En otro tiempo era un placer socialmente aceptado que las mujeres disfrutaran de una seducción irrealizada, que bajo el velo de la amabilidad aceptaran un coqueteo, que un caballero les regale una flor, en fin, tener --además de su marido-- algún enamorado (¡o varios!) que estuviera por ahí, con el que bromear o que le hiciera chistes; recuerdo a una mujer que fue mi pareja y que, cada vez que había que ir a un local de compras, me decía: “Dejame ir a mí, que ahí está el novio que me festeja”. Hasta hace un tiempo era un placer legítimo que las mujeres tuvieran “festejantes”, sin que eso fuera un escándalo para nadie, salvo para algún marido inmaduro y celoso.
Lo notable es que de entonces a esta parte, ese placer que se consideraba femenino se generalizó y hoy también a los varones les gusta ese juego de seducción. Puede ser que hablen con diferentes mujeres, sin que necesariamente eso lleve a un acto. No es que esto no existiese antes, se trata de una derivación de lo que los ingleses llamaban flirt. El flirteo es un tipo de escena que combina elegancia y atención, pero con un sentido subrepticio; muestra el artificio de la seducción, para que quede detenida sin llegar a su realización.
El punto es que el flirteo viril ya no es tan común, hoy que los varones asumieron el placer femenino de ser deseables y cuando están en pareja con mujeres esto es algo que incomoda mucho a estas últimas. A veces las enoja, si no se interpreta como una traición. Sobre todo cuando transcurre en redes sociales: ¿por qué likea a esa mujer? ¿Por qué le comenta? A veces se agrega la suposición de que seguro se quiere acostar con esa mujer. Si no, alcanza con ver esta escena para pensar que es un tipo de infidelidad; es decir, esta última ya no necesita entenderse como la consumación de un acto sexual. El placer de ser deseable --en un varón-- puede ser entrevisto como un acto infiel en un varón.
Este cambio de situación social redefine la presencia de los celos en los motivos de consulta. De la seducción podría decirse que es un placer, pero a los celos mejor los podemos situar como un goce. Expliquemos mejor esta distinción.
Hay una frase célebre de Lacan en el seminario El reverso del psicoanálisis: “No vamos a hablar del goce así como así [...]. Se empieza con las cosquillas y se termina en la parrilla”. Leída de manera superficial y en castellano, parece una frase graciosa y que las cosquillas y la parrilla remiten a modos del goce. Sin embargo, es una frase que busca mostrar algo, no hacer un chiste. La traducción es un problema, porque la palabra que se tradujo por parrilla es “flambée”.
Este término remite, sí, al fuego y demás, pero también se usa para ardor y para dar cuenta de un proceso que aumenta su intensidad; figurativamente puede significar “golpazo”, como el que deja un moretón. Además se usa en la jerga sado-maso para referirse a los latigazos. Entonces, una mejor traducción podría haber sido “Se empieza con las cosquillas y se termina a las piñas”.
Es una frase de esas que podría decir un padre, o una madre, cuando dos chicos juegan de manos. “Jugar de manos” es una linda expresión en nuestro idioma. Es una linda metáfora del sexo, dos personas que juegan de manos -en la medida en que las manos son más importantes que los órganos genitales. Se empieza con los mimos y se termina apretando.
También una boca es una mano. Se empieza con un beso y se termina con una mordida o un chupón. Se empieza y se termina, en un movimiento de intensidad, que convierte el placer en displacer. Por eso en ese mismo seminario Lacan dice que el goce no se relaciona con el dolor; aunque también el displacer puede ser placentero.
La excitación no termina con el displacer. Se termina “en”, no “con”; es decir, el displacer se revela como causa. El placer no causa nada, más bien regula y adormece. Nos planteamos la pregunta por el goce, en cambio, cuando nos preguntamos por el displacer como causa. Por ejemplo, ¿por qué dos personas siguen juntas si pelean todo el día?
La conciencia resuelve fácil el problema del goce. Lo renombra. Dice: “Es una relación tóxica”. O bien propone motivos aptos para la conciencia y agrega: es por seguridad, por comodidad, etc. Todos los motivos están en Google. Lo que no está en Internet es la pregunta por el goce y su paradoja: se empieza y se termina, en una causa que apenas podemos entrever si no reconocemos que la fantasía es perversa.
Freud dijo alguna vez: “Alguien se puede quedar en un matrimonio para que lo castiguen”. Hay matrimonios infelices que perduran porque --también es una idea de Freud-- uno no terminó de vengarse del otro.
Con la orientación del goce podemos hacer otra lectura de los celos. Los celos no son porque el otro es así o asá, o porque la relación es de un modo u otro. Lacan inventó el neologismo: “jalouissance”, que condensa “goce” (jouissance) y “celos” (jalousie) para hablar de los celos cuando no son un síntoma (un retorno de lo reprimido).
Si algo advierte el celoso después de un tiempo es que no hay acción que haga el otro para calmar su pasión. Hoy puede ser el reclamo de que la pareja suba fotos de los dos en la red social, mañana puede ser que no lleve el teléfono a otra parte cuando están juntos. Padecer celos es doloroso, muchas veces se prefiere permanecer en la vía de la culpabilización del otro; pero sin un reconocimiento mínimo, son intratables.
Una situación típica hoy, de acuerdo con la situación mencionada en el comienzo de este artículo, es la de las personas que sufren por ver el placer que sus parejas pueden tener en seducir. No quisieran que el otro haga eso, lo viven como algo dirigido; cuestionar la realidad de esta última circunstancia, tanto como confirmarla, sería inútil. Lo cierto es que si sufren es porque quisieran estar en la cabeza del otro y poder entender por qué es que hace lo que hace. Los celos son una pasión visual (mirar en la mente del otro, en los celos siempre se trata de espiar), cuyo contracara está en las escenas de control que son la causa de múltiples discusiones.
Que a veces los celos tienen una raíz proyectiva también es una idea de Freud. La misma persona que se queja de las seducciones de su pareja, es posiblemente la que (se) esconde (a sí misma) sus propias seducciones. Así es que la queja por lo que el otro se permite se completa de esta forma: “No quiero que haga... lo que yo hago”; pero habría que dar un paso más para explicar este desconocimiento: quien no se permite (o asume) ese tipo de placer es porque lo considera grávido de consecuencias. En este punto, los celos son un defensa respecto de un temor básico: que la relación pueda concluir, si no se la sostiene en la privación.
De este modo, los celos son una buena manera (aunque displacentera) de que una pareja dure. No pocas veces los celos llevan a una escena de reclamos, que se traduce en una pelea que implica un distanciamiento, por la cual uno de los dos luego se siente con más o menos culpa y, por lo tanto, ¡reconciliación! En algunos casos, los celos son a veces la única manera de tener una vida sexual.
Hasta hace un tiempo, creo que en psicoanálisis estábamos más acostumbrados a pensar los celos como síntoma del deseo. Pienso que a partir de los desarrollos de Lacan sobre el goce, se los puede pensar en otra dimensión -más cercana a las consultas que hoy en día no se tratan por la vía del inconsciente (celos que deben descifrados, por ejemplo, a través de un sueño), sino que se basan en pensamientos conscientes reactivos e hipervalentes.
Escribo estas líneas para plantear una hipótesis relativa a que los celos (que para Freud eran un síntoma típicamente histérico) cambiaron su forma de presentación, en la medida en que también se modificaron las condiciones sociales de la seducción y hubo una modificación en los placeres de la diferencia sexual; variables a las que se añade el miedo como base del lazo amoroso. Entonces ahí es que pueden venir los celos a hacer que sea posible un vínculo fuerte con alguien con quien no une ningún deseo.
Luciano Lutereau es psicoanalista y doctor en Filosofía (UBA).