Piensen en esto, por doloroso que sea. Ya no hay casi nada (o nada) en el diseño general del mundo que nosotros podamos cambiar o crear por nuestro impulso o deseo. No me refiero a cosas coyunturales: una ley de etiquetado, detener la quema de un bosque o la destrucción de un edificio. Lo que ya no podemos es lograr cambios sustanciales en la construcción del poder, de la comunicación, del reparto de la riqueza.
Eso es el futuro que ya está acá, ejerciendo su rol inapelable. ¿Y antes se podía? Antes era quizá posible porque las caras del poder estaban a la vista. Eran presidentes, líderes o enemigos a los que había que derrotar en las urnas o en las armas para los que eligieron ese camino. Ahora, esas caras se esfumaron detrás de fondos buitres que pueden hundirnos como país en un periquete, o de empresas como Cambridge Analytica que pueden alterar nuestros gustos, o crearnos nuevos casi a piacere.
Quedan pequeñas barreras que el poder aún no ha derrotado debido a sus singularidades. Están en las periferias, en los lugares donde los cantos de sirenas del sistema se oyen, por ahora, un poquito menos. El peronismo sirve como ejemplo. Son proyectos locales o regionales que aún conservan una cuota de pertenencia, sea por cuestiones emocionales, historia, conveniencia o comodidad. Si no me equivoco (ojalá le erre feo) este tipo de poder se está resquebrajando cada día por el bombardeo de nuevos deseos creados, no por nosotros, sino por otros para nosotros. Nuestra subjetividad, como individuos y como sociedad, ya no nos pertenece por completo.
Por eso se bate tanto el parche contra los populismos, que son como el barrio de las ideologías. Pero, ¿hasta cuándo? No por mucho. Porque el futuro que se está escribiendo frente a nuestros ojos incluye crear deseos nuevos para todos. De cosas y de ideologías. O de ideologías que son la aniquilación de las ideologías. Eso significa obreros que votan a la derecha, candidatos creados en un programa de TV o integrantes de minorías que votan a candidatos que dicen odiarlos. Nuestra subjetividad es de ellos.
¿Entienden esto nuestros dirigentes? No. ¿Se preparan para enfrentarlo? No. Si no lo entienden menos van a poder enfrentarlo. Hay que empezar a aceptar que la mística ya no atrae a las nuevas generaciones, educados por Tik Tok. Que el futuro es una maraña de información falsa, pelotudes que se filman bebiendo un vaso de agua, muchos apolíticos por burros o porque se los dice Twitter y gente que se autohumilla en desafíos globales (en Tik Tok hay un montón, la mayoría dirigidos a las mujeres), que nadie sabe quién genera, y otros miles de impulsos así de peligrosos, de vacíos, de nada.
Mucho ruido y confusión. Está pasando frente a nuestros ojos. Se banalizan las ideologías y se destruyen las palabras que nos unían. El proyecto es descontrol y control. O descontrol para controlarnos en nuestra capacidad de pedir cambios sustanciales.
Los partidos tradicionales no lo ven. Siguen con su “ganemos la calle”, llevar las boletas casa por casa y los punteros. Eso también cuenta, pero cuenta menos si desde la televisión, las computadoras y todos los teléfonos del país te dicen derecha y te señalan izquierda. O al revés. O llaman libertario a cualquier idiota. Hasta le dieron un sentido opuesto a la palabra revolución. ¿Saben cuánto tiempo les llevó? Minutos.
Además, ese futuro que ya está acá plantó de todos los países furiosas quinta-columnas, implacables y con mucho dinero. Es fácil verlo. Sucede en Francia, España y EEUU. Es un diseño global para no dejarnos volver a confiar en un libro o en un discurso. Y ya no hay una llave de luz para apagar. Ya no hay un tipo al que ir a buscar y hacerlo cambiar de opinión, aunque sea a las patadas.
Parte de nuestro imaginario se controla desde cuevas inexpugnables, veloces y fatales. Nuestra capacidad de militancia, ese nosotros, también. Esa idea colectiva de un mundo mejor y para todos también. Estamos hablando de un poder omnímodo y omnívoro, que te da en apariencia lo que deseás porque si decís que te gustan los ravioles al lado del teléfono al rato tenés una publicidad de ravioles. ¡Y cerca de tu casa! Y mañana te harán desear canelones, sólo para mostrarnos que pueden hacerlo.
La resistencia que pueden ofrecer los proyectos locales ya es endeble. Hablo de un partido que ha estado en el poder setenta años (como dicen los que nunca leen libros), y que no tiene (o apenas tiene) poder en medios, jueces y empresarios. ¿Cómo es posible que cualquier multinacional te haga una corrida cambiaria cuando se le da la gana? ¿Y nosotros? Ahí vamos, cantando la marchita. ¿Es lindo? Claro que sí. Pero es poco ante la embarrada que nos están metiendo.
Y esto recién comienza. Este es el presente de ese futuro donde alguien escribe nuestra historia, como individuo o como colectivo, sin preguntarnos.
Hay que pensar el futuro ya. Ese futuro donde el dueño de un fondo buitre es más poderoso que el presidente de Francia. Hay que crear una estrategia para entenderlo. Ya no es solamente tener mayoría en una cámara. Es eso y millones de cosas que se definen lejos y a una velocidad desconcertante. Hay que crear el Ministerio del Futuro. Hay que buscar intelectuales y científicos que diseñen la Argentina del mañana. Hay que entender mejor las reglas del juego que se juega. Hay que pensar en tecnologías alternativas. Y hay que aprender del enemigo. ¿En el medio de la crisis y de la pandemia? Sí, en el medio de todo esto, porque si no, cuando llegue, que ya está llegando, será muy tarde. No por negarlo el cambio no llegará. Al futuro no se le puede oponer sólo el deseo de que no llegue o de que no nos trate mal. Es adaptarse o desaparecer. Es adaptarse o comer canelones.