Madrugada del 25 de octubre de 1991. 30 años atrás. Sábado primaveral. Su auto impacta contra un muro de cemento, cerca de San Carlos, paraje montaraz cercano a La Banda. Tan brutal es la colisión que poco se puede hacer por su vida. Ricardo Manuel Gómez Oroná --Jacinto Piedra, para la patria folk— moría a los 36 años, y Santiago del Estero fue un valle de lágrimas. Miles de jóvenes que se habían arrimado a las músicas de raíz gracias a sus incursiones sonoras y poéticas, lo lloraron en las calles. Lo lloraron y se macharon, y corearon sus canciones, y prometieron seguir su rastro.
Julio Paz, bombisto y cantor del por entonces novel Dúo Coplanacu, lo definió como una energía. Horacio Guarany, su padrino artístico, activó su pluma en caliente para dar con una chacarera reveladora y epónima: “Lo bauticé Jacinto / porque era una flor / piedra, porque era un viento / ¡Duro p´al dolor”. Tiempo después, Mercedes Sosa –justo ella-- elevó su voz hacia las entrañas de la salamanca: “Fue un alma apresurada con una voz llena de belleza”, y el Cuti Carbajal, lo eternizó en “Jacinto se llama”: “Yo recuerdo a un ruiseñor / que siempre cantaba / con la voz del corazón / y todas sus ganas / el destino lo llevó / sin decirnos nada”.
A nadie le faltaban motivos, claro. Sería complicado abordar el reverdecer de las músicas telúricas de los ochenta, sin incluir la voz tornado de Jacinto. También sin su sonido, sus ropas coloridas, sus vibraciones, su sintonía con aquellos dorados días, en los que la misma Mercedes y León Gieco pujaban por una convivencia sagrada entre folklore y rock, montados –caso sublime-- en la versión de “Sólo le pido a Dios”, que ambos entonaron en el Cosquín 84` ante una platea estallada en amores.
Días aquellos en los que Raúl Carnota metía cuñas vivas de belleza a través de “Grito Santiagueño”, junto a Suna Rocha; el Chango Farías Gómez no se quedaba quieto en eso de romper moldes; y don Sixto Palavecino arropaba en su violín a todos esos “changuitos del rock”, que llegarían al cenit de la sinergia, hacia la mitad de la década, con De Ushuaia a la Quiaca.
Jacinto fue parte intrínseca de ello. Tenía 27 años cuando el increíble Sixto lo conminó a grabar la chacarera “Te voy a contar un sueño” para incluir en el disco Por qué, por quién. Fue aquella la primera obra de Jacinto en materializarse. Su resonancia era mágica, profunda… una carta de presentación de lo que vendría. Su letra, un nodo onírico de belleza: “Ángel del agua dame tu espejo / donde la lluvia de magia prende su vuelo”.
Por entonces, los días de Jacinto –o Jashi, o el Cardenal-- se repartían entre las artesanías que hacía y vendía en la plaza de Morón, y esporádicos viajes a Santiago. Allí donde, viola al hombro, alternaba caminatas por los montes en busca de inspiración con un tesón gestor por reabrir espacios para la chacarera, junto al Cuti, o su gran amigo y biógrafo, el poeta Bebe Ponti. Su prédica indigenista, su peronismo de sangre, su amor por el rock progresivo, sus chacareras veloces y el desparpajo al vestir estaban germinando una nueva estética folk, contraria a los disfraces tradicionales. Y el primer mojón en la huella se llamó El incendio del poniente –tremendo nombre-- su único disco solista.
La historia canta que durante uno de sus retornos a Buenos Aires, su amigo Cuti le presentó a Guarany, y fue el “potro” quien no solo lo apadrinó y rebautizó, sino que lo contactó con el sello Phillips para grabar su ópera prima. Pero la suerte no estuvo ahí, sino en CBS, que terminó publicando el disco en 1984. La tapa del vinilo dice un montón. Ese rostro de perfil con el crepúsculo en llamas detrás, y un segundo plano que manda al frente su cara de indio americano, vestido con una camisola hippona, y apoyado sobre una tranquera de campo adentro, es de entrada directa. Y la música, claro, una extensión sónica de la iconografía.
El tema que lo abre es abismal. Se llama “El kolla, la piedra y el cielo”, le pertenece en letra y música, y la introducción parece cosa de salamanca en noche cerrada, pero en realidad lo es de Monte Grande, donde Jacinto vivía entonces y concibió el tema observando el cielo suburbano. Hechizo que marca no solo el pulso del resto del disco, sino también el de todo un devenir. De “Niños del mundo”, hermoso carnavalito pacifista, a “Romance para mis tardes amarillas”, poema de Dalmiro Coronel Lugones, musicalizado por Peteco Carabajal; de la bellísima, pero bellísima “Baguala del desengaño” con letra de Juan de Dios Gorosito (“El hombre es un cerebro / que no obedece a su corazón / tiene miedo a la lluvia / y en la oficina le escapa al sol”) a “La Mama Naturaleza”, himno que Jacinto legó a futuras generaciones; del tema epónimo, con letra de Ponti, hasta “Como arbolito de otoño”, de Peteco, El incendio del poniente arrima los secretos que Jacinto irá rebelando en su posteridad.
Primero como parte de Músicos Populares Argentinos, grupo que el “Chango” Farías Gómez armó en 1985 con el Mono Izarrualde, Verónica Condomí y Peteco, y que hizo detonar fronteras a través de dos formidables discos: Nadie más que nadie y Antes que cante el gallo. Y luego, de Santiagueños, tal vez el grupo más representativo del nuevo- viejo folklore de la región, expresado en tres fortísimas personalidades: Peteco, Jacinto y el bailarín Juan Saavedra.
Nacido en ensayos para todos y todas a orillas del río dulce, y con María Ruiz como pata femenina, la agrupación tocaba en todas partes: en medio del monte, en sitios despoblados, en escuelas rurales, en clubes de barrio… donde fuere que haya fuego. El disco que dejaron fue, es y será faro y referencia: Transmisión huaucke, cuya tapa –otra vez—es fiel reflejo de la realidad: Jacinto canta, Peteco toca el violín, y Saavedra danza loco, mientras el poniente se incendia ladeando el río.
Transmisión… fue publicado en 1987 por el sello Confluencia y configuró el impensado principio del fin para Oroná. Un rayo de profundidad y belleza que duró poco más que eso: un rayo. Los tres –personalidades fuertes-- peleaban mucho entre sí, y la situación se hizo tan tensa que terminó por disolver el grupo, poco después de ser elegido Consagración, en el Cosquín 90`. Quedaban para la posteridad noches estrelladas entre monte y río, y piezas profundísimas. Entre ellas, la mítica “Hermano Kakuy”, de Piedra y Juan Carlos Carabajal; “El buen lugar”, de Jacinto con Amadeo Monges al arpa; o “La canción del brujito”, de Peteco, con Rodolfo García en batería.
Tras la separación de Santiagueños, Jacinto se instaló con sus dos hijos y su mujer en Santiago, y la muerte lo sorprendió mientras intentaba el dúo coral Causay junto a Horacio Banegas, otro de su estirpe. El maldito muro terminó con su cuerpo, pero no con esas ropas coloridas, entre altiplánicas y rockeras, que rompieron con los rígidos estereotipos del folklore. Tampoco con una idea de la libertad enraizada en la naturaleza. En rigor, cualquiera que recorra hoy Santiago, cuando Santiago revienta estrellas con sus peñas de sangre joven, verá ese rostro indio cercano. Oirá sus canciones jugando locas en el aire espeso de la ciudad. Asistirá en ellas a una existencia metafísica porque, claro, Jacinto Piedra not dead, igual que Luca, que Morrison, que Pappo, o que Lennon, pero como el Chango y don Sixto: con el corazón abierto mirando a la madre tierra.