Tomé conciencia de mi necesidad de silencio cuando me mudé a CABA. Los ruidos de los autos o los colectivos en mi ventana se me hacían insoportables. A todo, de todas maneras, una se va acostumbrando. Veinte años más tarde, con la pandemia, el silencio de la ciudad confinada permitió escuchar otros sonidos, los de los pájaros, los gatos, el viento, ¿el silencio? Pero otra vez ese sonido amigable se perdió con el retorno a la “normalidad” y al trabajar en casa, volví a ser más consciente de que el silencio es un lujo. Desde mi terraza, escucho el zumbar permanente de la avenida que está a una cuadra; desde mi pieza, los colectivos que frenan en la esquina; si voy al parque, el ruido viene de la autopista que lo atraviesa. Una de mis modestas utopías es ir tras el silencio, algo cada vez más imposible. Porque, además, ¿existe? ¿Todo silencio es bueno?
El silencio en la naturaleza
Hay gente que se dedica a buscar los lugares más silenciosos en el mundo y lleva adelante una cruzada por salvarlos. La fantasía de escapar de la ciudad hacia la naturaleza no es por supuesto algo nuevo, tanto es así que es uno de los tópicos de la literatura (locus amoenus). Walden, por ejemplo, es un ensayo de Henry David Thoreau, publicado en 1854, donde narra el tiempo que vivió en una cabaña construida por él mismo, cercana al lago Walden. Hay quienes aprovecharon la pandemia para tomar la decisión que tenían más o menos pensada de irse a vivir a provincias más “tranquilas”, con menos ruido podemos decir, en un vínculo más cercano con la naturaleza. En la novela Los llanos (Anagrama) de Federico Falco, luego de una ruptura amorosa el personaje principal se va a vivir al campo, al medio de la nada, donde empieza a armar una huerta y a acoplarse al ritmo de los días y las noches, las estaciones del año, las tormentas y las sequías. Pero eso no será duradero. Un vecino le dirá que es demasiado joven para quedarse allí y abandonarse, podríamos decir, a los sonidos de la naturaleza.
En un libro que justamente se llama Silencio (Ediciones Godot), John Biguenet explora sus distintas formas. El silencio es tan valorado que lo compramos, en los aeropuertos y sus salas vip, por ejemplo. “Pero en general quienes cobran un cargo adicional por él son precisamente los que han generado el ruido del que queremos escapar”, dice Biguenet. La contradicción es una constante en este campo.
El silencio absoluto no existe y si existiera no podríamos soportarlo porque no podríamos dejar de escuchar el latido de nuestro corazón o nuestra respiración asfixiada, como fue probado hace casi un siglo cuando un laboratorio creó una cámara anecoica donde no se escuchaba sonido alguno y las persona que más lo soportó estuvo 45 minutos, dice el autor. La búsqueda del silencio puede ser entonces un intento de encontrarnos con lo que somos en la naturaleza, algo que también puede dar pánico porque el pensamiento occidental se ha concebido escindiendo a los seres humanos de la naturaleza.
Silenciamientos
No podemos obviar que hay muchas situaciones en las que el silencio está lejos de ser sinónimo de algo beneficioso o saludable. En un momento Biguenet se pregunta por la mudez de las muñecas y su efecto en las niñas teniendo en cuenta que la muñeca “es una especie de espejo para la niña, o al menos un reflejo de lo que la niña sabe que alguna vez fue”. Yo agregaría: de lo que alguna vez será. El hecho de que las mujeres hayamos sido educadas sentimentalmente jugando con muñecas, mujeres mudas en definitiva, ha tenido sus efectos de silenciamiento. Cuando era chica, en los años 70’s, tener una muñeca que hablara era algo de otro planeta. Tan extraordinaria era la posibilidad de que las muñecas emitieran algún sonido, que todavía conservo la que me trajo mi tío desde Alemania hace más de cuarenta años.
En el mundo en que vivimos las mujeres hemos sido silenciadas y lo seguimos siendo, lo dice el autor y una vasta bibliografía feminista. La palabra de las mujeres está devaluada. En las escuelas se las interrumpe al hablar (les docentes) y no se las reconoce como voz de autoridad en situaciones de lo más banales como dar indicaciones para llegar a un lugar, dice Biguenet. Quienes damos talleres o cursos, aun de temas de género, somos conscientes de que si hay unos pocos varones en el grupo, ellos monopolizarán la palabra. Estudios sociolingüísticos también dan cuenta de que la administración de la palabra y los silencios está marcada por el género. Las mujeres suelen respetar “los turnos de habla e intervienen en la conversación creando relaciones de solidaridad, cuando los interlocutores son de su mismo sexo, mientras que los hombres lo hacen con relaciones de poder”, dicen Celia Casado Fresnillo y otras autoras en el artículo “Variación y cambio lingüístico”. Además si “una mujer introduce un nuevo tema, el hombre tenderá a rechazarlo y seguirá hablando; pero si el que cambia de tema es el hombre, la mujer lo acepta”.
Ese silencio, esas voces acalladas, y con ello sus ideas y sus necesidades, impactan en la vida que llevamos. No solo a nivel de nuestras relaciones sociales y la desigualdad de género sino en relación con esa búsqueda de silencio --naturaleza-- de la que hablábamos al comienzo.
En busca del buen vivir
Parte de las corrientes feministas insisten en poner en el centro de nuestras políticas el “buen vivir”. ¿Qué sería eso? En el artículo “La Sostenibilidad de la vida como eje para Otro Mundo Posible” Silvia Vega Ugalde propone pensar otra relación con la economía, los bienes, los seres, poniendo en el centro del pensamiento económico la reproducción de la vida. Para ella la “sostenibilidad de la vida” es central para pensar una nueva relación con la naturaleza y la búsqueda de un nuevo horizonte civilizatorio. Esta categoría es fundamental tanto en las corrientes del buen vivir como en la economía feminista. Sin embargo, mientras en las primeras “el énfasis radica en la relación armónica de la comunidad con la naturaleza”, en la segunda, “el énfasis radica en el trabajo de cuidado que se realiza para atender las necesidad humanas y que ha sido asignado culturalmente principalmente a las mujeres”, explica Vega Ugalde. Es interesante pensar cómo la pandemia de la covid-19 puso en agenda tanto el tema de los cuidados --tarea feminizada-- como la necesidad de cuidar el planeta --agenda ancestral de las comunidades indígenas y más acá de los grupos ecologistas-- y, aunque a simple vista parezcan problemas desconectados, como explicó Vega Ugalde, no lo están.
En la marcha del 26 de septiembre en Plaza de Mayo en el marco de la Huelga Mundial contra el Clima Gabriel Colipi, del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, le explicaba a una cronista que "Recién la sociedad occidental comienza a comprender que una roca, una planta... todo tiene una vida, una armonía, una vibración. Cuesta hacer consciente que todo tiene vida y está por un motivo. Comienzan a tomar conciencia de la protección de los ecosistemas. Es lo que tiene que hacer la juventud. Nosotros, que no podemos separar la mapu (la tierra) de la persona, vivimos resguardando esos territorios".
Desconozco el lugar del silencio para estas cosmovisiones, intuyo que también esde esas cosas, de esos “seres no humanos” que enumera Colipi. Y entiendo que el silencio-naturaleza que buscamos y el silencio-silenciamiento que queremos romper son parte de un mismo movimiento; un ritmo que requiere de las voces históricamente acalladas -mujeres, disidencias, indígenas-- para andar.