Durante mucho tiempo, reír -y hacer reír- fue un asunto de varones, “tan cómodos en su prerrogativa que distinguían entre una risa ‘buena’, decente, la masculina, y una risa ‘mala’, inapropiada, la femenina, tenida por peligrosa, por desvergonzada, incluso por vector de subversión y locura”, anota el diario francés Le Monde, haciéndose eco de una fascinante investigación de la historiadora Sabine Melchior-Bonnet. En Le Rire des femmes -tal es el nombre de su último ensayo, editado meses atrás en Francia-, la estimada pensadora francesa analiza concienzudamente la risa de las mujeres a través de los siglos, amordazada por las reglas de la moral y de la cortesía, cuando no condenada al estigma de transgresión, impertinencia. Hasta su conquista reciente, claro, cuando la toma de poder ha resultado tan contundente que alegra sobremanera a esta estudiosa de 80 pirulos. “Qué placer ver cómo, desde el último cuarto del siglo XX, las profesionales de la risa -en cine, tevé, tebeos, teatro- han irrumpido en este bastión masculino, cargando las tintas contra la omnipotencia patriarcal que, durante siglos, les negó la educación, la palabra en público, la escritura, inclusive el derecho a troncharse a gusto”.
Pero ¿cómo fue que, para ellos, la risotada ha sido sinónimo de distracción, de remedio para la melancolía, mientras que en ellas devino síntoma de histeria, limitadas a una sonrisa prudencial, reservada y modesta? Para despejar la equis, la dama dispensa ejemplo tras ejemplo. Recuerda, entre otras cosas, cómo en la Antigua Grecia el macanudo de Aristóteles dictamina que el silencio honra a la mujer (una de las pocas “virtudes” que encuentra el filósofo en el género femenino). O el sentido lamento del poeta Ovidio porque la risotada deformase la boca de señoritas en mueca tan poco atractiva.
Durante la Media Edad, no faltan pensadores que asocien la risa al pecado original, vinculándola a la íntima anatomía femenina. De esas fechas, los fabliaux: breves poemas narrativos, muy populares, de contenido erótico o humorístico, “que insinúan que a ellas solo les gusta reírse del sexo. La risa indecente se escapa de las entrañas, simboliza lo sexual, desata la anatomía. Es como si, bajo la noción de hilaridad, acechase una devoradora de hombres”, reflexiona Sabine. De hecho, muchos siglos más tarde, el conde Mirabeau diría: “En los hombres, es el cerebro el que ríe; en las mujeres, la risa es uterina”. O sea, clarifica irónicamente la historiadora, “en ellos el humor es intelectual; en nosotras, meramente sexual y, por tanto, condenable”. Halla más antecedentes de esta prédica; por caso, en la mitología griega, donde una desolada Deméter deja al mundo sin primavera tras ser secuestrada su hija Perséfone por el dios del inframundo, y solo recupera la alegría cuando una mujer le muestra, con picardía, su vulva.
En tiempos de Molière, “exhibir los dientes al sonreír es casi tan obsceno como mostrar un pecho, algo que se sostiene en el tiempo”. De hecho, comparte anécdota ilustrativa: Versalles fue escenario de un petit escándalo en 1787, cuando Elisabeth Vigée Le Brun, retratista de la corte, develó una pieza donde se representaba a sí misma abrazando a la luz de sus ojos, su hija Julie; en pose convencional que, dicho sea de paso, no desafiaba los cánones estéticos en boga. Salvo por un detallito que despertó estupor palaciego, siendo acusada la artista de indecorosa: madame Le Brun osaba sonreír tan plenamente en la pintura que dejaba al descubierto… su dentadura. “Algo inaudito”, resalta Melchior-Bonnet: “Los códigos de civilidad ya venían imponiendo, desde la pintura del Renacimiento, un estricto control del rostro, un lenguaje corporal contenido”.
De François Fénelon, teólogo y escritor del siglo XVII, recupera cómo, “aún cuando aboga por la educación de las niñas, protesta porque rían o lloren tontamente, sin motivo aparente. O sea, da la idea de un estado anímico inestable. Persiste la noción de que la mujer que ríe no sabe comportarse, dada su ‘vocación’ de ser un corazón puro y un cuerpo silente”. Para colmo, los muchachos -bastante paranoicos- asumen que si ellas se descuajeringan, deben hacerlo a costa suya; un embiste a su virilidad que no puede permitirse. Por cierto, Rousseau deja anotado que, aún en la intimidad, la casada debe mantener el recato: el matrimonio es demasiado serio para desternillarse.
Y sin embargo, ¡claro que las mujeres de antaño reían! Ni solemnes ni adustas todo el día. Aunque, con los tipos presentes, mantuviesen el gesto risueño escondido detrás de chales o abanicos, “necesitaban una válvula de escape a la realidad violenta, el futuro incierto, el parto y su peligro de muerte. Entonces bromean en la plaza del mercado, mientras lavan las prendas. Bromea la doncella con la noble, haciendo que prevalezca la sororidad sobre el antagonismo de clase. También en los salones, garantes de un clima festivo. Y en secreto, solapadamente, se ríen a través de la escritura, de manera incisiva, manejando magistralmente la ironía para burlarse del poder masculino”, dice Melchior-Bonnet.
“Los tabúes tardan en
morir, pero poco a poco el humor se abre camino”, remarca la historiadora,
destacando “a Colette y su gracia corrosiva; a Virginia Woolf, que elogia el
papel emancipador de la risa en un artículo para The Guardian de 1905… El
Movimiento de Liberación de la Mujer tampoco desdeña el humor, apela a la
ocurrencia en muchos slogans; también lo vemos con Annie Leclerc, pensadora
importante de la segunda ola feminista. ¡Y no nos olvidemos de la preciosa
Claire Bretécher, por favor, con esas historietas tan maravillosas!”. Y sigue,
claro que sigue… En otras latitudes, justo es remarcar que nuestra Niní
Marshall o la estadounidense Lucile Ball, entre otras comediantes con letra
propia, se reían y hacían reír al gran público desde mediados del siglo XX.