"En el silencio se ve mejor", me dijo una tarde Eloísa, la bibliotecaria de mi barrio, subrayando la frase con una sonrisa. Nunca dudé de su palabra, parecía hablar solamente sobre cuestiones que dominaba, ponía el alma en cada explicación, alguna vez me aseguró, mientras golpeaba con el taco de su zapato el gastado piso parquet, que debajo de donde estábamos parados corría otro río, al que no veíamos pero del cual calmábamos nuestra sed, de la misma manera que debajo del colchón de palabras en el que nos escondíamos a diario, fluía otro torrente, profundo y silencioso del cual nos nutríamos esencialmente. Cada vez que me hablaba sentía que me empujaba hasta el borde del llanto, parecía saberlo todo sobre mí. Los que asistíamos a aquél lugar éramos refugiados, exiliados o fugitivos de algún fantasma. Para mí fue como una sala de primeros auxilios en donde recibí curaciones sobre heridas invisibles de parte de una enfermera experta en dosis progresivas de palabras del corazón. La primera vez que ingresé a la biblioteca, solicité un libro sobre catecismo. Pronunciar términos que comiencen con las letras " c”, " p”, “t,” son fatales para un tartamudo. Después de trabarme durante algunos segundos en la primera sílaba de mi preferencia, la encargada de archivar pensamientos e imaginación humana en robustos estantes de madera, me respondió que, si bien contaban con poco material religioso, consideraba que una biblia me iba a servir, ya que cualquier lectura me transportaría al paraíso porque nadie tartamudea cuando piensa, sueña, dibuja, lee, canta o escribe. De allí en más me entregué a sus recomendaciones, libros de aventuras, cuentos, mitología griega, mundos desconocidos que se abrían como abanicos ante mis ojos. Una tarde de lluvia dibujé en mi cuaderno paisajes que me dispararon distintas frases de Heráclito de Éfeso. Después de elogiarlos, Eloísa coincidió con el filósofo y me advirtió que nada era permanente a excepción del cambio, que en realidad yo tenía un trastorno en el habla temporario, que mañana, tal vez, no lo tendría más. Nunca olvidaré sus palabras sabias y tiernas de aquél día en que después de pasarme su mano por mi cabeza me dijo: "Mi amor, no somos lo que padecemos, somos mucho más, somos lo eterno, el misterio, el amor".
A pesar que, para la mayoría, don Cataldo era un viejo miserable y estafador, abusador a la hora de formar precios, ventajero en cada trueque de publicaciones, conmigo era distinto, me hacía sentir un cliente preferencial en su modesto local de venta y canje de revistas usadas. Había algo que nos unía más allá del amor por las historietas, un oculto sufrimiento en común, un mismo estigma impuesto por una sociedad impiadosa. Una mañana, a la salida de la escuela, elegí refugiarme de las burlas de mis compañeros en su trinchera de papel entintado. El anciano comprendió mi situación y me habló como un maestro: "En este país la broma pesada es deporte nacional, se galardona al más cruel. Son dignos de lástima, están llenos de miedo, sus burlas son señales claras de su cobardía. Mis tiempos fueron muy duros, tuve un profesor que para hacerse el gracioso le preguntaba al curso si estaban deseosos de escuchar a un pato, luego de un espeso silencio fileteado con risitas nerviosas por parte del auditorio, el ruin comenzaba a caminar despacio hasta mi pupitre, se paraba frente a mí, me miraba fijo y con voz de sargento me ordenaba “¡Quatrocci, póngase de pie junto a su banco y en posición de firme pronuncie fuerte su apellido!". Para poder curarte los tendrás que perdonar primero, no podrás lograr la armonía necesaria desde el odio o el rencor, te lo digo por experiencia". Después de su sentida confesión, el experto en publicaciones atrasadas me demostró todo su afecto con una mentira. Me aseguró que en el número uno de Nippur, fascículo imposible de conseguir, Robin Wood cuenta la tartamudez del héroe en su infancia transcurrida en Lagash y su posterior cura frente al Éufrates, imitando a Demóstenes, llenando su boca con piedras y un cuchillo entre los dientes hasta lograr hablar correctamente. Tal vez porque nunca pude leer el inicio de la serie de mi ídolo de papel, decidí interpretarla frente al remanso Valerio día tras día, en mi adolescencia, llenando mi cavidad bucal con arena, caracoles y piedras, obligándome a repetir una y mil veces términos abollados de tanto atropellarse entre mis labios. Fortalecí mis pulmones, modifiqué mi forma de respirar, nivelé la velocidad entre pensamientos y lengua, le recé al Paraná para que se llevara en el lomo de su correntada toda mi rabia, después de mucho sufrir cambié mi voz junto a mi forma de hablar. De tanto en tanto, cuando mi camino se nubla de ira o el halo de pasión que cubre mi ideal se raja con el filo de una discusión, suelo tartajear nervioso entre dunas de consonantes. En esos casos me tomo unos segundos, cierro los ojos, remonto el río del tiempo hasta la isla de mis rescatistas. Sus recuerdos me vuelven a armonizar, un buen discípulo del sumerio jamás traiciona a quienes los rescataron de las flechas del dolor.