“Escuchen lo que está sucediendo y no vivan en su propio pequeño mundo”, dijo Doris en alguna de las entrevistas que le hacían porque era una viejita con andador que desafiaba estereotipos. Doris Diether, la mujer que defendió la arquitectura del Greenwich Village hasta que murió a los noventa y dos años, la del pelo blanquísimo, prendedores y sonrisa caudalosa, la protestataria implacable, la activista republicana a la que querían los demócratas (fue jefa del Comité de Vivienda de los Demócratas Independientes en 1960), es también la protagonista de una de las historias orales que recopiló la Biblioteca Pública de Nueva York.
Los barrios del mundo tienen a sus propias Doris aunque El New York Times o cualquier otro diario no las descubran. Durante sesenta años Doris fue una de esas Doris que salen por el barrio (decía que estar en la casa era aburrido) para saludar a los amigos de las plazas, darle de comer a los animales, promover a los artistas callejeros y constatar el deleite de la arquitectura. Era autodidacta, no tenía otro diploma que el de la escuela secundaria, pero se convirtió en una experta en urbanización (dio clases sobre derecho de zonificación en la universidad), en el uso de la tierra y en la preservación de los espacios públicos.
Sus argumentaciones rigurosas elevaban el nivel de profesionalismo en las juntas comunitarias en toda la ciudad. Nació en Queens, se llamaba Doris Jean Thomas (fue Diether cuando se casó con Jack Diether, un crítico musical), vivió en Massachusetts y eligió Nueva York como hogar definitivo cuando en los años cincuenta se instaló en el Hotel Albert, en University Place y 10th Street. “Vine aquí como actriz y pintora” (…) todavía tengo un baúl lleno de pinturas y un montón de fotos de 8 por 10 que los actores llevan a las audiciones, también escribí críticas sobre danza".
Pero Doris no es famosa por sus personajes ni por sus crónicas de arte, es famosa porque protestó con talcos altos acompañada por un cerdo (lo llevaba con una correa) contra la codicia de los promotores inmobiliarios, porque logró que no echaran a los músicos de la plaza, porque junto a otras activistas urbanas: Jane Jacobs, Verna Small y Ruth Wittenberg frenó demoliciones repentinas cerca de Washington Square Park y porque le ganó algunas batallas al poderoso Robert Moses (conseguir que las funciones del Festival Shakespeare en el Central Park fueran gratuitas, fue una de ellas) . No son las únicas razones de su fama, en los últimos años quería atrapar a los estafadores telefónicos.
Su barrio era el patio de su casa. Vivía en un departamento empapelado con libros, tarjetas, recortes, carpetas, informes, flores de papel, fotocopias y dibujitos pegados en las paredes. Era mejor que un departamento, era un álbum de figuritas lleno.
Uno de los artistas de la plaza, el titiritero Ricky Syers, le hizo una marioneta en su honor, una mini Doris que ella solía hacer bailar y con la que le daba de comer a las ardillas mientras la gente que pasaba le sacaba fotos y la saludaba. Decía que había heredado el espíritu salvaje de su abuela materna finlandesa y que la mejor lección era tener algo por lo que salir a pelear. Le gustaban los gatos, la torta de mousse de chocolate y mandar tarjetas. Enviaba más de cuatrocientas para navidad, verdes para San Patricio, naranjas para Halloween, grises para día de Acción de Gracias, rojas para el 4 de julio y multicolores para los cumpleaños; el suyo lo festejaba con la comunidad del Village bajo la nieve: había nacido un 10 de enero.
Las Doris sin nombre famoso ni marioneta propia, luchan contra la zonificación minera, contra el desmantelamiento de la identidad y por el espacio verde que los maceteros de cemento -que parecen una taza de café rancio en una pesadilla- no recuperan.
Sí, pensemos que cada barrio, cúpula de belleza que guarda la memoria absorbente de las ciudades, tiene al menos una Doris. Ojalá.