Entre dos fresnos, un árbol de naranja dentro de un cantero, con el tronco largo, alineado, y en la punta la copa, con hojas verdes y grandes, y entre las hojas, las naranjas, redondas, intensas. La gente pasaba y las miraba, y más de uno se tentaba y se llevaba algunas a la hora de la siesta. “No importa”, dijo el vecino, “que se van a llevar lindo chasco, estas no se comen Pastichoti”, él me decía “Pastichoti”, porque decía que yo “hacía pastís”, que en mi pueblo eso quiere decir “lío”. “Este es de vista nomás, es de jardín” dijo. Una especie rara para nacer en un pedazo de tierra tan chiquito, después todo cemento, todo calle y vereda con dos alturas. Era una vereda para sentarse a tomar mate, o dar saltos para arriba y para abajo. Ese día de los saltos, para arriba y para abajo, pasó la señora de la vuelta de la esquina con su pelo naranja y su panza muy redonda, casi igual que las naranjas del árbol, la panza parecía tener como una flecha adentro, como un volante o algo con dirección, y atrás la señora, y arriba el pelo como una nube anaranjada, abajo pero más atrás, una nena, una nena nueva.
Ya sabía que había una nena nueva en el barrio, pero ese día la vi y pasó bien cerca y me miró. Tenía el pelo negro, bien negro casi noche, atado con una cinta blanca que terminaba en un moño. Mamá dijo: “andá a invitar a jugar a la nena nueva”. Mi mamá me pedía esas cosas, no se porqué, quizás por lástima de la nena nueva, nueva y sola, en un lugar nuevo, dentro de una familia, también nueva. Y dijo algo como que “su familia se murió” y yo no se si pregunté o solamente escuché, porque para ese entonces, ya sabía escuchar cuando todos creían que no, y dijo que la casa se quemó y parece que ahí se quemaron todos, que estuvo en un lugar con monjas y que parece que tenía hermanos, pero la señora naranja solamente quería uno solo, que quería un nene, pero no había y le dieron una nena, la más chica parece.
En la escuela todos sabían de la nena nueva, le tocaba ir a otro grado, porque era más grande, dicen que tenía un nombre distinto, eso ya no me acuerdo, quizás se llamaba Paola, Lorena, Gabriela, o quizás María, o Ana María, el nombre parece no importar a veces, y parece que a la señora no le importó y dijo que a los 8 años se puede nacer de nuevo, en una familia nueva, con nombre nuevo y pelo nuevo. La Carla llegó ese día sin colita y sin moño, con el pelo corto arriba de las orejas, como un varón dijo mamá, y con zapatillas negras. Ese día supe que a la nena nueva le iba a ir mal.
Mamá dijo: “andá y preséntate con la nena nueva, invitala a jugar”, “se llama Carla ahora” le dije, y ella dijo: “bueno, la Carla”. Crucé la calle y caminé media cuadra, la casa de la Carla tenía colores amarillos y marrones, casi naranjas, y las cortinas del mismo color, como con dibujos hechos de agujeritos. Toqué el timbre y la cortina se movió, abrió la puerta esa señora que tenía el mismo color que la casa y las cortinas. “¿Está la Carla?” dije, “pasá, ya la llamo”, dijo.
Esperé quietita frente a la puerta, a la izquierda había una mesa ratona con una lámpara con pompones, al lado de la ventana un mueble con animales de vidrio: una jirafa, un siervo, quizás una paloma o algo con alas, y una foto en blanco y negro de un chico tomando la comunión con las manos juntas con un rosario blanco. La Carla se acercó y me dijo: “ese es mi hermano, se llamaba Carlos, se murió por la electricidad o algo así”. Y ella se le estaba pareciendo mucho al hermano, con su nuevo corte de pelo y con su nombre también nuevo, como si hubieran salido los dos del mismo lugar, como si no fuera una nena nueva, como si alguien, a destiempo hubiera dicho: “Alcoyana-Alcoyana”. Ella dijo “vení”, y fuimos a la pieza, era toda celeste con cuadros de payasos feos y unos muñecos como los de mis tías, un Bambi naranja que podía quedarse parado en el piso, como un animal embalsamado. Creo que dijo que no le gustaba esos payasos pero que era la habitación del hermano, que capaz a él sí le gustaban y se iban a quedar ahí.
En los cumpleaños la Carla lloraba, porque las nenas le decían cosas, por tener el pelo de varón, por no usar colitas y porque los moños le quedaban pegados en la cabeza, o porque tenía zapatillas negras, y las zapatillas negras eran de negro, y de pobre. Un día la vi correr a su casa llorando y no quiso ir más a esos cumpleaños.
La Señora Naranja no la dejaba salir a jugar a la vereda, tampoco andar por la casa de los vecinos, solo a veces me dejaba entrar a jugar, otras veces no, porque se había portado muy muy mal dijo un día, y no tenía permiso, ese día la vi lejos desde el fondo de la casa, creo que lloraba, no me acuerdo si fue antes o después de lo que pasó ese día, tampoco sé si “ese día” fue uno solo, o fueron muchos iguales que quedaron como cortados y amontonados en mi cabeza.
Una tarde estábamos jugando en el patio, algo pasó, de eso estoy segura, porque se me cortó el recuerdo. Después del vació de recuerdo sigue el momento en que la Señora Naranja agarraba la cabeza de la Carla. Hago fuerza para acordarme. La señora agarraba la cabeza de la Carla y la metía en un fuentón de plástico verde, con agua hirviendo; le lavaba la cabeza apretando su cara contra el fondo, la metía y sacaba desde los pelos, la Carla gritaba y decía que le quemaba, y yo… yo solo miraba y no podía moverme. Creo que agarró unas botas como las que usan los señores de la EPE y le pegó con eso en su cola y en su espalda. Ella gritaba y lloraba, intentaba salirse, pero la señora tenía mucha fuerza, y yo… yo embalsamada como el Bambi, transformada en estatua, como con la cabeza prendida y apagada al mismo tiempo.
“No me dejan jugar más” me dijo un día, estaba sentada en la vereda, también me dijo: “¿Sabés que voy a tener un hermanito?” La señora con la panza redonda tenía un bebé adentro. Yo me imaginé que el hermanito había estado siempre ahí, como guardado, como un juguete, como los juguetes del Carlos, conservados para siempre.
La panza de la señora se hizo más grande, se infló como el payaso inflable que traían para las fiestas del pueblo y era para meterse y saltar adentro; se volvió tan grande que me imaginé que iba a salir volando, en esos días de panzas como globos, la Carla me dijo que ya no podía decirle más: “hermanito”.
Un día ya no la vi pasar por la vereda, tampoco fue a la escuela, no la vi en el recreo. El hermanito nació y fue la noticia, que una señora tan señora tuviera un bebé. Alguien preguntó por la Carla, pero la Carla ya no estaba. “No está más”, quizás así lo dijo la señora naranja, el día en que fui a buscarla, o quizás lo dijeron así en la escuela. Se fue, como se van algunos chicos, quizás de noche, y no la dejaron saludar a nadie, ni contar a donde iba o si acaso iba a volver algún día, no dejó un teléfono para que la llamara, ni su nombre, el verdadero, para que yo me acordara.
Carla, ese nombre que le pusieron simplemente para reemplazar a un muerto. “Carla”, dije ese nombre muchas veces en mi cabeza. Hace meses que la pienso mientras escribo. No quise alterar ese dato en la historia, como una forma de recordarla. Me la imagino en algún lado, abriendo el diario, o entrando a los portales de noticias, leyendo ese nombre, quizás le suene como un sueño malo o como una sombra.
Si estás ahí Carla, leyendo, solo quiero decirte que espero que hayas recuperado tu nombre, que hayas podido jugar otra vez y llevar moños en el pelo.