“Es una revolución”, canta Flor Croci en mis oídos mientras mis amigues mandan selfies desde la Marcha del Orgullo y yo –que no puedo estar- palpito a la distancia la emoción de volver a abrazarse en las calles. La Plaza Libertad se puso vibrante al mediodía, al empezar la feria, y estalló de amor y colores a las 5 de la tarde, cuando empezó a salir la marcha.
Caminar en esa multitud es una experiencia que nadie debería perderse. La ciudad se hace amable en ese recorrido, desde el barrio del Abasto hasta el Monumento a la Bandera, entre aplausos desde balcones, los cuerpos bailando por avenida Pellegrini, la fiesta final de risas y besos. Este año le tocó a Leo García agitar el cierre.
La banda de sonido de la marcha es tan larga como las cuadras que lleva recorrerla. Están las chicas que cantan regaeton con Chocolate Remix, las que prefieren Gilda o la infaltable Soy lo que Soy.
La ciudad del orgullo, dicen desde la Mesa del Orgullo. Este año fue la marcha número 15. La primera tenía un lema inolvidable: “A orillas del Paraná nace otra bandera”. Era 1996, el 6 de abril. Si Rosario puede contar algo de su historia diversa, es porque hubo quienes lo hicieron antes, y llevan esa memoria en la piel. Algunes todavía están en las calles.
Hace pocos días, la Municipalidad de Rosario le puso a una calle el nombre de Colectivo Arco Iris, fundado en 1994 por Guillermo Lovagnini y Pedro Paradiso. Cómo olvidar aquellos tiempos fundacionales. Aquellos actos en pleno invierno, en la Plaza Pringles, el 28 de junio. Las travas estaban montadas, sin importar el frío. Ahora, la tenemos a Ayelén Becker, la Gilda de las travas. Mirá si hará falta marchar cada año, que hace unos meses Ayelén sufrió discriminación por travesti y trabajadora sexual en su edificio. Entre enero y octubre de 2021, según la estadística de la Casa del Encuentro, hubo 10 transtravesticidios en la Argentina. Uno por mes. La comunión en las calles es también el grito urgente por una vida sin violencias.
Es domingo por la mañana, los rastros del Orgullo quedan como estelas de perfume en la ciudad, y caminar por el río al pasar el Monumento, hacia el norte, permite apreciar la sucesión de parques donde la ciudad respira cada día, al lado del Paraná, ahora un poco más caudaloso, siempre surcado por barcazas que se llevan lo que nunca traerán. Así se llega a la calle del Arco Iris (bueno, el nombre es Colectivo Arco Iris). Mi caprichosa playlist tiene una canción de Dafne Usorach, Rara, y yo bailo sola imaginándome en la multitud.
Ante mi indeseada ausencia en la marcha, unas horas después elijo que mis pasos me lleven hasta la casa LGTBI, al lado de la Terminal de Ómnibus. La esquina triangular se distingue por la edificación multicolor. A un costado, el mural de Ana Romero me trae admiración y nostalgia: Ana fue activista del Colectivo Arco Iris. Las lesbianas se reunían todos los martes, a las 19.30, en Pasco 994. Nunca estuve en esa casa, pero es fácil imaginarlas alborotando el espacio. Y cantando Mujer contra Mujer, en la versión de Sandra y Celeste, claro.
Ana Romero era enfermera, activista gremial de ATE. En 2010 estaba enferma, y por eso le urgía la aprobación de la ley de matrimonio igualitario. El día antes de su casamiento con Nélida Ruiz Díaz, me fui –en remís, no había tiempo para caminar con el cierre del diario encima- hasta su casa, en la zona sudoeste, para escuchar su historia. Ana sabía que le quedaba poco tiempo y quería cerciorarse de que su compañera, pudiera seguir en la casa que habían construido juntas. Ana estaba ansiosa. Al día siguiente fue el casamiento. La marcha nupcial la corearon les compañeres de ATE: “Paro y movilización”, celebraban a Ana, que había peleado por derechos laborales igualitarios. Y yo, siempre tan setentista, pensé que se podía escuchar Te quiero.
En el capricho del tiempo y el espacio que permite la caminata, se puede imaginar que en esta boda sonó Dos leonas, la canción que grabó, muchos años después, el 12 de junio de 2019, la reina del Axé, Daniela Mercury junto a su esposa Malu para celebrar a la comunidad LGTBIQ+.
La ensoñación de la caminata se corta ante un micro que entra en la Terminal de Ómnibus, que todavía no recuperó su ritmo previo a la pandemia. La casa LGTBIQ+ se llama Juan Carlos Espina desde marzo de 2020. Es un homenaje al presidente del Movimiento de Liberación Homosexual entre 1984 y 1986. Fue la primera organización LGTBIQ+ de la ciudad y la provincia, cuando recién despuntaba la democracia. Su nombre, la placa que lo recuerda, es una marca destinada a perdurar, una muesca contra el olvido. A Juan Carlos lo recuerdan las compañeras de Unidas, un colectivo feminista autónomo que comenzó a reunirse en 1982 en la ciudad, del que quedan unas cuantas revistas y varias memorias. Juan Carlos las acompañó: en una foto, él lleva una corona en la instalación del 8 de marzo de 1986 para denunciar la violencia machista. Habían entrelazado las luchas en las calles, y así supieron de risas, lágrimas, complicidades. Juan Carlos murió el 8 de febrero de 1994, y por alguna razón, la playlist me trae I wil survive, en la versión preciosa de Liniker.
¿Habría imaginado Juan Carlos que unas décadas después, 25 mil personas se iban a sumar a la Marcha del Orgullo con alegría? Sí, quiero escuchar a Sudor Marika, como una forma de decirles a quienes estuvieron antes que aquellos pasos se hicieron camino. “Revolución es que te pueda besar, en cualquier lado sin sentir la vergüenza”.
Quisiera caminatas con menos nostalgia que futuro, soñar con viajes al espacio en lugar de recordar pasados que alumbran en perspectiva. Es difícil imaginarse futuros venturosos cuando las redes rebasan de jóvenes libertarios. Siento la tentación de pensar que es el futuro repitiendo el pasado, con el gran Cazuza. Lo urgente es encontrar la matriz de este tiempo, cambiar las preguntas, dejar de morderse la cola. Entender una época desafiante, con la realidad virtual cada vez más real, se combina con la necesidad de sacarse las zapatillas para sentir el paso en la planta de los pies. Algo de lo humano se nutre en ese contacto esquivo en la vida urbana.
Caminar por la ciudad se convierte en un viaje mental entre pasado y presente, mientras el futuro se quema con los incendios de las islas, y la desesperación se conjuga con bronca porque no sale la ley de Humedales. El olor a humo es la compañía, los días sofocantes se hacen un poquito más tolerables cerca del río, caminar por la larga franja costera del Paraná es también una manera de alejarse de las balas. A esa zona de la ciudad no llegan, todavía.