Bariloche podría un buen ejemplo de ciudad que continuamente se funda a partir de lo que emerge entre los desarrollos y los despojos de sí misma. Una especie de palimpsesto borroneado y sobreescrito una y otra vez, en el que las líneas de los distintos mapas que la representaron siguen componiendo otros mapas. Alteradas por el tiempo de pandemia las dinámicas de lo alto y lo bajo de sus temporadas turísticas -y por la globalización y sus embustes sus rasgos identitarios-, en este final de octubre de 2021 la ciudad recostada sobre el lago Nahuel Huapi deja ver por sus calles un ajetreo que sin mayores detalles las fuerzas vivas definen, satisfechas, como “mucha gente”.
En los vaivenes de ese gentío se van actualizando los mapas de la ciudad en movimiento. Por la céntrica calle Mitre, en la ciudad mercantil, los comerciantes afilan el colmillo de la persuasión y en los templos de chocolate se celebran las misas golosas del souvenir. Un “arbolito” cotiza moneda extranjera en la vereda, a metros de un grupo de egresados que, en la ciudad juvenil, chequean promesas en sus celulares, de espaldas a la ciudad natural que cumple con la belleza de los picos nevados de los cerros detrás del lago. En el Centro Cívico, otra vez, la ciudad ancestral reclama por lo propio, con manifestaciones al pie de una estatua de Roca.
En tanto, una ciudad cultural emerge por estos días en nombre de la música y sus bondades. Es la que propone la segunda edición del FIMBA, el Festival Internacional de música de Bariloche, organizado por la Secretaría de Estado de Cultura de la Provincia de Río Negro. El evento, que busca refrescar la tradición musical de la ciudad, dibujó su propio mapa en distintas sedes, proponiendo 25 conciertos gratuitos, con artistas nacionales relevantes, en cinco días, con la dirección artística de Martín Fraile y la Orquesta Filarmónica de Río Negro y los ensambles que la componen como anfitriones. Con acciones concretas, el FIMBA es un festival que esboza respuestas interesantes a nuevas problemáticas -o a la actualización de las de siempre- en torno a los devenires de la música artística, las características de su producción y su relación con el público.
Si la idea de los cruces e intersecciones entre géneros y estilos es cosa vieja, la propuesta de presentar programas en base a puntuales trabajos de adaptación e inclusión resultó interesante y en muchos sentidos novedosa. Más allá de la arrogancia neocolonial de sugerir que un conjunto de cuerdas puede “enaltecer” a cualquier expresión de tradición popular, y por sobre lo pintoresco que resultaron algunos encuentros, esta edición del FIMBA puso en juego la posibilidad de la re-composición de una obra y desde ahí la figura del arreglador, el encargado de adaptar y en todo caso de re-componer la música para circunstancias distintas para las que fue pensada y concebida. En este juego, que tuvo a los distintos ensambles en los que se puede desdoblar la Filarmónica de Río Negro como artífices fundamentales, hubo, lógicamente, naturalezas más permeables al diálogo que otras y también distintos grados de profundidad de los arreglos.
En la primera noche, el miércoles, Peteco Carabajal se presentó con Riendas libres –con Homero Carabajal y Martina Ulrich- junto a los vientos de la Filarmónica de Río Negro. Sin moverse de su lugar, Peteco no necesitó de “arreglos” para que temas que son parte de la memoria popular como “Perfume de Carnaval”, o “Como pájaros en el aire” dijeran lo que tenían para decir en boca de su autor. El trabajo de los vientos, de óptima factura, no penetrar la música y no agregó mayores significantes: quedó en la superficie del estilo del santiagueño como un decoroso maquillaje.
Entre las dos actuaciones de Peteco en el Teatro La Baita –ambas a sala llena como la gran mayoría de los conciertos del festival- en la Iglesia Catedral, la Filarmónica a pleno ofreció un programa con obras de Antonio Agri, con la participación de su hijo Pablo como solista y la dirección de Fraile. Entre varias piezas de quien fuera uno de los violinistas fetiche de Piazzolla, marcadas por una síntesis romántica y un poco naif del barroco, se destacó la adaptación para orquesta que Guillo Espel hizo del Concierto para violín. En el lugar del solista, Pablo Agri brilló como lo que es: un animal feroz de la música, nacido y crecido entre esos cruces de tradiciones. Hacia el final llegó Rafael Gintoli como invitado, para hacer otra obra de papá Agri: Post Riga, para dos violines y orquesta.
En esa línea el FIMBA ofreció una gran variedad que atrajo a un público diversificado en edad y condición social. El jueves, en la Catedral, Andrés Spiller en oboe, Marcela Magin en viola, Luis Caruana en bandoneón y Marcelo Rebuffi en violín fueron los solistas de la Filarmónica. Piazzolla barroco se llamaba el programa que revelaba la reinvención romántica del estilo musical del barroco, del que Piazzolla es uno de sus más audaces re-reinventores. El “Adagio” de Tomaso Albinoni -que en realidad compuso Remo Giazziotto en 1945- y la fantasía que en la década del ’60 del siglo pasado elaboró Francesco Giovannini sobre piezas de Doménico Zípoli, resultaron un óptimo preludio para las muy logradas y exigentes elaboraciones sinfónicas que Rebuffi hizo sobre las Estaciones porteñas de Piazzolla.
Enseguida, en la Baita, Ramiro Gallo dio una magistral demostración de que, bien tratado, el arreglo no atenta contra la identidad natural de la obra. Junto a los ensambles Cuerdas Patagónicas y Cuerdas del Alto Valle, el violinista ofreció sus versiones de temas de Troilo, Joaquín Mora, Alfredo Gobbi, Cuchi Leguizamón y Andrés Pilar, entre otros, además de obras propias que destilan la lección de estos maestros.
Juan Falú junto a la Filarmónica –por emotividad y espesor artístico otro gran momento del FIMBA-, el Cuarteto Estación Buenos Aires, Elena Roger y Escalandrum, Flor Bobadilla cantando los “Folklores del mundo” con percusión y cuerdas de la Filarmónica, el Dúo Gintoli-Peluso en el Camping Musical, la soprano Belén Rivarola y la proyección de la película Un fueguito, la historia de César Milstein con la música en vivo a cargo de la Filarmónica, fueron algunos de los trazos que delinearon los márgenes estilísticos del festival que este domingo termina con Serenata a Río Negro, con la Filarmónica, Edgardo Lanfré en guitarra y voz y Daniel Sánchez Cassataro en piano y arreglos.
Con una idea poderosa, solistas interesantes y una
orquesta que por su versatilidad lo hizo posible, el FIMBA contó con el favor
del público para poner en valor una extenso muestrario de músicas que, como las
ciudades, se reinventan continuamente.