Espíritus oscuros            6 puntos

Antlers; Estados Unidos, 2021.

Dirección: Scott Cooper.

Guion: Nick Antosca, Henry Chaisson y Scott Cooper.

Duración: 99 minutos.

Intérpretes: Keri Russell, Jesse Plemons, Graham Greene, Scott Haze, Rory Cochrane y Amy Madigan.

Estreno en salas únicamente. 

Scott Cooper no es un director que parezca sentirse cómodo con el rótulo de “repetitivo”. Su ópera prima fue Loco corazón (2009), aquel drama sobre un músico country en decadencia obligado a reevaluar su vida durante un romance fatídico, que le valió un Oscar a Mejor Actor protagónico a Jeff Bridges, a la que le siguió La ley del más fuerte (2013), un thriller duro y seco acerca de dos hermanos que luchan por la supervivencia en una zona desindustrializada. Con Pacto criminal (2015), Cooper se metió en el universo gansteril mediante la historia de Whitey Bulger, hermano de un senador estatal y violento criminal que se convirtió en informante del FBI con el objetivo de favorecer sus negocios oscuros, para luego incursionar en el western con la aquí inédita Hostiles (2017), con Christian Bale en la piel de un capitán de la armada que, en 1892, debe escoltar a un jefe indígena a través de un terreno peligroso. Y ahora, con Espíritus oscuros, llega el turno del folk horror, aquel donde los personajes se mueven en entornos naturales, recónditos y poco explorados en los que deben enfrentarse a figuras sobrenaturales del ideario local.

Como en sus películas anteriores, Cooper se erige como un director eficiente y ultra profesional, alguien que conoce –y aplica– los códigos del género de turno con oficio y seriedad. Demasiada seriedad, por momentos. Si hay un hilo conductor en su filmografía, es indagar en los pliegues más incómodos de la vida estadounidense: el alcoholismo en Loco corazón, la desocupación legada por los cambios en el mundo del trabajo en La ley del más fuerte, la violencia como elemento constitutivo social en Pacto Criminal y, en este caso, la endeblez económica de la clase trabajadora, y de origen indígena, en el interior profundo del país del norte. A esa clase pertenece el hombre que, en la primera escena, ingresa con uno de sus hijos a una mina de carbón abandonada, sin saber que cuando salgan nada volverá a ser como antes. Para ellos y sobre todo para su otro hijo, Lucas (Jeremy T. Thomas). Nadie parece prestarle atención a ese chico silencioso y con una mirada cargada de angustia, salvo su profesora Julia (Keri Russell), cuyo hermano (Jesse Plemons) no es otro que el sheriff del pequeño pueblo de Oregón donde transcurre la acción. Desde ya que cada uno arrastra sus propios traumas infantiles.

Después de que el nene cuente un relato escalofriante que parece ser mucho más que un ejercicio escolar, la profe empieza a tirar del ovillo y descubre con pavor en qué consiste la rutina de Lucas: todos los días, alimenta a su hermano y a su padre abriendo una puerta cerrada con un candado que puso apenas se dio cuenta de que las leyendas indígenas pueden ser reales. En ese caso, aquella que asegura que hay un espíritu maligno que posee a las personas, transformándolas en criaturas letales con cuernos de alce y apetito por la carne humana. Letales y dolientes, porque hay en ellos un atisbo de cordura, de ubicación en tiempo y espacio, que los envuelve en un aura de tragedia cercana al ideario de Guillermo del Toro, quien aquí, nada casualmente, oficia como productor.

Como al mexicano, a Cooper le interesa no tanto generar los habituales sustos gratuitos hechos a base de golpes de sonido que ofrecen nueve de cada diez películas de este tipo, como explorar las complejidades vinculares de una familia afectada por lo monstruoso. Pero Cooper, a diferencia de del Toro, se ubica a una distancia emotiva prudencial de lo ocurre, como si en el fondo les tuviera miedo a sus criaturas penitentes. No le hubiera mal a abrazarlas con un candor algo menos desangelado que con el que lo hace.