Escribir en cada aniversario de la prematura partida de Néstor Kirchner abre desafíos: no repetirse dentro de lo posible, para empezar. Segundo, no recaer solamente en los hechos o frases que son remera desde hace años.

A mitad de mandato del actual Gobierno se añade un tercero: rehuir la tentación de decidir “qué estaría haciendo Kirchner en las actuales circunstancias”. Una especie de manual hipotético, no verificable, acechado por el sesgo de preferencia. Proponer “qué decidiría hoy y aquí” Kirchner podría parecerse demasiado a lo que opina el emisor, en este caso el cronista. Se desdibuja la grandeza del recuerdo, se utiliza la memoria del homenajeado como escudo para intervenir en debates coyunturales.

De cualquier modo, la evocación se proyecta al presente para repasar cómo se construye poder, cómo se ejercita, cómo se definen prioridades. Para allá vamos.

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Eduardo Duhalde tenía sobrados motivos, siendo presidente, para promover juicio político a la “mayoría automática” de la Corte Suprema de Justicia. Los cinco magistrados desestabilizaban, chantajeaban al Ejecutivo, alardeaban de su poder.

Duhalde contaba con aliados y recursos. Esa Corte estaba desprestigiada, artículos periodísticos y libros la desnudaban. La Asociación de Abogados Laboralistas convocaba semana tras semana a un acto en las escaleras del Palacio de Tribunales. Letrados con escobas en ristre, proponiendo juicio político para barrer a los jueces indignos. Diputados del bloque justicialista aguerridos y bien preparados estaban dispuestos a fundamentar la ofensiva en el Congreso. No serían todos, tal vez ni la mayoría, pero eran unos cuantos que (por agallas y convicciones) valían por más. Duhalde había amagado alguna vez ir por la caterva menemista.

Ante la enésima agresión, Duhalde resolvió avanzar. Pidió una cadena oficial, fuentes indubitables de su equipo avisaron que se venía el anuncio del juicio político. Duhalde comenzó a hablar, su verbo escalaba, daba la impresión de rumbear bien. De a poco fue perdiendo bríos, el discurso se deshilachó y quedó sin anuncios. El hombre no se animó, en suma.

A contados días de asumir Kirchner pidió cadena nacional, reclamó al Congreso que iniciara el juicio político. Los cortesanos, con el presidente Julio Nazareno a la cabeza, se burlaban al principio: tenían enfrente a un tigre de papel. Sabemos que no fue así, que los que se expusieron al proceso fueron removidos por el Senado tras la acusación en Diputados, que otros jueces optaron por renunciar. Hasta fue destituido Antonio Boggiano a quien defendían buena parte de la Jerarquía de la Iglesia Católica y un nutrido pelotón de ex funcionarios duhaldistas, empezando por Duhalde mismo.

Kirchner quiso y pudo más que Duhalde, respecto de un enemigo común. Lo interesante, que no suele recordarse, es que Kirchner llegó a la Casa Rosada el 25 de mayo de 2003 y que el Congreso se renovó en diciembre de ese año. En criollo, Duhalde y Kirchner contaban con el mismo Congreso.

Kirchner amasó poder, lo construyó desde el primer día. El poder se nutre con herramientas institucionales, recursos materiales (“caja” en jerga) hasta ejercicio de la violencia estatal legítima. Pero, además, es relación entre personas. El poder se construye generando creencias, legitimidad, reputación, respeto y, en el borde, temor. La voluntad no es condición suficiente para ganar pulseadas o disputas pero sí condición necesaria para afrontarlas con chances.

El poder, simplificando al extremo, no está guardado en una cajita, inmutable. Se puede multiplicar, diluir, perder: Kirchner sabía un montón al respecto.

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La Economía, predican los sabios de la tribu, es la administración de bienes escasos. Las políticas públicas también, con un aditamento enojoso: a menudo se persiguen metas contradictorias entre sí; acaso incompatibles. El arte de gobernar conlleva el de escoger, privilegiar, ranquear.

Kirchner valoraba los equilibrios fiscales, los superávits gemelos, las reservas del Banco Central. Al mismo tiempo, procuraba que crecieran los porcentajes de empleo, los salarios, el consumo popular. El punto de equilibrio, tal vez, exista en laboratorios… jamás en la vida real.

La resolución del estadista, entonces, es privilegiar. Kirchner miró a la gente común, contempló sus padecimientos, captó que necesitaban reparación inmediata. Durante los noventa y los inicios del siglo XXI, las administraciones neoliberales habían asolado al país, destruido el tejido productivo y familias.

La catástrofe producida por el macrismo causa un daño colateral narrativo: le resta reproches a la etapa menemista. Galardón inmerecido. Se destruyó el aparato productivo, se desmembraron las políticas sociales, educativas y sanitarias. Las poblaciones que crecieron al borde del ferrocarril se fueron transformando en fantasmas, como ocurrió en los pueblos ciudades o regiones que vivían por YPF. La desocupación masiva se extendió, comenzaron a convivir dos generaciones sin laburo estable como jamás antes.

Los hombres desocupados soportaron peor la caída, cundieron el alcoholismo y la violencia. Las mujeres tomaron el mando en las familias, constituyó plena justicia que se quedaran con la mayoría de los planes Jefas y Jefes de Hogar. En aquel entonces no se pensaba así: se menoscababan las labores hogareñas o de cuidado, ahora se entiende mejor.

El sufrimiento social que la eminente psicóloga Silvia Bleichmar llamó “Dolor País”, exigía reparación inmediata. Kirchner tomó prestada la palabra “autoestima”. exótica al vocabulario clásico nac&pop. Reacomodó un principio peronista histórico: el consenso democrático se acumula en paralelo con la satisfacción de necesidades, no difiriéndolo a derrames futuros, neocon ni desarrollistas. Por eso potenció la inversión social, reforzó el poder del Estado, estableció la consigna “cada día, una medida pro-gente”. Fundó una épica del hecho cotidiano.

Con esa idea fija aquel presidente que cuidaba pesos y dólares con devoción, que llevaba cuentas en su célebre cuadernito “compró” gobernabilidad y poder nacional cancelando la deuda con el Fondo Monetario Internacional. Una decisión contraintuitiva cuya lógica se aclara a medida que transcurren los años.

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Le sacó jugo el cursus honorum: haber sido intendente de una ciudad en la que “nos conocemos todos” y de una provincia. Haber dialogado con gente de a pie, escuchado, entendido.

Se capacitó rápido conociendo otras realidades que las del Sur que amaba: el NOA, el NEA, el conurbano bonaerense.

Captó que los sufrimientos de los laburantes, de las Madres y las Abuelas tenían que repararse pronto, transformando sus demandas en políticas públicas, en conquistas. Hacia allá enfiló, con muchísimos más aciertos que errores, con más luces que sombras entre otros motivos porque lo emocionaba el contacto con la gente.

Su legado queda abierto a resignificación, les ocurre a todos los líderes. Les cambió la vida a millones de argentinos, para bien. Con paz interior, estabilidad, relaciones armoniosas con los países vecinos. Aspiraba a un país normal, solía decir. Pero sabía por experiencia que la normalidad democrática incluye conflictos cotidianos en los que es forzoso alinearse, designar adversarios y enemigos. Las remeras y las frases más recordadas lo subrayan y dan contexto a esta nota.

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