Toto Castiñeiras –actor, dramaturgo y director– escribió Ojo de Pombero antes de la pandemia. La obra en cuestión cierra la trilogía campera compuesta por Gurisa (2016) y Voraz y melancólico (2019). Los primeros ensayos comenzaron a fines del año pasado a pesar del clima de incertidumbre que vivía el campo teatral. Sin embargo, en diálogo con Página/12, Castiñeiras advierte: “Yo digo que es una trilogía pero la verdad es que ya estoy pensando en el mito que voy a encarar para continuar el trabajo del lenguaje de esta campera bizarra que me convoca y me encanta escribir. Son tres obras sobre el campo, en un contexto rural, donde evoco una especie de gauchesca con un tono de comedia dramática (si se le puede poner un nombre a eso)”.

Voraz y melancólico recuperaba el mito del lobizón en clave de cuento infantil, mientras que la nueva pieza retoma la figura del Pombero, un duende que forma parte de la mitología guaraní: criatura demoníaca para las mujeres del campo –que corren a encerrarse en la casa si escuchan su silbido– y aliado de los hombres que le ofrendan tabaco y vino para lograr buenas cosechas. Cuando se le pregunta por su interés en este tipo de leyendas, el dramaturgo responde: “El mito me organiza y me entretiene. En ese sentido soy un poco nerd, me gusta acumular información. Después la poética le pasa por encima a todo eso y la imagen se distorsiona, entonces el mito pasa a ser una excusa para la escritura. En Voraz y melancólico o en Ojo de Pombero no estoy contando el mito, sino tomándolo para que intervenga en el material”.

-¿Cómo apareció la imagen del Pombero para esta obra?

-El interés surgió de una anécdota que me llegó: en Paraguay una señora contaba que su nieta chiquita había quedado embarazada del Pombero, lo decía con una convicción arrolladora. Era un mecanismo para encubrir al violador. Ahí me hizo un clic enorme y eso fue lo que me llevó a escribir, no podía parar. Me estaban entregando en las manos un material que significaba una gran responsabilidad. Con Voraz fue algo más del orden de lo poético y era otro momento de mi vida; en este caso, la anécdota se impuso. El mundo que me planteaba esa mujer era increíble, me imaginaba a su hija y a su nieta. La obra gira en torno a este personaje femenino dispuesto a cazarlo en la noche de Carnaval para vengar a todas las mujeres abusadas.

Ojo de Pombero estrena este jueves 4 a las 21 en el Teatro Picadero (Pasaje Discépolo 1857) con un elenco integrado por Julieta Laso, Mariano Torre, Luciana Buschi, Mariela Acosta y el propio Castiñeiras. La música quedó a cargo de Lucio Mantel, a quien el autor no conocía: “Un día escuché un tema de Juli que me pareció precioso y tenía mucho que ver con la obra, entonces le propuse que la cantara. Ahí se le ocurrió que convocáramos a Lucio porque conectan muy bien y suele escribirle canciones. Cuando conocí su mundo no lo podía creer, me encantó. Y a él le gustó el material, entonces de pronto estaba en los ensayos componiendo la música de la obra. Trabajó mucho sobre el chamamé”, cuenta. La pieza está incluida en Cantar de Charabón, el libro editado por Losada que recopila seis obras del autor (Orillera, Anecdotario de María - El susto, Celestyna y la trilogía); el título alude a un ave que no canta, es decir, a la literatura de alguien que –tal como señala Jorge Dubatti– no hace literatura sino una “dramaturgia de la experiencia teatral”.

Esa versión difiere bastante de la que podrá verse en el Picadero, porque una de las características del trabajo de Castiñeiras es la permanente reescritura a partir de lo que ocurre en los ensayos con los actores. “Me interesa mucho la personalidad del intérprete metida en el material, cómo lo versiona cada uno de acuerdo a sus propias estructuras corporales. Es un trabajo casi abstracto: la obra se lee y se deja en un cajón para enfocarnos en el cuerpo. Hay algo del material leído que ya está internalizado y, al moverse, empieza a manifestarse de alguna manera. Me gusta que el intérprete tenga su propia voz y su propia imagen dentro de la obra, ellos reinterpretan la dramaturgia y actúan de forma diferente a lo que yo había imaginado durante la escritura”, afirma.

-¿Cómo fue la experiencia de revisitar tu propia obra para el libro?

-Releí las obras en cuarentena y traté de enfocarme en un lector antes que en un espectador. Yo digo que mis obras no cuentan cosas sino que hacen ruido y, si bien es un juego que me encanta y le da identidad a mi trabajo en escena, fue necesario contextualizarlas a la hora de la edición. Hubo que leerlas en voz alta y pensar cómo podíamos ayudar al lector a ubicarse en el contexto, a entender quiénes eran estos personajes o dónde transcurría la acción.

Castiñeiras integra la compañía internacional del Cirque du Soleil hace más de quince años y está acostumbrado a pensar sus rutinas de clown para miles de espectadores de todo el mundo. Él asegura que el circo es su vida, pero el teatro funciona como ese reducto experimental donde se permite probar nuevas poéticas. La experiencia circense impacta en su escritura y en la forma de montar los espectáculos desde la síntesis, porque los números acrobáticos o de clown demandan una dramaturgia acotada. El actor señala que las buenas rutinas suelen ser aquellas que cuentan algo más allá de la destreza, y dice: “Es curioso ver cómo el circo afecta mi trabajo. El otro día hablaba con los actores y advertí que lo que les estaba diciendo eran cosas que suelo decir entrenando a los acróbatas en escena; uso términos como ‘tonificar’, ‘llenarse de aire en el plexo’ o ‘pararse sobre el metatarso’. Todo eso viene del circo”.

-En el prefacio del libro, Gonzalo Demaría echa luz sobre algunos elementos que configuran tu sello de autor y, entre otros, señala el humor corrido y el erotismo. ¿Por qué creés que aparecen en tu obra?

-Para mí son lo mismo porque hacer reír a una audiencia o llevarla hacia una situación erótica genera la misma sensación corporal. Creo que al trabajar con los intérpretes desde el cuerpo, el contacto, el apoyo y el equilibrio, estamos planteando algo del orden de lo erótico. Me parece natural que si yo trabajo de esta manera, ellos no quieran perdérsela y entren en esa dinámica. Primero aparece la violencia porque somos máquinas preparadas para violentarnos, pero después emerge el erotismo. Esas cosas están en mi obra porque yo no las reprimo. Me parece que son fricciones propias del teatro: puestas así y exageradas en escena producen algo de una potencia que a mí me interesa mucho. Pero supongo que es culpa de los actores que mis obras sean eróticas o violentas, yo no tengo nada que ver con eso.