Los años 60 –“nuestros” años 60 y parte de los 70, es decir, desde mediados de la década hasta el golpe militar de 1976- nos llegan siempre envueltos en el perfume de la mitología de unos años dorados para la cultura, el arte, el cine, politizados, tirando a izquierdas, las juventudes rebeldes y enancadas en el futuro con un pie en el Mayo francés y otro en el Cordobazo: obreros y estudiantes, unidos adelante. ¡Oh! lala. Algo que puede decirse con seguridad de los años 60, y no tanto de otras décadas del siglo pasado, es que esa mitificación, esa manera de adjetivarla y evocarla, no estuvo en rigor tan lejos de la realidad. Un mito posible, en gran medida un sueño realizado. En muchos aspectos no, pero en un balance objetivo y cordial, una época para recordar y tener muy en cuenta. Quizás, porque lo que vendría después sería un enorme hiato de represión y depresión. Como sea, hay versiones literarias y rememoraciones varias –Viñas, Silvia Sigal, Oscar Terán, Sebreli- por citar algunos ejemplos notorios, que indagaron y escarbaron en los cimientos de época y en sus estilos más notables. Antes que desaparezca, la novela de Sylvia Iparraguirre que acaba de publicar Alfaguara, coincide en agregar una visión que es tan personal como panorámica porque captura un núcleo poco enfocado de entonces. Hace hincapié en la visión de una joven estudiante universitaria, es decir, uno de los prototipos clave de ese entramado de años, libros, películas y nuevas costumbres. Gran parte de los años 60 de Buenos Aires transcurrieron por los pasillos de la Universidad y los bares de la calle Corrientes. El sesgo notable, quizás único de Antes que desaparezca, resulta de un –casi- detalle, pero los detalles, ya lo sabemos, hacen la diferencia y dan brillo a los fracasos revolucionarios. Los detalles son lo único que queda en el residuo de la Historia. Y he aquí el detalle: un cruce entre ese mundo vital, alegre y violento de estudiantes, activistas, policías y milicos, con otro mundo: el de un pensionado de monjas lleno de silencio, anhelos, suspiros. Y sensibilidad. Otra sensibilidad, pero sensibilidad al fin. 

Ese pensionado de monjas es como un convento que a veces, pocas, asoma su nariz al exterior, y hay una directora espiritual y terrenal a quien le dicen ma mere que es un personaje fascinante, y todo es como un cable a tierra y también un golpe de realidad. Había otro mundo en los 60 -quizás el lento mundo de siempre, el más conservador y de siesta, protector a pesar de ser un poco represor- un mundo que no estaba en el otro tan vertiginoso pero le recordaba a quienes querían beberse la copa de un solo trago que bueno, cuidado, no se puede vivir tan arriba todo el tiempo. Un contrapunto atractivo, de tintes irónicos, por momentos cruel, y también lleno de ternura y nostalgia.

La chica del interior que viene de su pueblo a estudiar Letras a Buenos Aires en la facultad de Filosofía y Letras, se hospedará en un pensionado de monjas: he aquí el corazón de la novela, que es un corazón de hierro y pétalos de rosa. Una experiencia de pasaje, el relato de un desgarramiento lleno de risas y lágrimas. Vital, pero también luctuoso. Y real, vivido. Como puede leerse en las primeras páginas:

“Lucía, la chica que era yo entonces, la de la foto, camina por Callao una tarde de junio. Una simple estudiante de dieciocho años, nacida y crecida en una ciudad chica de provincia; educada por sus padres y los cánones sociales, bastante distraída, disponible a la vista de cualquiera que se cruzara con ella y quisiera mirarla, examinarla, hombre o mujer, algo atolondrada, curiosa, entregándose a los sucesos de la calle de los que se siente parte, risueña por dentro: se siente libre. Tres meses atrás llegó a Buenos Aires. Vive en el pensionado de las Hermanas del Calvario, cursa Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y por ahora solo tiene ojos y entendimiento para la ciudad: plazas, monumentos, gente, bares de todo tipo, modos de manifestarse de un mundo todavía incognoscible".

La universidad, el convento y la calle como la santísima trinidad de una gran novela de época y autobiografía.

La novela plantea desde su comienzo un desdoblamiento temporal, uno que se inicia como proyecto de escritura en el año 1995 y otro a partir del cruce fortuito, en la actualidad, de las dos amigas que se conocieron en los 60. ¿Esos intentos de la década del 90 fueron la base de esta novela?

-Sí, pero en realidad, los borradores o la base de la novela vienen de más atrás que el 95. La escritura fue postergada una y otra vez. Se me cruzaban otros proyectos y otras historias. Y quedó postergada porque lo autoreferencial o mi propia experiencia me parecieron siempre menos interesante que inventar. Siempre me llamó más imaginar historias con personajes que pudiera crear y poner a vivir en un escenario real o recreado como en La tierra del fuego o inventado y disparatado como en El Parque. Las novelas que publiqué después la fueron postergando, pero estaba pendiente. Hace unos seis años yo tenía una novela completa en la cabeza y ya empezada, La marca de agua, y estaba muy entusiasmada, pero Abelardo me dio un gran consejo, me dijo: "Te vas a alejar tanto de esa chica, refiriéndose al personaje de esta novela, que no la vas a poder contar". Seguí el consejo y retomé los papeles y lo que tenía escrito desde antes del 95. Esto fue en el 2015, más o menos. Pero, como vos bien decís, el otro cauce temporal se produce ese mismo año 2015 por el encuentro fortuito de dos amigas en un curso de literatura rusa que una de ellas, Lucía, está dando en el Malba. Porque eso sí sucedió y me dio algo que me faltaba y que fue esencial y desencadenante: el comienzo de la novela, la escena que va a desencadenar toda la larga conversación de las dos amigas esa tarde, en un bar.

¿La concebís como un viaje en el tiempo, en el sentido de una especie de pasaje entre presente y pasado?

-Es justo el modo en que yo visualizo esta narración, como un viaje en el tiempo. Un ida y vuelta del presente al pasado y del pasado otra vez al presente de esa mesa de café. Y no sólo en un sentido puramente, digamos, argumental, sino que ese pasaje de ida y vuelta fue la parte formal más difícil de resolver. No sé si esto les parece demasiado técnico, pero tenía claro que el pasado no podía ser “recordado”, entre comillas, o narrado, sino que tenía que hacerse presente ahí mismo, que el recuerdo o los recuerdos de Lucía o de Lucía y Clara pasaran al primer plano de la narración, que borraran el bar y sucedieran en ese mismo momento, como cuando recuerdan a la hermana Tina, y Lucía se le presenta parada ahí, junto a la mesa, dándoles consejos con las manos enharinadas. Y esto fue lo más arduo porque armar esta novela fue como armar un móvil, no hay capítulos, son fragmentos, escenas: cambiaba un fragmento de lugar y se movía todo lo demás, debía armar nuevamente ese segmento. Y no debía notarse, la narración debía fluir. Pero sí, es un viaje en el tiempo: al pasado de las protagonistas.

Y, en ese pasaje, ¿cómo intervienen los capítulos o fragmentos donde se cuenta acerca de una pareja de escritores que conviven, y a los pormenores de la escritura de la novela misma?

-Hice intervenir a la más pura realidad, lo que les decía antes: cuento cómo fue ese proceso de retomar esos papeles y capítulos que habían dormido años en una carpeta. La línea principal de la narración es la conversación de horas de dos amigas en un bar, Lucía y Clara. A ese relato o reconstrucción ingresan fragmentos breves, que ocurren en otro lugar: la casa de una pareja de escritores donde Lucía, ya como escritora, intenta recuperar y fijar esa larga charla en lo que ha decidido va a ser una novela. No es para nada, y quiero subrayarlo, ni una teorización de la novela ni una reflexión sobre la escritura de una novela; es la pintura de una pareja de escritores y, en este marco, lo que ella cuenta: las circunstancias domésticas que rodean sus dudas, vacilaciones y consultas que se le presentan al escribir y compaginar lo que el lector está leyendo.

HERMANAS Y ESTUDIANTES

Además de los aspectos de época o los rasgos más bien generales, históricos y sociológicos que destacamos al comienzo de la nota y que insertan a Antes que desaparezca en un canon de buenas novelas realistas con "reconstrucción de época", hay hacia el interior del texto una dimensión íntima, subjetiva, que se instala desde el arranque. Primero en el encuentro de las dos amigas que en aquellos años compartieron pensionado, y las sucesivas jornadas donde afecto y memoria se funden y también se perturban mutuamente. Pero también, en el evidente viaje iniciático que emprende Sylvia Iparraguirre hacia el interior: de la década, de la adolescencia, de la juventud, de la propia experiencia vital. Donde no es menor la experiencia de pasaje de “pueblo chico” a la gran ciudad. Y, sobre todo, cuando la vida de la gran ciudad –entre amores, miltancias y represiones- se complique más de la cuenta, anticipando en cierta medida la cosmovisión de la novela: la vida es un viaje de ida hacia la complicación del mundo adulto. Pero lo que sucede en los años “dorados”, eso, eso es la tierra del fuego. Claro que para avanzar en estas consideraciones el lector deberá hacer una experiencia de desdoblamiento semejante a la que hizo la autora, que se desdobla en Lucía, la chica de la foto, y utiliza una tercera persona para abarcar más y transmitir mejor. Una decisión literaria que, dice Sylvia, resuelve la relación entre autobiografía y ficción.

Entre las primeras impresiones que Lucia tiene sobre la ciudad está la idea de una Buenos Aires hostil y amenazante. En tu propia experiencia, viniendo de Junín y con una realidad completamente distinta en lo familiar y lo social ¿Por qué pensás que se produce esa primera visión de la hostilidad y el anonimato de la ciudad? ¿Cómo se fue transformando esa mirada con el paso del tiempo?

-Por las razones más inmediatas: dejás atrás una ciudad chica, donde todos se conocen, donde funcionan, y todavía pasa, como identificación de una persona los sistemas de parentesco: es la hija de fulano, la prima de tal, la hermana de. Es decir, todos te conocen, saben dónde estás y con quién, eso en términos generales y desde que sos chica. Por supuesto que la transgresión siempre estuvo, pero voy a lo esencial de aquellos años. Este conocimiento que todos comparten acerca de las vidas de los demás genera una circulación del rumor, todo un folclore humorístico, si querés, que exploro por ejemplo en La orfandad. Pero en la adolescencia se produce un corte, un corte deseado. Te entusiasma venirte a vivir sola, sin que nadie te diga qué hacer ni adónde ir ni con quién. Pero el salto abrupto en la experiencia del cambio, y en aquellos años muchísimo más, era enorme y la ciudad, voy a hablar de mi experiencia personal, se me imponía como desconocida y hostil. Tenía miedo de perderme en algún barrio y no saber cómo volver. Esa impresión primaria fue reemplazada muy pronto por la fascinación que ejerció sobre mí Buenos Aires, el descubrimiento de lugares, de bares, por ejemplo, me acuerdo del Bar Británico, en San Telmo, cómo me gustó ese bar… La ciudad fue creciendo, fue expandiéndose como mi experiencia de ella, barrios como Barracas o Caballito me siguen seduciendo, al punto que cuando voy a dar clase a la facultad, a Puán, vuelvo tarde de noche y me encanta perderme un poco en esas calles. Pero en aquel momento inicial, fui, de a poco, encontrando y conociendo la ciudad antagónica de Borges y de Arlt.

En la construcción de Lucía como personaje hay un trabajo progresivo en la forma particular de ver el mundo en la adolescencia hasta convertirse en una mujer. En ese sentido, la elección de una tercera persona es algo más que una necesidad de establecer una distancia, ¿no es cierto?

-Sí, exacto. El paso de una primera a una tercera se me impuso como una necesidad. De hecho, lo digo explícitamente al comienzo “esa chica a la que voy a dar un nombre, Lucía, para poder verme y nombrarme” esta primera persona anuncia la tercera que voy a usar. O también con el giro: “la chica que yo fui” piensa Lucía, giro que me permite distanciarme a la vez que me acerco. No es fácil de explicar, pero creo que en la novela funciona. Y miren qué significativo: es en este pasaje de primera a tercera donde se resuelve el tema de lo autobiográfico. La materia de la novela es autobiográfica, pero esto es una ficción. Ese pasaje de un recuerdo real mío —vine a estudiar, viví en un pensionado de monjas, tenía novio, fui a la facultad de Filosofía y Letras— a ponerlo en palabras, a transformarlo y ubicarlo, anacrónicamente, en el lugar que más le convenga al relato, en ese pasaje lo autobiográfico se transforma en ficción. Y así debe funcionar: como ficción, como novela.

En ese sentido la relación que Lucía tiene con los varones también resulta muy significativa, su primer novio, por ejemplo, o ese personaje memorable de la facultad que es Gabriel, su amigo que en un momento le dice que no le está enseñando nada que ella ya no trajera en su interior.

-La relación de esa chica de dieciocho años, recién llegada, con los varones y su relación con lo ideológico se dan en el ámbito de la facultad. Ahora que lo charlamos, creo que es una novela profundamente femenina, en el sentido de la emocionalidad del personaje, de la construcción de su interior. De su modo de enfrentar el mundo. Frente a los varones que en la facultad le dicen, la aconsejan, la corrigen y le explican, y ese fue una parte en la que me divertí escribiendo, la individualidad, que ya es muy fuerte en Lucía, formula interiormente: ¿Y a mí qué me importa? No es de pelearse con los varones, le son indiferentes o risibles en sus consejos que siempre ocultan otra intención, la intención de llevarla al hotel de la vuelta de la facultad. En cambio, a Nacho su novio de su ciudad chica que también estudia acá, lo quiere entrañablemente y eso va por otro carril. Con su compañero Gabriel le pasa otra cosa: no la aconseja, él no se burla porque ella vive con las monjas, cada uno vive donde puede, le dice; tampoco juzga sus lecturas ni su falta de criterio político. Y eso a Lucía le provoca confianza; Gabriel va a ser su único amigo verdadero en la facultad. Dos fuerzas mandaban es esa facultad del ’68: el sexo y la política, y Lucía de las dos cosas se siente un poco al margen, hasta que empieza a entender los códigos. Acá también se ve a “la chica del interior” como dicen las monjas. Pero con Gabriel entra otra dimensión; es un militante de izquierda que quiere que ella vea por sí misma las cosas como son. No hay adoctrinamiento, hay una relación de amistad en medio de una realidad que quiero señalar. Era el mayo francés, era Tlatelolco, era la dictadura de Onganía, era el Cordobazo. En la conversación con Clara, Lucía se define como pacifista, ecologista y socialista y esto se corresponde a muchas de las conversaciones con Gabriel y que ella va a sentir como propias: esas tres opciones no se aprenden en los libros, las traés puestas, es un modo de ver el mundo. Después los libros te darán los argumentos. Por eso Gabriel le dice que no le está hablando de nada que ella ya no trajera puesto.

Muchas escenas pasan en la facultad, y una, tal vez la más fuerte en cuanto a experiencia, la de la noche de la toma.

-En algún un sentido la novela es la historia de una universitaria argentina y las vicisitudes socio políticas por las que va pasando desde que cursa las primeras materias hasta conseguir el título, y digo conseguir en sentido literal ya que era una Odisea, en el inefable local de Azcuénaga 280, donde pasa una de las últimas escenas, a la que llamo la tragicomedia de Azcuénaga 280. Lo que va de Onganía a la llegada de Perón al país y a la presidencia. Esta realidad ingresa como escena callejera o como escena de la facultad, como el día del aniversario de la muerte de Che y la toma por el centro clandestino de estudiantes, al que pertenece Gabriel. Su primera experiencia real del mundo que la rodea se va a dar en el ámbito de la facultad y en las calles de Buenos Aires.

Y naturalmente el momento en que Lucía se encuentra con el escritor. “Este hombre haría cualquier cosa por protegerla”, siente Lucía como una revelación.

-En un sentido puramente personal, quise que esa escena final quedara escrita. En los capítulos insertados, se ve a la pareja de escritores en el presente, cuando ella está escribiendo, su vida cotidiana y sus charlas por momentos disparatadas, pero quedaba pendiente cuándo se conocieron. Me pareció que debía estar, o yo lo sentí como una necesidad, la verdad no sé, contar la escena de esa noche, la primera vez que salen juntos. Es como que esa noche cierra la historia de ellos, pero en el pasado.

FOTOS DE PABLO MEHANNA

Esta novela cierra una trilogía que empezó con El muchacho de los senos de goma, siguió con La orfandad y concluye ahora con Antes que desaparezca. ¿Por qué le pusiste Historia argentina?

 

-Porque transcurre, cada una, en décadas muy marcadas de nuestra historia del siglo XX. El muchacho de los senos de goma es la ciudad de fin de milenio, de Menem, del todo por dos pesos de los 90; La orfandad, es un pueblo ignoto de provincia, San Alfonso, en la década del 20 al 30, donde hay una cárcel a la que llega como convicto un anarquista, Bautista Pissano; la única historia de amor que escribí; y en Antes que desaparezca, es fines de los 60 y principios de los 70, una ciudad y un país que son un volcán. Los personajes que las unen no están en un primer plano, aparecen entre otros personajes y situaciones: una familia a contramano de la ideología dominante: el nieto, los abuelos, los padres, siguiendo el orden de aparición de las novelas. Épocas en el contrapunto entre pueblo y ciudad. Pero, aparte, quiero agregar algo sobre una cosa que vos, Sebastián, mencionaste al pasar y que no tomé: el tema de la foto, que no es la foto de tapa, sino la foto que le trae Clara a Lucía, la del pensionado con las chicas y las monjas. La foto es importante porque desata un hilo central de la novela: la memoria. Y toda la reflexión de Lucía acerca de quién fue y quién es ahora, qué permanece en la mujer del presente de aquella adolescente del pasado. En definitiva, quién fue y quién es: entre los dos verbos se instala su identidad.