Fue acusado de participar en una violación grupal en San Miguel de Tucumán y terminó absuelto por la Justicia después de pasar dos años y ocho meses en prisión. En la cárcel, Eduardo Antonio Perrone se convirtió en escritor y en el personaje que construyó en un borde indiscernible entre la autobiografía y la ficción: un marginal de atormentada lucidez que vivió entre prostitutas, rufianes, pequeños delincuentes, fulleros y borrachos. Su primer libro, Preso común, agotó seis ediciones en los años 70 y se convirtió en el punto de partida de una obra extraordinaria, que ahora vuelve del olvido en dos reediciones publicadas al mismo tiempo en Tucumán.

Perrone fue encontrado muerto el 18 de julio de 2009 en el vagón abandonado donde pernoctaba. Había pasado sus últimos años en un descampado de Crisóstomo Álvarez y Bernabé Aráoz, en la capital tucumana. “La gente del lugar lo quería, era un linyera especial, con carisma. Contaba que había sido escritor y le daban comida. Era una zona donde había prostíbulos y él conocía a todo el mundo en ese ambiente, incluso porque fue proxeneta de una trabajadora sexual”, cuenta la cineasta Peri Azar, realizadora del cortometraje documental Perrone, escritor.

La novela familiar de Perrone está compuesta por fragmentos desconectados: hay un abuelo ferroviario, un padre ausente, una madre que lo asiste cuando cae preso, una hija que según rumores lo repudia. Nacido el 12 de abril de 1940 en Villa Muñecas, estación vecina a San Miguel de Tucumán, pasa la infancia y la adolescencia en Tafí Viejo y llegado a la adultez trabaja como “viajante libre de comercio”, el eufemismo con que designa en Preso común su actividad como vendedor ambulante y paquetero.

Su historia pública comienza el 24 de marzo de 1969, cuando se presenta con un abogado en los Tribunales de Tucumán. Queda detenido por la presunta violación de dos mujeres, es procesado y enviado a la cárcel de Villa Urquiza y después pasa por varias comisarías hasta que el 8 de octubre de 1972 la justicia lo absuelve junto al resto de los acusados. Perrone se supo marcado para el resto de su vida, como si la prisión fuera una pesadilla de la que no podía escapar: “Tengo una celda en pleno centro de Buenos Aires. Una celda que me cuesta mantener”, escribió a propósito de la habitación pequeña e incómoda que alquilaba en un hotel de avenida Rivadavia y de sus problemas económicos.

EN DEFENSA PROPIA

Perrone no acostumbraba a teorizar sobre el arte, pero en un registro que subsiste en video dice que la literatura “en cualquiera de sus medios, es una defensa”. Así comienza a escribir, como lo cuenta en Preso común: toma notas a los fines del proceso penal, transcribe sus propias averiguaciones e incorpora documentos y partes del expediente, entre ellas la sentencia como apéndice; en el encierro, encuentra a través de sus textos un modo de pasar el tiempo, un alivio a la situación y algo que lo ayuda “a tener una mejor visión del caso”.

En octubre de 1972 salió de la cárcel con el manuscrito y se mudó a Buenos Aires. Empezó a recorrer editoriales. Mientras esperaba una respuesta vendía gorros y banderines en canchas de fútbol. Nadie se mostró interesado, hasta que llegó al Centro Editor de América Latina y fue recibido por Luis Gregorich, su primer lector.

Gregorich había hecho la corrección de la novela Las tumbas (que incluyó el cambio del título original: Las marcas del frío), de Enrique Medina, publicada por De la Flor, y le hizo una carta de presentación para Daniel Divinsky que funcionó como ábrete sésamo. “Sin duda también se hizo un editing del manuscrito de Perrone, aunque no recuerdo quién estuvo a cargo. El título, Preso común, se lo pusimos en la editorial”, dice Divinsky.

Preso común salió a la calle en mayo de 1973, apenas siete meses después de que el autor recuperara la libertad. “Un libro que no fue escrito: fue vivido. El testimonio vibrante de la marcha de la injusticia y la mala vida en las cárceles argentinas”, anunció De la Flor en revistas y suplementos culturales. La portada incluyó el recorte de una crónica dedicada a la violación y la foto de Perrone tomada en el Departamento Central de Policía de Tucumán en una sesión para la posteridad, como ironizaba.

En Buenos Aires circuló en dos ambientes muy distintos: el de los hoteles baratos y bodegones de avenida Rivadavia –que más tarde retrata en Los pájaros van a morir a Buenos Aires– y el que frecuentaban periodistas e intelectuales, a partir de una relación con Aída Bortnik. El éxito inmediato del libro se tradujo en notas para la prensa: una entrevista para el diario La Opinión con Osvaldo Soriano –de quien se hizo amigo–, una nota de tapa en Panorama junto a Soriano y Jorge Asís, cinco páginas en la revista Gente.

NOTA A EDUARDO PERRONE EN LA REVISTA GENTE

“No me considero escritor, no soy escritor. Escribí lo que me pasó adentro y estoy escribiendo en un segundo libro lo que me está pasando en el retorno, que es una especie de segunda condena, no importa que uno sea inocente”, declaró Perrone a Gente. Se refería a Visita, francesa y completo, novela que continuó a Preso común en más de un sentido: el protagonista, Gervasio Moreno, acaba de salir de la cárcel y confronta con la imposibilidad de reintegrarse a la sociedad.

En Preso común Perrone expone un mundo poco observado en una época marcada por la política. La potencia del texto surge del detalle y la profundidad de las observaciones –aunque haya desprolijidades en cuestiones de forma– y del tono de la narración, distanciado de cualquier desborde retórico mientras desgrana una sucesión de hechos espeluznantes.

La cárcel “es un ambiente lleno de contradicciones y en él se pueden ver extremos de piedad y de crueldad”. Perrone describe un orden estratificado (entre los presos del campo, los “giles” de la ciudad y los pesados) donde la convivencia está en tensión permanente, regulada por la violencia extrema y por actitudes y valores que transmiten los presos con mayor experiencia. Los guardias y reclusos del penal de Villa Urquiza conforman una galería de torturadores, asesinos, violadores y corruptos, y la peregrinación por los calabozos de las comisarías supone bajar un escalón todavía más profundo en la miseria con el desfile incesante de locos agresivos y “minorados”, cirujas, changarines, pungas, borrachos en estado de delirium tremens y hasta un mono que muerde al que se acerca.

Perrone resalta el papel concluyente de la prensa en la condena social de la que es objeto y advierte los modos en que circula su caso: en la calle crea una especie de psicosis colectiva y a la vez se incorpora al acervo popular de cuentos y bromas; en la cárcel es motivo de respeto y admiración entre los presos. Hay cierta indignación y reclamo de su parte ante los abusos de la policía y la justicia, pero sin demasiadas expectativas de reparación, porque también conoce la historia de un preso que enviaba cartas de denuncia a los diarios y terminó apuñalado.

Tafí Viejo, la ciudad donde se crió, fue uno de los enclaves de la Resistencia peronista, y Perrone cae detenido un par de meses antes del primer Tucumanazo. En el encierro se encuentra entre otros con Hugo Andina Lizarraga, dirigente del gremio azucarero y militante histórico del peronismo provincial. Su mirada registra el ingreso de torturados a los que la policía oculta, un grupo de presos políticos que “estaban bien vestidos e impresionaban como personas cultas” y son apartados, los preparativos de la policía en previsión de disturbios callejeros, pero no avanza más allá, como si se ajustara a la especificidad que señala el título "Preso común".

La dimensión política se introduce con la revelación que produce la primera salida transitoria: “desde ese día supe que a donde fuera temería ser reconocido y viviría con la sensación de que todos me miraban”. La ironía y el escepticismo de la mirada relativizan el “yo acuso”, pero es notable su comprensión del fenómeno: Perrone observa que la cárcel, el poder policial y el sistema judicial funcionan como factores complementarios en la preservación de la desigualdad social y en la producción de delincuentes. “Está manchado mi honor y mancillada mi fama”, dice, y al mismo tiempo vuelve a la calle “sin demasiadas lesiones espirituales” y con la difusa esperanza “en un mejoramiento de las cosas”. Una contradicción que se resolverá como exclusión definitiva.

BOLUDECES SENTIMENTALES, NO

El manuscrito de Visita, francesa y completo, recuerda Divinsky, “estaba muy descuidado”. La novela ofrece menos trabajo de escritura en la descripción de ambientes y en la definición de personajes, pero despliega una captación extraordinaria del lenguaje oral y de las características del bajo fondo. Perrone demuestra conocer como pocos en la literatura argentina esa “ciudad aparte” que integran cabarets, prostíbulos y garitos clandestinos, aunque aseguraba que el relato era “parcialmente autobiográfico” y que había vivido con una prostituta, lo que sería una alusión a una actividad propia como rufián.

Las terminales ferroviarias son el centro de gravitación de ese espacio donde “pululan changarines, vagos, turistas, vividores, cafiolos y una Corte de los Milagros inenarrable”. El narrador y protagonista, Gervasio Moreno, se inicia en el delito con las enseñanzas de Juan –porteño afincado en Tucumán, delincuente que se considera honrado porque “va de frente”– y sobre todo de Alejandro y el Zurdo, rufianes que lo guían en la venta al menudeo de cocaína y en el proxenetismo.

Los personajes de Visita... piensan que “llegará el día en que no solo se juzgará a los de abajo”. Pero es una esperanza sin fundamento, una ocurrencia que surge como tantas otras cuando están pasados de vino o de cocaína. A través del delito observan el verdadero rostro de la sociedad: el máximo cafiolo es el jefe de policía porque controla el negocio a través de la coima, y la justicia y la política cierran los ojos a cambio de que los policías “persigan y den muerte a todo aquel que política o ideológicamente esté en contra de ellos, sobre todo a las organizaciones guerrilleras que están luchando en la clandestinidad en busca de un cambio”. El esbozo esquemático de los personajes queda compensado por el aura densa con la que cargan criaturas como la Colchón Doblao, que se prostituye para jugar en el casino, el Zorrino, un croto que se guarece en una playa del ferrocarril, o Pío, coleccionista de bombachas que alecciona a Gervasio contra “las boludeces de los sentimientos”.

Si Preso común puede ser leído como crónica, autobiografía y testimonio, Visita... oscila entre el grotesco y la tragedia: un conventillo que funciona al mismo tiempo como sala velatoria y prostíbulo, una manifestación de putas alegres en el carnaval y la fiesta de casamiento de una travesti y un gitano se asocian con las disputas entre los rufianes y las disquisiciones sobre los “negocios”, como llaman a la trata. Gervasio explota a Liliana, una chica de 24 años que tiene dos hijos y que fue violada a los 12 como parte de una práctica de costumbre en ambientes marginales. “Tenés que darle una paliza cuando sea necesario”, le dicen, y no muestra mayores problemas de conciencia al respecto, como tampoco para introducir en la prostitución a una adolescente.

Visita, francesa y completo –el título menciona los servicios de las prostitutas– tuvo tres ediciones hasta tropezar con la censura. Publicada por De la Flor en 1974, la novela fue declarada de exhibición limitada por la Municipalidad de Buenos Aires en 1975 y prohibida por la dictadura militar en 1977.

RASTROS PERDIDOS

Entrevistado por Natalia Acosta y Lorenzo Verdasco en 2004, Perrone muestra borradores y un escrito, “Cómo hacer una novela”. El texto se perdió y apenas se conservan las frases citadas en la entrevista: “Casi siempre la primera novela es autobiográfica. Un libro de recuerdos, memorias o hechos que nos sucedieron y que nosotros consideramos como obligatorio que deben ser conocidos por el resto de la humanidad”. Se define entonces como un narrador testimonial que escribe en base a la experiencia vivida y a lo que le cuentan otros.

En Buenos Aires su rastro se pierde en hoteles, pensiones y bares. Perrone, dice el editor Daniel Ocaranza, contaba que en 1975 Aída Bortnik le ofreció irse juntos a España después que ella recibiera amenazas de la Triple A y que él se negó para no abandonar a su madre; volvió a Tucumán después de publicar as de reír, días de llorar (1976), reconstrucción de infancia y adolescencia a través de otro alter ego, Antonio.

“Perrone venía seguido a la editorial”, recuerda Divinsky. “Ganó bastante en derechos de autor porque los libros se vendieron y con eso le compró una casa a la madre. Por lo menos, era lo que contaba. Después se fue a vivir a una playa de la provincia de Buenos Aires, donde puso un boliche; volvió diciendo que lo habían estafado. Y mucho después, cuando ya estaba en Tucumán, se presentaron dos tipos con aspecto de matones para cobrar lo que se le debía, no recuerdo si en su nombre o porque él les debía plata”.

En 1984 publicó con Galerna otras dos novelas, Jauría y Los pájaros van a morir a Buenos Aires. La segunda parece ambientada en su primer período en la capital, cuando todavía no consigue editor y subsiste como vendedor ambulante de candados, destornilladores y llaveros, en quioscos y en trenes. Las ironías que desliza sobre los intelectuales –“si soy escritor tengo que ser de izquierda, es la moda”– se corresponden con anécdotas que lo presentan intratable y agresivo con allegados a Aída Bortnik. La novela está deslucida por un conflicto melodramático –el sueño frustrado de llevar una vida común– aunque contiene pasajes en los que Perrone exhibe sus mejores recursos: la franqueza descarnada para observar a los personajes y retratar el mundo y una especie de oído absoluto para los matices del habla atravesada por la corrupción y las voces del lumpenaje.

A la muerte de su madre, Perrone vendió la casa en que había invertido sus derechos de autor y se mudó a un hotel hasta encontrarse sin dinero y sin ingresos. Empezó a vivir de la caridad y se convirtió en vendedor ambulante de sus propios textos –redactaba cuentos a mano y los cambiaba por comida y vino– y de los ejemplares que podía conseguir de sus libros. Entre los inéditos que hizo circular hay referencias de “El pibe de los brillantes”, la historia de un viejo punguista que cuida autos en el casino de Tucumán.

“En los años 90 desaparece de escena”, dice Peri Azar. En 2000, cuando lo ubicó, Perrone dormía en un taller mecánico, en el piso. La cineasta tucumana, hoy radicada en Berlín, lo filmó entre ese año y 2002: “Le conseguí un lugar donde alojarse, ropa y una pequeña pensión que recibió de un diputado. Pero Eduardo no quería ser salvado, fue corrompiendo o saboteando las pequeñas ayudas que recibía”, recuerda.

El cortometraje Perrone, escritor procesa los primeros registros de la cineasta. Perrone le pidió que filmara a prostitutas, rufianes y vendedores de droga –“Soy el Maradona de ellos”, se enorgullece en la filmación– y un día le preguntó si quería tomar imágenes del interior de un prostíbulo. “Me llevó a ese lugar y por suerte no estaba la persona a la que él buscaba, porque me tocaron, me midieron, pasaron situaciones muy raras. Salí muy mal, pero no entendía exactamente qué había pasado, yo era muy chica”, dice Azar.

En su último alojamiento hizo escándalos y lo echaron; la pensión del diputado venció al pasar un año y un trabajo eventual en la Sociedad Argentina de Escritores terminó al descubrirse que Perrone se llevaba los libros de la institución y los vendía en el centro de Tucumán. Empezó a vivir en el vagón, con lo puesto y calzado con un cuchillo por cuestiones de seguridad, pero sin dejar de escribir.

“Cuando teníamos confianza y nos habíamos hecho amigos, Eduardo me pidió que rescatara su última novela, Los espermatozoides del diablo”, cuenta Peri Azar. “Se la había dejado a un tipo en Buenos Aires para ver si conseguía un editor. Pasé meses buscando a ese hombre hasta que lo encontré en Ramos Mejía: era un mecánico, al que Perrone había conocido no sabemos dónde y que no tenía nada que ver con la literatura. El tipo me dijo ‘Sí, llevátela, es un trasto que tengo’”.

Peri Azar pasó en limpio manuscritos y preservó los originales de la novela inédita, “un cuaderno lleno de mugre y de manchas de vino”. Los espermatozoides del diablo, dice, “es una obra fallida, con huecos y divagues, y se nota una ira profunda, porque Eduardo estaba lleno de un enojo que a veces ponía en una línea política y a veces en sus personajes y en los los alter ego de sus novelas”. En medio del desastre, “Perrone seguía escribiendo”.

 

>El rescate de toda la obra de Eduardo Perrone

Dos editoriales tucumanas acaban de reeditar al mismo tiempo la obra de Eduardo Perrone. El sello Falta Envido presentó una serie homenaje en la que publicó en volúmenes individuales Preso común, Visita, francesa y completo y as de reír, días de llorar, con prólogos de Daniel Ocaranza, Zaida Kassab y Soledad Martínez Zuccardi y anuncia Los pájaros van a morir a Buenos Aires. Por su parte, la editorial La Papa reunió los tres primeros títulos en un volumen, con prólogo de Martín Aguierrez, semblanza de Maximiliano Cárdenas y epílogo de Verónica Juliano, y anuncia la publicación del inédito Los espermatozoides del diablo.

“Perrone siempre estuvo en el ambiente tucumano, por el halo mítico que lo rodeó y porque se volvió difícil conseguir sus obras. Quisimos rescatar su obra de un lugar invisible dentro de la provincia, en el sentido de que seguía siendo un escritor marginal desde posiciones de poder en la cultura local”, dice Daniel Ocaranza, editor de Falta Envido.

El rescate actual está precedido por las reediciones que la editorial cartonera El Cruce hizo de los tres primeros libros entre 2011 y 2013. Facundo Iñiguez, a cargo de la investigación para el volumen de La Papa, dice que el propósito de la edición “es editar al escritor y dejar de hablar del mito, de la ficción que él mismo armó sobre sí mismo y por el que la sociedad tucumana terminó apartando a un escritor fundamental”

Perrone “no perteneció a los círculos de escritores, casi no hay referencias de sus lecturas o de contactos con escritores; cuenta una ciudad de la que no se hablaba, lo que hoy llamamos el conurbano tucumano”, agrega Iñiguez.

El retrato que Perrone compuso a través de los libros permanece vigente, dice Daniel Ocaranza: “Vivía en la zona que describe en Visita, francesa y completo, un circuito que une estaciones, prostíbulos, pensiones, conventillos y cuevas de usureros. El hampa tucumano sigue tal cual lo describió”.