Apareció como todas las mañanas, tempranito. También lo solía ver al atardecer. Debía tener el nido muy cerca. Brillaba como una gema, tornasolado. Aquel colibrí aparecía siempre pero hoy se detuvo a observarlo.
Su madre había muerto hacía seis meses. Berta se llamaba. José, su papá, había fallecido tres meses antes. David extrañaba a su abuela. Lo había cuidado durante su niñez mientras ella y su marido trabajaban. Berta se encargó de él hasta los dos años y medio cuando dijo basta. Se le escapaba a la hora del cambio de pañales y era tan grandote y pesado que no quiso saber nada más. A David también le tocó cuidarla varios años más tarde cuando la internaban periódicamente por su alzheimer. Siempre adoró su sopa de pollo con arroz.
Berta era fuerte y alegre. Tenía una voz preciosa. Cantaba y se divertía imitando a Libertad Lamarque. La voz finita de su madre en esas imitaciones la hacía reír. Hacían dúo con su papá. Tiene fijos en su memoria los momentos felices de los fines de semana en el Club Social con amigos. Berta se subía a una de las mesas, cual Julieta, y José, desde abajo, era su Romeo. Se amaban.
Los recuerdos la ayudaban, al mismo tiempo le dolían.
Como buena idishe mame de una hija única, Berta era una presencia poderosa para ella. La cuidaba, se desesperaba cuando se enfermaba, cuando no comía. Esa manera exagerada de cuidarla la oprimía. Le costó mucho tiempo moderar el vínculo. Se fue de su casa a los treinta años, a vivir con una amiga. Berta sufrió, pero se adaptó.
La fortaleza de Berta se fue revelando con el tiempo. En el ‘76 se hizo amiga de varias madres que iban todos los meses a Devoto a visitar a sus hijas. Se bancó las terribles requisas que les hacían a los familiares. Corrió con ellas por las pistas del aeropuerto de Fisherton para entregarle documentos a la Comisión Interamericana por los Derechos Humanos.
Una de las veces que fue a visitarla, le contó un episodio que había tenido con José. Él era retraído y hermético. Al mismo tiempo, fue un marido y un padre buenísimo: las adoraba. Pero no soportaba las requisas, así que iba a visitarla con mucha menos frecuencia que Berta. Mientras ella lavaba ropa en el patio y cantaba, José se le acercó y le dijo: ¿Vos por qué cantás? ¿O no ves lo que nos pasa? Ella se dio vuelta, furiosa: ¿Por qué? ¿Estás de duelo? ¿Se te murió alguien? ¿O no te das cuenta de que nuestra hija está viva? ¿O no mirás alrededor tuyo? Así de fuerte era Berta, siempre presente. A veces la ahogaba. Pero en esa etapa su figura fue preciosa. Cuando la iba a visitar a Devoto llegaba con toda la vida del afuera, la hacía resplandecer. No sólo le contaba de José, sino de toda la familia. Y los jugosos chismes del barrio. La adoraba.
Cuando salió de la cárcel se enamoró de Alfredo y al poco tiempo estaban viviendo juntos. Para Berta la presencia cercana de su hija fue una inyección de alegría permanente y José rejuveneció diez años. No les entraba la felicidad en el cuerpo cuando nació David, su primer y único nieto.
José murió a los ochenta y cinco años y Berta, a los setenta y siete.
No sabía bien por qué habían aflorado esos recuerdos.
El colibrí se iba acercando más a la ventana. De la santa rita colgaba una rama que parecía querer entrar a la cocina. Cada mañana y cada atardecer sentía que se aproximaba un poco más. Alguna vez pareció entrar, pero nunca lo hizo.