Las máscaras de Andrea Riseborough caen película a película, estranguladas por el peso de la incesante transformación. Máscaras de pintura sanguinolenta como en Mandy (2018), de arrugas incipientes y corrosivas como las de la joven Margaret Thatcher que interpretó para un telefilm de la BBC, de la luz arenosa de los amaneceres de Oblivion (2013), de la furiosa cocaína que incita a la tragedia en la serie ZeroZeroZero (2019). Y la última de sus prótesis llega en la piel transparente y venosa de Tasya Vos, una asesina de elite que posee a sus víctimas para luego aniquilarlas, para convertir a esos cuerpos inertes en delegados de su furia sanguinaria, en soldados de una corporación tecnológica que gesta su poder en la conquista de toda privacidad. Possessor –estrenada este mes en Space y disponible en Flow, DirecTv Go y Movistar Play- es la confirmación del universo que Brandon Cronenberg reclama como propio, heredero de las texturas carnosas de su padre David, conjugado con los interrogantes del horror tecnológico y la explosión del gore como antídoto a la virtualidad de todo goce perverso. Y qué mejor rostro que el de Andrea Riseborough para dar a ese conglomerado impersonal de electrodos y máquinas de transición corporal un contorno viscoso y maleable, en sus ojos profundos y desorbitados, en su anhelo invasivo de persistente posesión.
Riseborough se formó en la célebre RADA londinense (Real Academia de Arte Dramático) e incursionó en el cine y la TV desde hace quince años, guiada por las aspiraciones del modelo Mike Leigh de los actores británicos: los elaborados ensayos, el descubrimiento del personaje, la tradicional herencia teatral del cine inglés. Quizás en ese camino encontró sus primeras máscaras, en ese extraño espejo que significó modelar a una joven Thatcher en Margaret Thatcher: The Long Walk To Finchley (2008), ambientada en la ciudad de Grantham, en los pasillos del colegio católico, durante los estudios de química de la futura Dama de Hierro. “Fue interesante interpretar a alguien tan lejano a mis propias ideas políticas”, revelaba el año pasado en una extensa entrevista con AVClub como parte del ciclo “Random Roles”. “Tratar de callar el ruido de mi propio juicio, encarnar a esa joven mujer que intenta hacer pie en el mundo debajo de la historia que condensa su figura pública”. Nominada al BAFTA por esa interpretación, fue apenas el preámbulo de sus posteriores camuflajes, la sed de celebridad en Birdman (2014), el destello del enamoramiento en La batalla de los sexos (2017), la mártir de la venganza en la delirante Mandy (2018).
“Cuando vi la primera película de Panos Cosmatos, Beyond The Black Rainbow, quedé atrapada por su visión. Así que cuando me mandó el guion de Mandy, pese a que mis representantes me decían que no era una película para mí, me aventuré a ese riesgo”, recuerda sobre la oda lovecraftiana que convierte el duelo de Cosmatos por la muerte de sus padres en una expresión febril de ese mundo interior desgarrado. “Es gracioso porque nunca pude ver Mandy completa. Se lo dije a Panos. No pude desprenderme del todo del personaje, veía mis imágenes en el monitor para tener dimensión de lo que estábamos creando pero no podía ver la película completa, salir de la mente de ella”. Esa invasión corporal que implican los personajes en sintonía con la destrucción, asomados al borde de su calvario, impregnados de la sangre propia o ajena, define la esencia del trabajo de Riseborough, algo que converge con los directores que asumen el cuerpo como la materia maleable de la creación.
En la exposición distópica sobre los avatares morales de la tecnología que significó Black Mirror, Andrea Riseborough interpretó a una arquitecta impulsada al crimen para sostener su prestigio social y el silencio de su propia culpa. El episodio es el tercero de la cuarta temporada, titulado "Crocodile" por las espesas lágrimas que inundan su rostro en el final, síntesis de una consciencia tecnológica que impone recordarlo todo bajo la impávida experiencia de que nada se sufre como real. “Originalmente me ofrecieron el papel de la investigadora del seguro –que luego interpretó Kiran Sonia Sawar-, pero cuando leí el guion me atrajo el personaje masculino. Lo hablé con los productores y lo convertimos en Mia. La pregunta que sobrevolaba era: ¿empatizaría el espectador con una mujer que hace lo que hace Mia? Y la realidad es que las mujeres matan todo el tiempo, dan vida pero también la quitan”. El cruce entre el control que supone la tecnología y el quirúrgico ejercicio de la aniquilación es algo que Brandon Cronenberg redimensiona en su exquisito juego de sicarios y posesiones.
Possessor asomó el año pasado como algo más que un nuevo exponente del art terror que ha encontrado en la generación de Ari Aster, Robert Eggers, Rose Glass y Prano Bailey-Bond un culto a las formas del género más allá del lúdico efectismo de su imaginario. Tasya Vos (Riseborough) ejecuta sus crímenes a la distancia, recluida en un moderno sarcófago unido por un implante electrónico a sus futuras víctimas, incautos a los que el cuerpo les fue arrebatado para convertirlo en un arma letal. Pero la precisión implacable de Vos se ve afectada con el paso del tiempo, encargo tras encargo, por el hambre de su propia consciencia proyectada, sedienta de experiencias que asuman en las repetidas puñaladas, el derrame de la sangre o la explosión de los globos oculares, una vitalidad que le es negada a su cuerpo encarcelado. Cronenberg convierte el rostro de Riseborough en un apolíneo invasor, penetrando cuerpos e intimidades, disputando el control de la voluntad humana como en un tablero de pantallas simultáneas.
Todo lo que parece extinguido para Tasya Vos -los contornos de una vida hogareña, la experiencia del placer en el sexo, la maternidad o incluso la formación de los recuerdos- se ha transfigurado en una creación de realidad virtual en la que hundir un cuchillo o un pene prostático implica mayor goce que cualquier desgarro carnal. Possessor explora la reconfiguración del mundo contemporáneo en el que los datos y los accesos son las commodities en disputa, un videojuego letal entre megacorporaciones que mueven sus peones, los ejecutan o los descartan, como pérdidas inevitables para llegar a un nivel de ganancia superior. “¿Dónde radica esa sintonía con la destrucción que recorre de manera subterránea el trabajo de Riseborough?” se pregunta Indiewire en una entrevista con la actriz a raíz del estreno de la película que parece haberle dado su máscara definitiva. “No sé si soy solo yo, pero siento que ahora más que nunca hay cierta frustración, violencia y confusión subyacentes en todos nosotros. Probablemente por eso me atrae trabajar así, porque refleja, quizás inconscientemente, lo que está pasando en la sociedad”.