En el ámbito de la comunicación mucho se ha debatido acerca de las bondades o no del desarrollo tecnológico digital y, en particular, de Internet. Se han escuchado afirmaciones que van desde la ponderación de la red de redes como panacea de la participación y la democratización de la palabra, hasta la demonización de todo lo que surja de Internet y sus derivados. Ni tanto ni tan poco. Y no por los valores y atributos de la red en sí misma –que también, algoritmos mediante, vale la pena discutir- sino fundamentalmente por el uso que las personas hacen de ese instrumento.
Claro está que cualquier debate debe apoyarse en un concepto de la comunicación. Y existen versiones instrumentales que describen la comunicación solo como transmisión de unidades de información apoyadas en soportes tecnológicos. Para quienes así piensan, Internet es, y lisa y llanamente, una maravilla. Desde esa perspectiva no les falta razón y sus argumentos son atendibles.
Sin embargo, hay otra mirada acerca de la comunicación que se enuncia como más compleja, multidimensional y ligada con la propia condición humana. La comunicación, dicen las autoras y los autores que sostienen esta teoría, es ante todo un atributo humano, asociado a la construcción de la socialidad, a la vincularidad entre las personas. Es una perspectiva más antropológica que instrumental.
Si bien se trata de un debate siempre presente en el ámbito académico de la comunicación, las diferencias aparecen de manera mucho más evidente a la hora de la puesta en práctica. El marketing comunicacional y el pragmatismo muchas veces asociado a la publicidad, adhiere a la primera perspectiva en pos de los resultados y el impacto. La segunda mirada –respaldada mayoritariamente por las figuras más importantes de la denominada “escuela latinoamericana de la comunicación”- encamina su práctica en el marco de la llamada comunicación estratégica, desde la complejidad y siempre comprendida como procesos imbricados en lo social.
Pero llegó, aquí también, la pandemia de la covid-19 para instalarse en medio de los debates y de las prácticas comunicacionales. E Internet, las redes y las plataformas se volvieron casi inevitables en medio de los aislamientos, obligatorios o elegidos. Internet se transformó en la única manera de socializar, de educarse, también la forma de vincularse con “la realidad” entendida ésta como el relato ofrecido por las redes y las plataformas digitales. No solo se convirtió en el único canal de acceso a “la realidad” sino también en un menú de opciones aparentemente amplio y realmente constreñido a las ofertas manejadas por el mundo de los algoritmos.
Así planteadas las cosas los usuarios y las usuarias de la red, en la mayoría de los casos aún sin percibirlo, quedamos prisioneros de Internet. Y no solo porque fue –durante muchos meses- la única ventana, sino sobre todo porque sobre las plataformas se diseño y confeccionó el menú de ofertas y se elaboraron también las agendas noticiosas, informativas.
Los hubo también quienes construyeron nuevas soledades digitales, ensimismados, absortos y absorbidos por las pantallas.
Ahora, en el camino de la salida –por lo menos provisoria- de la pandemia, son muchas las preguntas que habrá que responderse sobre las consecuencias que este tiempo sin duda traumático, trajo sobre nuestras vidas. Muchos de esos interrogantes quedarán sin respuestas inmediatas y solo podrán encontrar algún tipo de satisfacciones cuando se pueda analizar con cierta distancia los efectos producidos.
En muchos ámbitos se escucha hablar de “las cosas que llegaron para quedarse”, instaladas e integradas en la cotidianeidad en tiempos de pandemia.
Una de ellas es, sin duda, nuestra manera de convivir con Internet, la forma de relacionarnos en y con la red.
Entre los numerosos desafíos que nos plantea la salida de la pandemia habrá que incluir también un camino y las estrategias para salir del encierro de Internet, para volver a abrirnos al mundo real y trascender el universo de "la nube” admirado por muchos, al que otros temen, otros tantos y tantas creen dominar y del que todos y todas somos finalmente prisioneros. Una tarea que le corresponde a comunicadores y comunicadoras, en primer lugar, pero que en definitiva es tan compleja y multidisciplinar como la vida misma.