Dos escritoras magníficas volvieron a Buenos Aires desde las pantallas del Filba, el Festival Internacional de Literatura que termina este domingo: la japonesa Minae Mizumura y la estadounidense Lydia Davis, entrevistadas por los escritores Martín Felipe Castagnet y Betina González. Mizumura, autora de Una novela real y La herencia de la madre, ambas publicadas en el país por Adriana Hidalgo, estuvo hace diez años, en 2011, en el auditorio del Malba, tan distinguida, amable e irónica que muchos recordarán su acidez contra el fenómeno de Haruki Murakami, un autor que para ella “no es interesante en japonés” y que debe tener “buenos traductores y editores”. Aunque Davis, autora de Ni puedo ni quiero y Ensayos I, ambos editados por Eterna Cadencia, es la primera vez que participa del Filba, vivió en esta ciudad, unos pocos meses, hace más de cincuenta años.
Mizumura --que nació en Tokio en 1951, se mudó con su familia a Nueva York a los 12 años, estudió literatura francesa en la Universidad de Yale hasta que decidió regresar a Japón en los años 80-- derritió la pantalla cuando le pidió a Castagnet leer un saludo en español: “Buenos días o buenas noches, aquí en Karuizawa. Lo siento, no hablo español, pero estoy muy feliz de unirme a este Festival”. El diálogo comenzó con la dificultad de traducir los kanjis, los ideogramas que se utilizan en el sistema de escritura japonés para expresar ideas en lugar de sonidos. Minae, el nombre de la escritora, está compuesto por dos ideogramas: “Mi” (bonito) y “Nae” (pequeña planta). “Estás atrapado durante el tiempo que uses tu nombre. Yo siempre seré una bonita planta bebé sin importar la edad que tenga”, planteó la escritora y reconoció que elige el nombre de los personajes de sus novelas con mucho cuidado.
“Lo políticamente correcto es un progreso la mayoría de las veces. Pero no siempre -advirtió Mizumura-. Es políticamente correcto no usar la palabra mucama. En Japón lo políticamente correcto se estableció después de la Segunda Guerra Mundial. Hay dos tipos de tabú con respecto al uso de ciertas palabras: el primer tabú es universal y está relacionado con los términos peyorativos que eran utilizados hasta hace poco para describir a las personas con discapacidades físicas y mentales, como mekura (ciego), oshi (sordomudo) o bikko (rengo). El segundo tipo de tabú es más específico de la sociedad japonesa y hace hincapié en la desigualdad social, cuando la sociedad japonesa era jerárquica sin reservas, en palabras como mucama, sirvientes, los que limpian las calles, los que recogen la basura, los porteros de las escuelas, los chicos que hacen los mandados, también los obreros de las fábricas y los campesinos”. La escritora japonesa agregó que este segundo tabú existe por consenso y autocensura y que ella prefiere no evitar esas palabras. “Soy conservadora al escribir y quiero usar las palabras que siempre usó la gente”, aseguró Mizumura.
“Mis novelas son un estudio de la sociedad japonesa que está en un constante proceso de cambio -explicó-. Si tuviera que nombrar un solo cambio que simbolice la transformación fundamental, es cómo las mujeres ya no se preocupan por estar casadas o no. A este fenómeno podríamos llamarlo el último adiós a lo que en Japón llamamos el sistema familiar. Ya no existe la ansiedad por casarse temprano y eso me sorprendió porque crecí dando por sentado un montón de derechos que las mujeres comenzaron a gozar después de la Segunda Guerra Mundial; pero también crecí dando por sentada la noción de que deberían casarse a una edad temprana, en lo posible antes de los 25 años. Ni siquiera me parecía que estuviera mal, parecía un estado imperturbable de las cosas. Una verdad eterna. Pero no. Esa noción terminó siendo apenas una construcción histórica y ya no existe más esa ansiedad por casarse”.
Davis (Massachusetts, 1947), narradora, ensayista y traductora, recordó al comienzo de la entrevista con Betina González la importancia que tuvo el poco tiempo que estuvo en Argentina. “Viví en Buenos Aires después de terminar la secundaria. Mi padre estaba dando clases en La Plata. Estaba sola la mayor parte del día y me anoté como voluntaria en una pequeña guardería. No sé cómo hicimos con el idioma, pero ahí estaba yo, ayudando a niños pequeños y caminando por la ciudad”. Entonces a esa joven de 17 años le llamaba la atención las mezclas porteñas: los pollos al spiedo en las vidrieras de los restaurantes, la cantidad de teatros y conciertos de música clásica. La escritora estadounidense --que escribió varios cuentos a partir de su experiencia en Buenos Aires— empezó a escribir un diario a los 12, cuando tenía “la ambición de escribir y de hacerlo bien”.
Cuando era joven, le mostraba a su madre las historias que escribía. “Ella era escritora y siempre estaba lista para criticarlas”, dijo Davis al evocar esa especie de taller literario familiar, en casa, con una hija que a veces le pasaba cuentos inspirados en la relación entre madre e hija. “Mi madre tenía la difícil tarea de aceptar lo que leía al mismo tiempo que lo comentaba como un cuento. Eran críticas muy alentadoras, pero siempre enfatizaba que tenía que intentar ver los dos puntos de vista”, comentó la escritora estadounidense que se definió como “una gran lectora” cuando era chica y mencionó el impacto que le generó, a los 11 o 12 años, leer una novela de John Dos Passos (1896-1970). González ponderó el uso de los silencios en los textos de la escritora estadounidense. “Cuando estamos muy conmovidos, no somos muy fluidos, hacemos pausas, repeticiones, tenemos poco sentido al hablar. Hay mucho dolor en esos silencios y esas dudas”, precisó la ganadora del prestigioso Man Booker Internacional.
Para Davis el sentido del humor “no se puede fabricar”, sino que se trata de “dejar que el humor surja”. “Yo escribía a través de un personaje muy sincero y honesto, con una idea muy extraña del mundo, y recuerdo que la primera vez que leí una de sus historias la gente empezó a reírse. Hasta ese momento no había notado lo graciosa que era”, admitió la escritora estadounidense que enseñó escritura creativa. “Me jubilé hace cinco años -precisó-. Enseñé por una necesidad financiera. Y no solo debido a eso sino también porque pensaba que no podía generar ningún daño. No creo en los talleres por distintos motivos. Los profesores sí pueden dañar si erradican la individualidad y te dicen ‘eso no funciona, no podés hacer eso’. Yo preferiría que los estudiantes intentaran cualquier cosa que quisieran intentar y que trabajaran a partir de sus propios deseos”.