¡Huye!
(Get Out - EE.UU., 2017)
Dirección y guión: Jordan Peele.
Fotografía: Toby Oliver.
Música: Michael Abels.
Montaje: Gregory Plotkin.
Reparto: Daniel Kaluuya, Allison Williams, Catherine Keener, Bradley Whitford.
Duración: 104 minutos.
Distribuidora: UIP.
Salas: Monumental, Hoyts, Showcase, Village.
8 (ocho) puntos.
Hay un final memorable en la historia del cine. Es el de La noche de los muertos vivos (1968), la de George Romero, la película que inició de verdad el fenómeno zombie. Allí, luego de sortear las más macabras variantes, el protagonista no podía evitar algo peor: la bala del hombre blanco. De esta manera, el héroe (negro) del relato, se volvía un maniquí puesto a disposición de las hordas humanas, blancas, con rifles. Una serie fotográfica le adosaba a los créditos del film, un aire reminiscente al de aquellas imágenes que de sí hacía el Ku Klux Klan. Zombie o negro, lo mismo da.
Con esta vertiente juega el notable film del comediante Jordan Peele, vuelto aquí un artesano del suspense, con conciencia de cine y pizcas de películas memorables. Porque así como el film de Romero admite un eco pertinente, también lo hacen otros, geniales, como Yo dormí con un fantasma (1943), de Jacques Tourneur ‑con su zombie negro, de noche húmeda y ojos blancos‑, o la mismísima Scream 2 (1997), en donde el realizador Wes Craven se lo pasaba en grande, junto a personajes negros conscientes de la manipulación a la que eran sujetos, para sin embargo caer otra vez en la misma trampa.
Este engaño con advertencia es parte de la propuesta de ¡Huye!: hacia la morada del lobo se dirige el apenas cauto de Chris (Daniel Kaluuya), negro y con novia blanca. Es a la familia de ella a quien habrá de conocer, de vida reposada, casi idílica, en uno de esos suburbios de localización imprecisa, situado entre la ciudad y su afuera, ámbito ideal que el cine de Steven Spielberg sabe privilegiar y el de Tim Burton repudiar.
Todo está bien, hay sonrisas y bienvenidas, pero sin embargo no todo culmina por encajar. O por lo menos, son detalles apenas desequilibrados los que enmarañan el encanto: sirvientes negros, fiesta de recepción almidonada, miradas de sospecha y comentarios irónicos. Además de un juego de lotería que esconde un ritual. Puesto que no todo es lo que parece, no habrá mejor fortuna que persistir en el intento. Obcecación que es también la del espectador: querer saber qué pasa, qué es lo que se esconde tras esta amabilidad pulcra, en donde los poquitos negros que aparecen exhiben modales y vestuarios raros, además de miradas perdidas y reacciones inesperadas.
Hábilmente, ¡Huye! troca en película grotesca, en donde el escenario puede volverse instalación de experimentos bizarros. Así como lo lograba Jonathan Demmeen su remake de El embajador del miedo, cuando una pared falsa revelaba al encargado de trepanar cerebros. Aire similar, cómo no, al de los vericuetos que tramaba el Victor Frankenstein de Peter Cushing, con sus cerebros intercambiables, para los films de la productora británica Hammer.
Pero también, ¡Huye! es variación pretendida de lo que bien podría ser un episodio de la serie televisiva La dimensión desconocida, en donde los ingredientes para pulsar el relato y resaltar momentos macabros que develen algo mayor, están a la vista pero sin remedio que los evite. Como si se tratara de la casa de chocolate y dulces con los que la bruja de los cuentos de hada tienta los niños. Hacia ese lugar se dirige Chris, pero con una sorna que el film esgrime para herir la vanidad e inseguridad de los hombres blancos. En suma, podría pensarse ¡Huye! como una gran bufonada sobre los lugares comunes del blanco promedio, satisfecho en su mediocridad y tendiente a la violencia organizada.
Ahora bien, para llegar allí, el mejor momento del film estará en su punto medio, en la suspensión que logra entre lo cierto e incierto, entre el sueño y la vigilia. Situado en ese límite impreciso, Chris no sabe dónde está, qué es lo que sucede, y el efecto de extrañamiento puede estirarse cuanto se desee. Más allá de la resolución alcanzada, lo cierto está en que ese deseo difuso, de degradación y sujeción del otro, persiste y es verosímil. Lo que equivale a un comentario mordaz sobre el lugar social del negro en Estados Unidos pero también, por derivación, en tanto mirada de alerta ante la pequeñez mental con la que se justifican tantos privilegios sociales.