En esa mañana “una procesión de caballos desfilaba por las lomas. La luz ennegrecía los carriles del sueño”, Leonardo Martínez agazapado en el linaje se unía a sus amigos, Francisco Madariaga, Joaquín Gianuzzi, María Eugenia Valentié y Juan José Hernández, aquí quedaban reunidos en el living de su casa, Santiago Sylvester, Julio Salgado, Ivonne Bordelois, Marisa Negri y el Teuco Castilla.
Un relampagueo se desató en el cielo, aparecieron entonces Doña Delfidia Gonzáles de Díaz, la del corazón mulato y el alma india, Doña Bárbola, la Señora de El Yuyal, tan eterna como un peñasco, la Sra. de los escapularios quemados, María Asunción, la niña Carlina. Un desfile de personajes sostenían sus manos. No hay sollozos, una muchedumbre lo acompaña, son todas las madres que no tuvo, las tías temblorosas, los antepasados que estiraban las siestas lujuriosas en esos caseríos poblados de algarrobos gigantes, rodeado de una mítica geografía en un paisaje contemplativo, donde comadrejas, hormigas, iguanas deambulaban por la casa y los alfalfares. Los ojos del poeta se refugian en las tardes de estertores sofocados, en la tapia de adobe, en la curva polvorienta.
Leonardo Martínez, dueño de un innumerable reportorio de imágenes en toda su obra, rescata la memoria, por momentos en una escritura intimista, autobiográfica, con una fuerte referencia al sujeto poético, trasciende el lenguaje de los modismos catamarqueños.
Nació accidentalmente en Córdoba en 1937, su vida transcurrió en Tucumán, luego en Catamarca, y los últimos treinta en Buenos Aires. Autor de Tacana o los linajes del tiempo; Ojos de brasa; El Señor de Autigasta; Asuntos de Familia y otras Imposturas; Rápido Pasaje; Jaula Viva; Estricta Ceniza; Las Tierras Naturales; Los ojos de lo Fugaz; El barro que sofoca. Obtuvo varios premios, entre ellos el Premio Municipal de la Ciudad de Bs. As. y el Premio Democracia de Caras y Caretas.
Hay sueños que desvelan al poeta, ”Cuando sueño/ una mujer de piel cetrina envuelta en trapos negros…deja caer sus vestiduras/ De sus senos mana un agua de penumbra/ Sus ojos son un mar de bestias y ángeles que copulan/ Su aliento silba entre dientes de leche de algarroba/ Y con voz de todos los colores la mujer dice/ lluvia sequías abandonos…”.
La búsqueda de su madre y el legado, aquellas heredades de plantación de higueras, con el membrillar a orillas de la acequia, donde se asientan viejas familias, como el Señor de Autigasta. Martínez chapotea en las aguas crecidas del pasado, hurga su origen, desnuda los secretos del niño expósito.
En este ritual de la vida y la muerte, la antigua estirpe de un pueblo resucita en la palabra, en la magia de Luis Franco, en la nutriente indígena y, un niño corre sobre las pupilas del viento, tras una mujer que lo desconoce.
Como en un rezo, percibió a la oscuridad diciendo: “Antes fue la noche/ Es hora de regresar a ella/ El bosque está en penumbra/ La arboleda guarda en su ramaje/ el vapor de todos los alientos/ y la grieta de donde emergimos/ se abre la sombra del padre que cuida”.