Qué chambones nos parecen hoy los surrealistas, pero a la vez qué manera de liberar las cosas, de generar afluentes que se abren en las más insólitas direcciones. Más de la mitad de la gente que me interesa del siglo veinte tiene en su ADN algo de surrealista. El último caso que se descubrió es el de Claude Cahun. Claude Cahun era, a pesar de su nombre masculino, una mujer, o más bien dos mujeres: Lucia Schwob y Suzanne Malherbe, que era su hermanastra y se convirtió también en su amante a los catorce años, cuando los padres las mandaron a hacer el liceo en Nantes. Nunca más se separaron: juntas llegaron a París en 1917, juntas se sumergieron en la bohemia loca de aquellos años y juntas se fueron a la isla de Jersey en 1937, cuando sintieron que ya no podían seguir haciendo lo suyo en París. Lo suyo era la extraordinaria serie de autorretratos que empezaron en secreto a principios de los años ’20 y cuya toma final hicieron el mismo día en que los nazis las liberaron, en mayo de 1945. Habían sido condenadas a muerte, pero como ambas trataron de suicidarse en sus celdas, las pusieron en camas vecinas y bajo custodia en la única salita de hospital que había en la isla de Jersey, con el propósito de fusilarlas en cuanto se recuperaran, pero entonces vino el desembarco aliado en Normandía y la huida de los nazis.
Los autorretratos fueron confiscados por los nazis cuando las arrestaron a las dos. Dice la leyenda que el comandante alemán mandó ostentosamente quemar las copias en papel pero no se atrevió a destruir los negativos, y yo lo entiendo: hay algo perturbador e hipnótico en esos autorretratos, algo que al experimentarlo sólo queremos preservar, hasta entender, o que alguien llegue a entender, qué nos dice. Autorretratos en esa vena había, era casi un subgénero, en el París decadentista del año diez: la condesa de Castiglione tenía un fotógrafo en su mansión para retratarla con los disfraces más estrafalarios y Pierre Loti volvía de cada uno de sus viajes como marino no sólo con una novelita exótica de amores con damas japonesas, egipcias, persas, negras o filipinas, sino también con vestuario ad hoc, con el que procedía a fotografiarse (dejando siempre sus partes pudendas a la vista).
Pero lo que hacían Suzanne y Lucia tenía poco de juego de salón; de hecho no se lo mostraron a nadie, en una época en que todos mostraban todo lo que hacían a todos los que podían. Gente a quién mostrarlo tenían de sobra: eran amigas de Michaux y de George Bataille, se codeaban con Man Ray en el departamento de Gertrude Stein, frecuentaban a Sylvia Beach y Adrienne Monnier en la librería Shakespeare & Co. Tenían buena llegada a la publicación surrealista Variétés, que en 1929 publicó un número especial con fotografías de Léon El Hombre Perro y Mlle. Violette, La Mujer Arcón. Sin embargo, Lucia y Suzanne prefirieron ser mera comparsa, con los collages surrealistas que eran su supuesta contribución artística a la época, mientras a puertas cerradas hacían su verdadera obra: los autorretratos de Claude Cahun.
Les pido que miren esas fotos e imaginen lo que le pasó por dentro a aquel comandante alemán cuando vio esa imagen de Claude Cahun con la cabeza rapada, anticipando el aspecto que tendrían los liberados (y los cadáveres) de los campos de concentración, así como el de las mujeres francesas acusadas de haber intimado con el enemigo. Al alcalde y a los isleños de Jersey les habrá pasado lo mismo después, si llegaron a ver esa foto de un muro de piedra invadida de musgo de cuyas grietas emerge el perfil dual, con su nariz de pico de gaviota, de Claude Cahun. En París eran otra pareja de lesbianas; en Jersey eran dos solteronas francesas. En esas fotos son decididamente otra cosa: lo que quisieron ser.
Desde que salieron a la luz las fotos, en 1992 (los negativos habían quedado arrumbados en el sótano de la intendencia de la isla), se ha ido reconstruyendo la historia de Lucia y Suzanne con las pocas señales que dejaron. Hay un batalla campal entre estudiosos del surrealismo y las distintas cofradías de feministas sobre la cuestión de género y de autoría de los autorretratos. Además de atacar a Louis Aragon por tibio, de traducir al sexólogo Havelock Ellis y de hacer una parodia de la Salomé de Oscar Wilde, Lucia y Suzanne publicaron dos libros firmados por Claude Cahun antes de abandonar París rumbo a la isla de Jersey. Ambos eran de collages fotográficos y textos poéticos. El primero se llamó Héroines, y era una serie de monólogos imaginarios de mujeres famosas de la historia. El segundo, Aveux non avenus, era una supuesta autobiografía en clave de su personaje bicéfalo, pero escrita de tal manera (“Voy a seguir mi rastro en el aire, la estela en el agua, el relámpago en la pupila, hasta alcanzarme”) que Adrienne Monnier no quiso publicar si no era más confesional (léase, menos parecido a la Nadja de André Breton y más a la Autobiografía de Alice Toklas, el famoso autoelogio que se hizo Gertrude Stein). Es una lástima que recién instaladas en Jersey las dos comprendieran que Claude Cahun no necesitaba ni textos ni collages para manifestarse: que alcanzaba con los autorretratos (aunque también hacían de tanto en tanto composiciones rarísimas, en la arena o en el pasto: manos de muñeca saliendo entre un racimo de flores, muñecos de arena con una verga en el ombligo y una vagina más abajo).
Por mucho que jugueteen con interpretaciones psi y postpsi, los académicos que se dedican a Claude Cahun no han logrado develar hasta ahora cuál era exactamente la idea de Lucia y Suzanne, por qué no mostraron esas fotos a nadie, y cómo pensaban presentarlas, si algún día pensaban presentarlas como serie. Lo más interesante que ha logrado saberse hasta ahora es que todos aquellos retratos fueron realizados en una primitiva cámara Kodak Folding Pocket anterior a la Primera Guerra, que carecía de disparador a distancia, lo que significa que Lucia no pudo hacerse esos autorretratos sin la colaboración de Suzanne (cosa que dejaría zanjado el asunto de la autoría, salvo el detalle de que las pocas fotos que sacó Suzanne luego de la muerte de Lucia en 1954 son de “nulo valor artístico”, según la pomposa jerga académica). También se sabe que, a pesar de lo íntimos que eran para las dos esos retratos, no se encargaban de revelarlos ellas mismas sino que los mandaban copiar primorosamente, primero en París y, cuando ya estaban en Jersey, los mandaban a Londres. Imaginen a los empleados de esos talleres, especialmente en Inglaterra, cuando veían las fotos que tenían que revelar y copiar. Pero ya se sabe que los ingleses tiene alta tolerancia a la excentricidad ajena. Ese fue uno de los motivos por los que Lucia y Suzanne se fueron a Jersey. El segundo fue la salud de Lucia, a quien Suzanne trató de alejar del opio cuando la convenció de instalarse en aquella casa de piedra mirando al mar en el extremo más remoto de la isla.
Se sabe que se sometían desnudas a baños de luna, pero que Claude Cahun no exhibió su cuerpo desnudo en ninguno de los autorretratos. Se sabe que, cuando estaban bajo custodia alemana en el hospital de la isla, Suzanne corría de noche su cama hasta pegarla a la de Lucia y así dormir tomadas de la mano. Se sabe que Lucia nunca se recuperó del todo de las consecuencias del veneno que tomó para suicidarse cuando la encerraron, y que por esa razón prefirieron las dos permanecer en la isla cuando terminó la guerra. Se sabe que Lucia murió en 1954 y que Suzanne la sobrevivió veinte años, que de tanto en tanto hacía fotos de monótonos y desoladores paisajes de playa que parecían siempre la misma, hasta que en 1972 se suicidó. Se sabe que el último autorretrato de Claude Cahun lo hicieron el día en que las soltaron los alemanes, horas antes de que las tropas aliadas desembarcaran en la isla: ellas llegaron a su casa de piedra, Suzanne entró a buscar la vieja Kodak y Lucia se paró contra el marco de la puerta, mirando a cámara con una insignia nazi entre los dientes. Pero ya no era la enigmática y desafiante criatura de los anteriores retratos, y tampoco el pulso de la cámara era el mismo. Claude Cahun ya no existía: Lucia y Suzanne habían empezado a convertirse en las anónimas solteronas francesas que fueron desde un principio y que serían hasta su muerte para todos los habitantes de Jersey hasta que, cincuenta años más tarde, alguien encontrase esos negativos en el sótano de la intendencia de la isla.