuyos y quesillos, hacían un trenzado de quesillos con forma de boleadora y con eso los castigaban a la gente caballos”, recuerda.
Ha entrado la tarde, entre rondas de hilado, coplas y vidalas el viento se ha despertado bajo un viejo olivo.