El genial cómico Cantinflas recibe un mail desde el Portal de Envíos Internacionales. El Correo Argentino lo ha tomado en cuenta: “¡Hola, te informamos que el envío RD861974210AR fue devuelto al país de origen. Así que: No hagas ningún pago ni envíes información personal o de tus tarjetas de crédito fuera de este Portal. El único medio habilitado para la gestión de envíos internacionales es: https://epago.correoargentino.com.ar” Y finaliza el comunicado pidiéndole que concurra a su sucursal. Cantinflas, tanto se sorprende por el aviso que debe sostener sus pantalones, pues los tiradores también se le aflojan del susto. Además de sorpresivo, este aviso le parece delirante, pues el mismo Correo Argentino, ¡hace casi dos años atrás!, cuando recién había comenzado la pandemia, lo había instado a presentarse en la aduana luego de hacer el pago correspondiente por adelantado para recibir el envío desde Vietnam, hecho por su hija Annabel. El Correo Argentino lo entusiasmó exultante: “¡Cuánto antes hagas la gestión, más rápido recibirás tu envío!”… Fervoroso, Cantinflas hizo el pago correspondiente con su tarjeta de débito y, enfundándose el echarpe hasta la nariz, concurrió feliz hasta la incómoda aduana nacional. Se encontró con todo cerrado. Sacando chapa de genio y puchereando la carta consiguió que los policías lo dejaran pasar creyéndolo un camuflado agente de inteligencia. El enorme galpón lucía atractivo de tan vacío, casi que lo estaba inspirando para una nueva película, pero surrealista. Gritó en voz alta: “¡Buenos días!, ¿hay alguien acá?”... Como no hubo respuesta, disfrutó paseando dentro de tanta soledad. Volvió a gritar. Y sí, por fin alguien respondió con positivo eco. Aparecido el encargado del paralizado recinto, éste lo miró sorprendido por la facha, y le recriminó fieramente haber ingresado sin permiso. Ni asno ni perezoso, Cantinflas volvió a sacar chapa de genio acariciándose los ralos bigotes y repitió la actuación dramática que siempre lamentó no poder personificar en cine: lloró la carta exponiendo enorme sufrimiento bajo la fría lluvia, además de venir desde muy lejos en el tiempo tridimensional. El empleado aflojó, le preguntó “¿qué le mandan?”. Él respondió “barbijos”. “¡Ah, no!”, le reprochó el otro, y agregó: “por ley está prohibida la entrada de barbijos. Así que hay que devolverlos”. Interiormente, Cantinflas dio gracias a Dios que a su hija no se le hubiera ocurrido enviarle vacunas; podrían acusarlo de contrabandista y algo más… Casi prepotente, el empleado le arrancó el papel de la mano y le pidió que lo siguiera. Al llegar a otra oficina, donde distintas personas chupaban mate, el empleado fotocopió el trámite y devolviéndole el original lo saludó con el puñito asegurándole que ya podía quedarse tranqui, pues los barbijos volverían a Vietnam sin haber logrado contaminarnos. Cantinflas inquirió: “¿Y lo que pagué?”… “Le será devuelto en su debido tiempo”, lo verdugueó el otro… Azorado y sin nueva posibilidad, el popular cómico se acomodó el sombrerito y la bufanda al hombro y se fue con las manos vacías. Esto había ocurrido unos dos años atrás. Y ahora, sintiendo que repentinamente un inmenso dolor se apodera de todo su cuerpo, Cantinflas, más que incrédulo, concibiéndose flor de peloduro, para cerciorarse de que entendió bien, vuelve a leer el mail del Correo Argentino: “No hagas ningún pago” le aconsejan, bastante tarde… Claro, él ya había hecho el pago, como corresponde a reverendo otario. Así que ya mismo imprime el aviso, vuelve a calzarse el sombrerito y acude a reclamar en la sucursal de la avenida Pueyrredón de su barrio. Hace la cola conveniente y espera bajo un sol que le parte la cabeza. ¡Por fin llega su turno! Lo atienden con diligencia y amabilidad, pero sin encontrar en la computadora minga de su trámite, y mucho menos de su pago. Entonces lo pasan a otra ventanilla porque se supone que la empleada rubia sabe más. Él va. Pero sin mejor resultado. Nada. La empleada, con cara de “estos vagos-sucios-viejos de mierda ya deberían estar en el cementerio” le pide explicaciones, y él vuelve a exponer su caso: “Dos años atrás, desde Vietnam mi hija me mandó barbijos. Pagué lo correspondiente para recibirlos pero el Correo Argentino los mandó de vuelta porque estaba prohibido el ingreso. Así que me quedé sin barbijos y sin que me devuelvan mi dinero. Ahora, dos años después, me mandan otro aviso para que no pague. ¿Tarde, no?... Quiero mi dinero. Y tenga en cuenta la inflación”… Bruscamente, la empleada, muy seria, más bien piedra-roca, le pregunta si no usa WhatsApp. Cantinflas se queda de una pieza, arruga indefenso y pide disculpas socarronamente: “Es que, usted sabe, ya soy un adulto-mayor, vio”… Sin mirarlo, ella le devuelve el papel indicándole que vaya a reclamar a la aduana, “acá no tenemos nada”... Cantinflas siente que no tiene fuerzas para levantar los brazos y agarrar el papel, como que las manos se le disuelven o evaporan, así que lo toma con los dientes, murmura un sometido e ininteligible “gracias” y sale. Ya en la vereda, el mismo sol que antes lo había castigado, ahora le da energías para que pueda sostener el papel en su mano. Se detiene un taxi para que descienda el pasajero. Bien podría aprovecharlo para ir hasta la aduana. Pero no, Cantinflas decide otra cosa: rompe el papel y lo tira en el pertinente tacho de residuos. Cuando el semáforo se pone en rojo vuelve a su trabajo diario, salta delante de los vehículos y hace malabarismo con dos pelotas; de inmediato pasa entre los autos con el sombrero extendido; algunos dan, otros aplauden. Cambia el semáforo, Juan Nadie, disfrazado de Cantinflas vuelve a la vereda y cuenta las monedas…
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