Todo torcido, pensaba Ramón mientras volvía a su casa. A la mañana no había escuchado el despertador, su mujer había salido más temprano, y aunque salió disparado, no alcanzó el ómnibus que lo llevaba habitualmente a su trabajo. El siguiente coche tardó media hora en llegar y se metió de cabeza en la congestión del tránsito que hacía imposible avanzar a paso normal. Por eso, cuando llegó a la fábrica, no le sorprendió que lo llamaran de la oficina de personal. Seguro tendría que tragarse una reprimenda del jefe por la tardanza. Pero no esperaba que la persona sentada detrás del escritorio le comunicara que esa había sido la última falta y que la empresa prescindía de sus servicios por reiterados incumplimientos de diversa índole, entre los que las tardanzas se sumaban a la falta de colaboración, los malos tratos hacia sus compañeros y el bajo rendimiento de su trabajo.
Sin saber qué decir, volvió sobre sus pasos y se alejó de la oficina sin cerrar la puerta tras de sí. Bajó las escaleras sin mirar a nada ni a nadie y salió a la calle.
Apenas eran las diez de la mañana de un día sin sol cuando Ramón se encontró perdido en medio de la calle. Una sensación de rencor profundo invadía cada espacio de su cuerpo, subía por su garganta y le impedía respirar.
Isabel se había despertado antes del amanecer. Cuando miró por la ventana, la noche todavía se veía cerrada. Había levantado al pequeño de la cuna, haciendo el menor ruido posible. Él seguía durmiendo en la otra mitad de su cama. Lo dejaría en casa de una vecina que siempre se ofrecía para cuidarlo. Estaba contenta por haber conseguido el reemplazo que la ayudaría a pagar unas cuentas pendientes, pero el esfuerzo era muy grande. Debía atravesar media ciudad hasta la casa de la anciana que requería de su cuidado en un horario difícil, transitar calles vacías y, al regresar, debería seguir con sus tareas habituales. La suerte la acompañó: el ómnibus llegó pronto, estaba vacío y se pudo sentar.
Mientras el coche atravesaba la ciudad, Isabel cerró los ojos, permitiendo que sus pensamientos volaran libres. Las imágenes se sucedían unas a otras, mostrando retazos de distintas escenas de su vida, sin rigor cronológico. Al nacimiento de su hijo, le seguía el día que conoció a Ramón, cuando se recibió de enfermera, la muerte de su madre...
Abrió los ojos: repasó mentalmente la lista de compras para la cena, calculó cuánto cobraría ese día y se preparó para bajar en la siguiente parada.
Los recuerdos brotaban desordenados mientras Ramón caminaba por la calle con rumbo indeterminado. Durante los diez años que trabajó en esa empresa, no fueron pocas las ocasiones en las que se vio envuelto en algún tipo de conflicto. Las palabras del capataz retumbaban en su cabeza: “Pero mirá que sos estúpido Ramón...” “¡Qué inútil que sos, Ramón...!” “No servís para nada, no te sale una bien...”. “Siempre con problemas Ramón, sos un dolor de cabeza...”. Cada palabra sonaba más fuerte. Sentía la boca seca y las sienes latiendo cada vez más rápido. Sin pensarlo, entró en un almacén y pidió un vino. Abrió la cajita y tomó hasta la última gota, sentado en el cordón de la vereda.
Se resistía a pensar cómo seguir: buscar trabajo parecía una tarea condenada al fracaso de antemano. En el barrio eran varios los conocidos que habían sido despedidos y que no lograban conseguir un nuevo empleo.
Enfrentar a Isabel era otro tema. Asumir que no podría mantener a su familia, que otra vez su mujer sería el sostén de la casa, aumentaba su sensación de impotencia y rencor. Su fortaleza y templanza lo irritaban.
Cuando Isabel volvió a salir a la calle ya estaba anocheciendo. Pasó por la granja, buscó a su hijo pequeño y entró a su casa.
Encontró a Ramón sentado en la cocina, con la mirada en el vacío. La imagen la sobrecogió: le trajo recuerdos de otros rostros con expresiones como esa.
“¿Dónde estabas?”, preguntó Ramón sin levantar los ojos del vaso que daba vueltas entre las manos. Isabel balbuceó una explicación sabiendo que no la escuchaba. “Ahora preparo la cena”, agregó, con la esperanza de que terminara ahí.
“En esta casa no hay una mierda para comer. ¿Dónde estabas?”, volvió a preguntar. Y siguió, “en la calle, boludeando, y yo me cago de hambre”.
Isabel sentía el temblor que empezaba en las piernas y subía por la espalda, mientras él dejaba salir el rencor acumulado durante el día.
“No me sirve que salgas a laburar si no estás en casa cuando vuelvo”, le dijo. “Por los dos mangos de mierda que te pagan, ¿no ves que te explotan?, seguro que vas por otra cosa...”.
Las manos de Isabel no llegaban a sostener la cacerola, no podía encender la hornalla, no acertaba a volcar el contenido del paquete en el agua que empezaba a hervir.
Ramón seguía. Siempre era así: una vez que empezaba, no se detenía.
“Igual, ¿quién te puede mirar? Estás hecha un palo, das lástima. No sé que mierda hago con vos, no me servís para nada”. Se levantó.
Isabel empezó a encogerse y aferró el cuchillo con fuerza. Otra vez no, pensó.
Pero Ramón se acercó a la puerta y, sin decir nada más, salió. El portazo fue como un golpe en la nuca.
Isabel apagó el fuego, fue hasta el cuarto de su hijo y vio que seguía dormido. Caminó por el pasillo en penumbras, entró en su cuarto, se sentó en la cama y se acostó sin sacarse la ropa. Una vez más, sin darse cuenta, se quedó dormida.