Muchas personas sostienen la creencia de que para ser madre hay que encontrarse con un deseo consciente que diga “quiero ser madre”. Pues bien, si algo de eso puede decirse tan a la ligera ya no es un deseo, pues cuando digo “Yo quiero” me alejo del deseo y me ubico en el lugar del anhelo. El deseo --y hasta nuevo aviso-- continúa constituyéndose en el campo inconsciente. Claro está que une puede ir escuchando, vía las formaciones del inconsciente, al sujeto que identitariamente se empalma en ese deseo, hallando sus coordenadas.
La maternidad no escapa a esta lógica. Lacan decía que el deseo materno es como “estar en la boca en un cocodrilo”. Alguna vez tuve la oportunidad de ver un documental de NatGeo donde se veía la ardua tarea que realiza “la cocodrila” hembra (y, disculpenmé señores/as de la R.A.E pero voy a llamarla “cocodrila”) para que su cría sobreviva a los depredadores de la zona, que junto al clima denso y hostil, propician un estado de alarma en ella. A la hora de la eclosión de sus huevos, al nacer su cría, ella debe metérselos en la boca y llevarlos hacia la orilla para que vivan, de ese modo es que se reproduce la especie de los cocodrilos. Pero no olvidemos, ella viene de días intensos, de haber combatido con distintos animales que se comen a varias de sus crías, etc. El cansancio, el agotamiento que la habitan es desmesurado y por tal motivo vale la comparación lacaniana. Al trasladarlos en su boca, la cual queda entreabierta, y en ese trayecto hacia la orilla, podría cerrarla incluso “si volara una mosca”. La cuestión es que la “cocodrila” hembra no cierra su boca y que sin embargo podría hacerlo casi hasta sin darse cuenta.
En otra vertiente etológica encontramos a la que podríamos llamar “la madre pulpo”. En este caso, la hembra no se desprende de su cría hasta que nacen, pasando una larga temporada sin comer ni moverse, produciéndose en ella una progresiva desvitalización. A la hora de la eclosión, el nacimiento, los acerca hacia la superficie, sus crías nacen y ella desfallece por haber atravesado un largo período de inanición.
En algunas lecturas que hice al respecto encontraba definiciones de la madre pulpo al estilo “el sacrificio de una madre” o bien, “los últimos tristes días de la madre pulpo”, en fin, definiciones que se sustentan en ese lugar sacrificial e impoluto que se intenta venerar --aún-- para la noción de maternidad. Metáforas que se utilizan socialmente comparando a la ligera la maternidad de la especie humana con la maternidad animal.
Sin embargo, son casos que nos sirven para pensar por analogía la vida animal y la vida humana. Y, es que ¡hay tantas semejanzas!
¿Cuántas veces escuchamos les analistas hablar de “madre cocodrilo” o de “madre pulpo”? ¿Cuántas veces se confunde, desde el sentido común, la posibilidad de la madre de ser multitasking con ser una madre pulpo?
Lo más interesante de ambas hembras es que ninguna de las dos cuenta con el macho. Ese tercero que podría mediar en la raza humana, aquel que puede poner una distancia en la boca --como el caso de los cocodrilos-- o aquel que podría sostener y acompañar --como en el caso de los pulpos-- está ausente. A diferencia del mundo animal, en la especie humana esto no es siempre así. A veces la función paterna, la terceridad que (también) posibilita que ese hije se constituya subjetivamente, es cumplida por otres que no son el padre o el genitor.
Ni madre pulpo ni madre cocodrilo. Madres, personas humanas, tan humanas que se confrontan con esas divisiones, que en el mejor de los casos conllevan a interrogarnos ¿qué estamos haciendo? para armar una maternidad posible. Une no materna solo a une hije, a veces maternamos a otres: amigues, hermanos/as, familia, perro/a, gato/a, etc. A veces nuestra maternidad comenzó mucho antes de un embarazo o de adopción, etcétera. Y no por haber jugado a la mamá cuando éramos niñas, sino porque la maternidad tiene una profunda relación con una “disponibilidad” hacia el otre pero también con un “sosten”.
Si hay algo que se ha establecido a lo largo de la historia en el psiquismo humano es el lugar de la madre, que por suerte, con los años hemos ido reversionando. La maternidad hoy no es la misma que la de años atrás, tampoco son los mismos los modos en los que une deviene madre. Incluso también se habla de mapaternidades o de mapadres, que es una idea que continúo interrogando porque ambes tienen distintas funciones y es importante que eso quede diferenciado, hay madres y hay padres. Cambios que se van dando a lo largo del tiempo y que son interesantes que sucedan para que se ponga un freno a ese lugar tan rígido que social y culturalmente tiene la noción de “madre”.
Sin embargo, hay algo que no se modifica, que continuamos escuchando en la mayoría de los casos cuando hablamos con madres: la culpa. La culpa pareciera ser un afecto íntimamente asociado a la maternidad. Hace unos años, una colega contó un caso donde una mujer sentía mucha culpa mientras abrazaba a su bebe y que esto la angustió mucho. La culpa se debía a que ella era abrazada por un sentimiento tan intenso como inmenso: un amor que la rebalsaba y una hostilidad que la transformaba en monstruosa. En esa dicotomía se delinea cierta caracterización del deseo materno, como dije en una nota para este mismo diario el año pasado, el deseo materno está compuesto por ambas vertientes.
La maternidad continúa relacionada a nivel de lo afectivo con la culpa porque la imposición social del deber ser sigue pujando superyoicamente, primero con el imperativo: “debes ser madre” y luego “debes ser una buena madre”. Si bien hoy por hoy estos imperativos se vienen deconstruyendo sabemos que continúan intentando atravesar la interrogación humana al respecto. ¿Qué pasa si una mujer no desea ser madre? ¿Qué pasa si una mujer madre tiene deseos hostiles --por momentos-- hacia un hije? Bien o mal, mala o buena. Esas son las clasificaciones binarias que se le otorga a ambos escenarios (al “debes ser madre” y al “debes ser una buena madre”). Y cada vez que clasificamos de esa manera: bueno/malo, lindo/feo, bien/mal, blanco/negro nos estamos perdiendo toda la gama de colores que hay en el medio entre una y otra cuestión.
Por eso decía, ni madre cocodrilo, ni madre pulpo. La especie humana sostiene su diferencia radical con la especie animal, estamos atravesades por el lenguaje, insertos en el mundo de la cultura, lo histórico-social nos antecede, tanto por los hechos reales como por los hechos fantaseados. Padres y madres van a la búsqueda cada vez mas grande de “mejores modos de crianza”, algunes hasta piden consultas psicoterapéuticas “por las dudas”. Me pegunto si habrá alguna forma correcta de criar, y si la hay ¿esa forma me representa como madre? ¿Cómo supongo que voy a transmitir un valor, una forma de alimentación, una enseñanza, etc, si ni yo misma me siento representada por eso que estoy transmitiendo? La fórmula “hacer todo lo opuesto a lo que hicieron conmigo de niñe” sabemos que no funciona. Y no funciona porque es un modo, aparentemente opuesto, que repite un patrón que podría reducirse en el mantra: “no harás lo mismo”. ¿Y cuántas veces nos encontramos repitiendo esa frase que nos dijeron a nosotres? Nos damos un golpecito en la frente y decimos ¡la pucha, no quería decir eso!
Podemos arraigarnos al modo de crianza de une hije, el que más nos guste, ver de qué se trata, ponerlo en práctica y observar sus efectos; el tema es y será que ese modo de criar a une hije nos represente. Al fin y al cabo, si algo nos distingue también como raza humana, es la posibilidad de elegir y diseñarnos una maternidad posible. Phillipe Julien al hablar de la paternidad dice que habría que cambiar la pregunta de ¿qué es ser un padre? Por esta otra: ¿qué significa para un hijo tener un padre? Mientras releía su libro “El manto de Noé. Ensayos sobre la paternidad” me acechaba la misma pregunta para la maternidad y me parece bien válida, en vez de quedarnos detenidos en qué es ser una buena madre, por qué no preguntarnos ¿qué significa para nuestros hijes tener una madre?
Florencia González es psicoanalista. Docente UBA. Investigadora UBACyT.